EDITORIAL
El matrimonio de las políticas públicas con las ciencias en general y con las ciencias sociales en particular, se produjo en la segunda mitad del siglo XX, después de la segunda guerra mundial. Los efectos devastadores de la guerra obligaron a los Estados más afectados a apelar a diversos saberes disciplinarios para reconstruirse como país en todos sus ámbitos.
Desde entonces fue quedando claro que las ciencias pueden concurrir a apoyar a los Estados en dos clases de procesos: la elaboración de políticas y la toma de decisiones. Para lo primero, las ciencias, en efecto, pueden aportar, con todo su rigor metodológico, a la construcción y evaluación de diversas opciones de política para solucionar determinados problemas públicos o incluso para elegirlos y priorizarlos.
Sin embargo, esta misma racionalidad no aplica en estricto para lo segundo, es decir, para la toma de decisiones. No es necesariamente el método científico el que puede explicar las opciones que finalmente adoptan los decisores en cualquier ámbito de la acción del Estado.
La razón no es difícil de comprender. Una decisión supone un sinnúmero de valoraciones técnicas, legales, administrativas, sociales, políticas y hasta personales sobre su impacto y sus consecuencias. No hay una lógica fría orientando el razonamiento de un decisor, menos aún cuando sus decisiones deben ser adoptadas con apremio y en medio de presiones de distintos sectores que la esperan con ansias o que la cuestionan con furor. Menos todavía si cada decisión está precedida de muchas otras, esperando turno con la misma urgencia. Menos incluso en un contexto de pandemia, que ha ensanchado la distancia entre pobres y no pobres, y que sigue amenazando nuestras vidas.
Estas diferencias explican en parte las difíciles relaciones entre el mundo de la investigación y el de la gestión de políticas públicas. El entendimiento mutuo se hace menos complejo a la hora de diseñar propuestas que a la hora de decidir su implementación. Y, sin embargo, destacados representantes de la academia han pasado por la experiencia de transitar del ámbito del análisis al de las decisiones y asumir las consecuencias. Ese fue el caso, por ejemplo, de Juan Carlos Tedesco, un destacadísimo y prolífico investigador de la UNESCO que llegó a ser ministro de educación en Argentina el 2007. Es el caso ahora de Ricardo Cuenca, hasta hace unos días director del Instituto de Estudios Peruano (IEP), un centro de investigación nacido en 1964 y que hoy lidera la lista de los Think Tanks o «tanques de ideas» con mayor influencia en el país.
«De repente me di cuenta de que ese pequeño guisante, bonito y azul, era la Tierra», dijo Neil Armstrong cuando pisó la Luna por primera vez y levantó la vista hacia el cielo. Para quien le resultaba natural encontrar la luna al levantar la vista cada noche, este cambio de perspectiva le cambió la vida.
Ahora le toca al ministro Cuenca mirar el mundo del conocimiento del que proviene desde la lejanía del poder, es decir, desde un mundo que se mueve no por el afán de comprender sino por el de mostrar resultados en los plazos más cortos. Su reto es hacer que ambas racionalidades dialoguen y se entiendan. Por ejemplo, para fortalecer la estrategia Aprendo en Casa, sacando el mejor provecho de las duras lecciones aprendidas en el 2020. Por ejemplo, para empujar la reforma de la educación superior tecnológica y universitaria más allá de los estándares de licenciamiento.
Si logra eso, además de las metas anunciadas sobre el retorno a clases, habrá hecho un aporte incalculable. Los cambios en la cultura institucional no son visibles para la platea, pero dejan huella y son condición de viabilidad de los cambios más sostenibles en educación.
Ahora, a remar fuerte ministro, que la corriente nunca juega a favor y en los próximos meses, tendrá que sortear cascadas, remolinos y uno que otro monstruo marino.
Lima, 9 de diciembre de 2020
Comité Editorial