Edición 48

Con que sea participativo basta

Al tomar distancia de prácticas memoristas, no hemos ido al otro extremo, asumiendo que un taller es formativo si es participativo y se llega a consensos, aún si se basan en la desinformación

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Luis Guerrero Ortiz | EDUCACCIÓN

Hace varios años ofrecí un taller a docentes en el norte del país. Todo iba bien hasta que, terminada la fase de la tarea grupal, como era natural, ofrecí una retroalimentación a los informes expuestos por cada equipo de trabajo, destacando aportes importantes y planteando varias interrogantes a conclusiones que percibía inconsistentes o erróneas. Cuando terminé de hablar, un participante pidió la palabra y me dijo, mortificado, que no tenía derecho de criticar lo que había sido un consenso del grupo. Con no menos extrañeza, le pregunté cuál era el sentido de haberme desplazado desde Lima hasta su región, solo para hacerles conversar entre ellos y luego regresarme a la capital sin decir palabra. En el diálogo que siguió al incidente me dejaron en claro una cosa: ninguno de ellos había pasado por la experiencia de recibir comentarios, críticas y aportes de sus formadores a las ideas consensuadas en grupo, en ninguno de los cursos que solían recibir de las universidades por encargo del Ministerio de Educación.

Me encontraría después, en más de una ocasión y en diferentes circunstancias, con diseños de sesiones dirigidas a docentes, atiborrados de dinámicas participativas y de trabajo grupal, con escasa o nula presencia de momentos de análisis de referentes conceptuales o de investigación, ni de retroalimentación formativa. Naturalmente, esta forma de imaginar la formación no está reñida con las exposiciones orales. En muchas ocasiones el formador realiza una presentación audiovisual en la que presenta determinados contenidos. Luego viene una larga sucesión de técnicas o juegos, mezclados con trabajo grupal. Luego le seguirá la plenaria, la presentación de informes grupales y el cierre de la sesión.

Este esquema de taller o de sesión es tan común, que nadie percibe con facilidad dónde están los defectos. Pero hay sesgos y tienen graves consecuencias. Pude ser testigo hace un par de años de un taller donde los participantes fueron instados a planificar en grupos una propuesta de intervención para la gestión de la convivencia escolar, previo diagnóstico de los problemas, sus causas y sus efectos. El formato que se les proporcionó para hacer la tarea fue utilizado al pie de la letra y la propuesta final fue producto de una amplia discusión en los grupos, en donde todos participaron con entusiasmo. La calidad del resultado, sin embargo, dejaba mucho que desear, pues el diagnóstico no se basaba en enfoques ni en información confiable sino en suposiciones y prejuicios compartidos, a pesar de tener disponibles numerosas fuentes con análisis exhaustivos del problema de la convivencia en las escuelas, sus causas estructurales y los factores que la agravan.

El problema, como se puede deducir de este caso, no es solo la ausencia de trabajo previo en los marcos conceptuales o las evidencias de investigación, que son las que aportan los criterios para hacer un análisis más sólido de los problemas y las alternativas, más allá del conocimiento empírico o el solo sentido común. El problema ocurre también cuando sí se incluyen en el programa, pero sin momentos de retroalimentación y diálogo socrático con los participantes alrededor de las ideas fuerza. Yo mismo me he encontrado con situaciones en las que los participantes hacen una lectura superficial de los textos recomendados o, peor aún, le atribuyen ideas ajenas al pensamiento del autor. He tropezado numerosas veces, asimismo, con la dificultad no para recordar, pero sí para utilizar una determinada noción como categoría de análisis de casos específicos. Relacionar teoría y práctica exige una cuota alta de razonamiento, pero se hace más difícil todavía cuando el formador no sabe colocar preguntas que ayuden a los participantes a construir puentes entre las ideas y la realidad, e incentivar la reflexión en niveles cada vez más profundos.

Muchos formadores o diseñadores de programas formativos, en su sano afán de tomar distancia de prácticas memoristas, frontales y directivas, han elegido irse al extremo opuesto y asumen que un curso, sesión o taller están bien planteados si cuando menos son participativos, hay mucho debate en ellos y se llega a consensos. Así, la fascinación por lo participativo termina oscureciendo el valor del conocimiento.

Como diría Noam Chomsky, en tiempos en los cuales la propaganda ha creado consumidores desinformados aptos para tomar decisiones irracionales, el consenso fácil basado en ideas previas no necesariamente válidas o inconsistentes, o en experiencias superficialmente reflexionadas, no desarrolla capacidades, por mucha participación que haya habido detrás. Más aún, en tiempos de la posverdad, donde se distorsionan realidades deliberadamente con el afán de manipular creencias y emociones a favor de determinadas posturas, la fe ciega en lo que circula en las redes sociales ha creado la ilusión de la inutilidad de las intermediaciones. No importa si lo que se dice es cierto, pues basta que suene bien y coincida con mis intereses para creer en eso. A esa ilusión abonamos cuando los formadores renunciamos a nuestro rol mediador, para limitarnos al rol fácil de un simple animador o conductor de reuniones.

David Perkins ha iluminado de manera muy importante la noción de comprensión, haciéndonos ver que las ideas se comprenden solo cuando somos capaces de explicarlas con nuestras propias palabras, de poner ejemplos que las ilustren, de utilizarlas para explicar un hecho determinado, de aportar argumentos que la fundamenten, de compararlas con otras y de ubicarlas en un contexto más amplio para dar cuenta de la función que cumplen en relación a ideas semejantes o diferentes. Lamentablemente, en materia formativa, seguimos en buena medida prisioneros de una tradición discursiva en la que basta exponer y repetir ideas para darlas por enseñadas y aprendidas; o, peor todavía, en la que basta encomendar su lectura para después concentrarnos en discusiones donde lo más importante no es que esas ideas se comprendan y se sepan usar para modificar determinadas realidades de manera sostenible, sino que se llegue a consensos basados en la participación de todos.

Qué duda cabe, el cotejo y debate de ideas es indispensable en todo proceso formativo, más aún si se hace en referencia a la realidad, si involucra a todos los participantes y se construye en conjunto conclusiones útiles para enriquecer y fortalecer la acción de las personas. Pero ese proceso tiene como condición un diálogo informado, donde el rol del formador es clave. Recordemos que una formación dirigida a desarrollar competencias profesionales, supone docentes capaces de comprender y utilizar el conocimiento de manera reflexiva para afrontar situaciones en contextos típicos al ejercicio de su rol. Por la misma razón, tanto la participación como el rol del formador necesitan ponerse al servicio de un aprendizaje consistente y reflexivo de los saberes que son condición necesaria para una acción eficaz.

Lima, 17 de diciembre de 2018

 

REFERENCIAS

Chomsky, Noam (2007). Intervenciones. Editorial: Siglo XXI de España Editores, España.

Innerarity, Daniel (2015). La política en tiempos de indignación, Universidad de Valencia. Valencia, Ed. Galaxia Gutenberg.

Perkins, David (2009). La escuela inteligente: del adiestramiento de la memoria a la educación de la mente. Barcelona, Ed. Gedisa.

 

Luis Guerrero Ortiz
Docente, graduado en la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP), con estudios completos de maestría en Política Educativa en la Universidad Alberto Hurtado de Chile, y posgrados en Terapia Familiar Sistémica (IFASIL), Periodismo Narrativo y Escritura Creativa (Escuela de Periodismo Portátil de Buenos Aires). Ha sido profesor principal en el Instituto para la Calidad de la PUCP y consultor de UNESCO en políticas de formación docente. Socio fundador de ENACCION y de Foro Educativo. Ha sido consultor de GRADE (Proyecto FORGE) y asesor pedagógico en el Ministerio de Educación (Despacho del Ministro) entre el 2001-2002 y el 2010-2013. Ha sido asesor en la Oficina de Educación de UNICEF y el Consejo Nacional de Educación; profesor principal de la Escuela de Directores y Gestión Educativa de IPAE; ha sido docente de posgrado en la Universidad Católica y en la Universidad Antonio Ruiz de Montoya. Es miembro del Consejo Consultivo de Enseña Perú. Escribe ficción en su blog El río de Parménides.