Verónica Villarán | EDUCACCIÓN
¿Quiénes son las y los adolescentes hoy en el Perú? ¿Cómo viven? ¿Qué hacen? ¿Qué sueños, qué planes, qué proyectos tienen para su futuro? ¿Cómo deberíamos atender y educar a este tramo de edad? Según la norma, tenemos en las aulas muchachos y muchachas entre los 12 y los 17 años de edad, pero la etapa no se cierra allí, pudiendo prolongarse hasta los 22 años. Necesitamos saber más sobre cómo se vive este periodo en la experiencia escolar, en el esfuerzo por acceder a la educación superior, en el trabajo compartido con los estudios, etc. para reconstruir su trayectoria como personas, no solo como alumnos.
El IIPE-Unesco de Buenos Aires coordina una investigación en convenio con Unicef Perú, que quiere aportar al esfuerzo del Ministerio de Educación por repensar la educación secundaria y por contar con políticas para la adolescencia. Unicef ha solicitado varias investigaciones sobre esta etapa de la vida. La que se pide al IIPE busca responder a las preguntas que formulamos al inicio.
En el equipo de investigación, hay quienes buscan respuestas desde las estadísticas, hay quienes lo hacen desde las políticas públicas de diversos sectores del Estado, otras integrantes desde los medios de comunicación masivos, como también desde la educación. Me ha tocado en particular recuperar la voz de los jóvenes de distintas regiones y realidades, sus testimonios de vida, en Lima, en Loreto, en Ucayali, en Huancavelica. Varias de las historias escuchadas, si no todas, merecen ser contadas.
Empecemos con el caso de una niña de 14 años, en el barrio de Belén, Loreto, que está en tercero de secundaria y que ya es madre desde fines de segundo grado. Ella reconoce que no es el mejor momento para tener un hijo, que hubiera preferido no tenerlo, seguir jugando con sus amigas y continuar practicando deporte como solía hacerlo. También acepta que es madre, que tiene una hija, que debe ser responsable y que debe esforzarse por salir adelante, pero se le nota dividida entre estas dos realidades que coexisten en tensión y que ella no eligió: ser niña y madre a la vez. ¿Qué querrías para tu hija en el futuro?, le pregunto. Que pudiera hacer lo que ella quisiera, me responde. ¿Y qué sentirías si tu hija a los 14 años te dice que está embarazada?, le vuelo a preguntar. Un dolor en el alma, me responde. Y agrega: yo no voy a permitir que a ella le pase lo mismo
Su embarazo fue producto de un descuido, de una relación consentida con un enamorado que ya no existe más en su vida. Quiso abortar, pero su madre no se lo permitió. ¿Qué pasó en el colegio?, le pregunté. La niña levanta los hombros y me dice: normal no más, el año pasado hubo otras cinco que estaban gestando. Le pregunto qué sugeriría para mejorar la educación secundaria. Entonces me responde: que haya guardería para que las chicas vayan con sus bebes al colegio. En la zona de Belén, que una niña aparezca embarazada parece ser parte de la normalidad.
En la misma región de Loreto, converso después con una chica maijuna de 17 años, estudiante de un CERFA situado a una hora tomando dos botes de motor desde Iquitos. Su caso es diametralmente distinto. Ella se va de su casa a sus 14 años, se va a vivir a Iquitos. La madre la bota en realidad después de una pelea muy fuerte. Por amor a mis hermanos menores, me dice, ya había aguantado demasiado. No hubo al parecer un problema de violencia sexual, sino de presión desmedida para asumir tareas que la madre no podía hacer sola y que se sumaban a las demandas del colegio.
En Iquitos, ella entra a trabajar en una casa de familia y allí conoce a un chico del que se enamora. Cumplidos sus 15 años, decide convivir con él y consigue trabajo en un restaurante. No quería embarazarse y sus compañeras de trabajo le aconsejan cómo cuidarse. Se compra sus pastillas en la farmacia, pero le exige a su pareja que, además, use preservativo, para prevenir no solo el embarazo sino las enfermedades de transmisión sexual. Si una no se cuida, nadie más te va a cuidar, me dice. A esa edad una es muy chica para tener hijos. Mi mamá tenía hijos pequeños, ¿qué iba a hacer yo con un bebe de la edad de mi hermanito?
Las cosas van bien hasta el día en que él le pide que deje de trabajar y que se quede en la casa para que le cocine y le lave la ropa. Ni en mi casa me gustaba dedicarme a eso, me dice, ahora menos; no me iba a convertir en su esclava. Luego de un tiempo decide cortar esa relación sin angustia, «porque no soy su empleada y sé cuidar bien de mí misma» me explica. Por entonces tenía 16 años. El que quiera estar conmigo tiene que aceptar mis condiciones, afirma con seguridad.
Entonces regresa a su comunidad a terminar la secundaria en el CERFA. La experiencia en Iquitos le había hecho ver, sobre todo en el trabajo en restaurantes, que quienes no tenían estudios eran más explotados. Tenía que terminar el colegio. Cuando la entrevisto, ya estaba terminando el 5to de secundaria y, a la vez, vendía frutas a través de un programa del CERFA.
Distinto es el caso de una de sus compañeras, que sale embarazada estando por terminar el colegio, pero que tenía problemas con su pareja y que ya no quería estar con él. Pero voy a tener que quedarme por mi hijo, decía. La preocupación por quién la va a mantener y apoyar, pesaba mucho en su decisión, a diferencia de su amiga maijuna, que sin contar con apoyo familiar tomó todas las precauciones del caso y se agenció sus propios ingresos.
En una aldea de Pucallpa, me encontré con dos casos más críticos. Dos muchachas de 16 años, víctimas de violencia sexual de parte del padrastro y embarazadas a causa de ello, que dieron a luz a los 13 años. Una de ellas, la más tímida e introvertida, le costaba mucho hablar y hacer contacto visual conmigo. Luego de ser violada por el padrastro, la madre la bota de la casa. A pesar que las vecinas alertan a la madre de la conducta de su marido, la niña termina viviendo en una aldea infantil en momentos en que ya estaba gestando. La madre la visita tres veces y después nunca más, ni ella ni sus hermanas. Ahora su niño tiene tres años y ella estudia cuarto de primaria en el CEO. El difícil diálogo con esta adolescente se ilumina de pronto cuando me habla de las novelas turcas que mira asiduamente. Por las tardes, además de cuidar a su hija, solo ve televisión. Y me habla entonces de la mujer desvalida, rescatada por un hombre que la elige, se la lleva y la salva. Fue el único momento en que sus ojos se encienden y su ánimo cambia.
La otra niña, de la misma edad y a la que le fascina el fútbol, me cuenta también su historia. Ella empieza su relato hablándome de la denuncia que interpuso a la madre por abandono, y al padrastro por tocamientos indebidos, a sus 12 años. El padrastro ya la había violado a ella y había callado el abuso, pero empezó ahora a tocar a su hermana, de 10 años, y esa fue la gota que derramó el vaso. Pone la denuncia en la DEMUNA y en la policía. Sacan de la casa a ella y sus cuatro hermanos menores, y los llevan a vivir a la Aldea Infantil. Ella llega a la Aldea embarazada, ahí da a luz. Está viviendo allí hace 2 años con sus hermanitos. La mamá nunca salió en su defensa. Sigue viviendo con ese hombre.
La muchacha me dice que ha conversado con su verdadero padre de esta situación, y que éste les ha prometido sacarlas de la aldea y llevarlas a vivir todos con él. Lo cierto es que al padre biológico casi ni lo conocen, y solo de vez en cuando viene a visitarlas. Pero ella sueña con que el padre va a dejar a su pareja actual para ocuparse de ellas. Ella es fuerte y luchadora. Quiere enrolarse en la FAP o el Ejército, y está resuelta a salir adelante «porque además de mi hijo, tengo a mis 4 hermanos a mi cargo». Solo tiene 16 años, ha sido violentada sexualmente desde los 12, tiene un hijo de 3 años y 4 hermanos que van entre los 12 y los 5 años. Y si algo tiene claro, es que ella hoy es la responsable de todos. Si el padre biológico no llega nunca a rescatarlas, sabe que es ella quien va a asumir todo.
Hubo otro caso, también en Ucayali, en una escuela rural. Una chiquilla me dice que quiere ser abogado. ¿Por qué quiere estudiar derecho?, le pregunto. Porque a mí me violaron cuando tenía 9 años, me dice. Por suerte, tuvo el apoyo de sus padres para presentar la denuncia y esa experiencia le permitió conocer como trabajaban los defensores de niños. Eso le gustó y por eso decidió ser abogado. Ahora está en 4to de secundaria, tiene 16 años y es la alcaldesa del colegio. Desde ahora ya es una voz para sus compañeros, y se preocupa por ellos. Indagó el caso de una niña triste, y descubrió que su papá le hacía tocamientos a ella y a sus hermanitos menores. Tenía miedo de denunciar porque pensaba que, si lo metían preso, iban a tener problemas en la casa sin su apoyo económico y que la madre se iba a enojar con ella.
En Huancavelica vi otro caso, un muchacho de 18 años, tímido pero dulce, que le gusta sentarse en el techo de su casa a ver las estrellas, que le gusta pintar y cocinar. Cuenta que un día rompió un vidrio en el colegio y le dijeron que debía pagarlo. Pero en su casa ni lo escucharon ni, por supuesto, le dieron la plata. Puede parecer una simple anécdota, pero para él era una de tantas confirmaciones de que a nadie en la familia le importaba lo que pasaba con su vida. Habiendo cumplido los 17, un día regresó a su casa y para su sorpresa, encontró que sus padres se habían ido llevándose a su hermano menor, abandonándolos a él y su hermano de 21 años. No fue el único caso. Hubo más testimonios increíbles de abandono, como el del chico que me dijo: «mi mamá se fue de la casa con mi hermanito menor, yo llegué y había un plato servido con una servilleta encima, mi mamá no estaba, pero se llevó a mis dos hermanitos menores». Otro me contó: «mi papá nos había abandonado, pero un día mi mamá también desapareció de la casa». Al parecer, llegados a cierta edad, dejan de ser prioridad para sus padres, los que toman estas decisiones drásticas para aliviar su carga y poder concentrarse solo en los menores.
Otro muchacho, también de Huancavelica, está preso en el penal por no pagar pensión de alimentos. Él, a sus 15 años, había tenido relaciones consentidas con su enamorada, que estaba en 4to de secundaria, pero por hacer caso a malos consejos –la primera vez no pasa nada– ella salió embarazada. Luego, el padre de ella lo denuncia y lo lleva al juez por pensión de alimentos. De cualquier forma, me dice, «en mi caserío, aunque hubiera querido, no habría tenido acceso a un preservativo ni a una pastilla». Tampoco había una posta médica. Y cuando hay, me dice que les da vergüenza ir y que creen que no les van a dar nada. Entonces, recurren al primo, al amigo. En el colegio a veces nos hablan de estos temas, pero no se profundiza, me cuenta. También nos da vergüenza preguntar.
En Loreto, un muchacho de 22 años, que está en un CEO y termina en noviembre la escolaridad básica, me dice que más bien fue él, cuando empezó a tener relaciones con una enamorada, que le exigió el tema del condón. Yo le pregunto por qué. «Porque no quería que ella quede embarazada, me iba a cagar la vida”. Bastante claro. En ese momento no quería un hijo, pero sabía que, si lo tenía, no lo iba a eludir. Por lo tanto, se hace responsable del cuidado en sus relaciones de pareja.
De otro lado, son numerosos los casos de adolescentes que no viven con sus padres biológicos juntos, mayoritariamente viven con las madres y, en gran medida, las madres tienen nuevos compromisos. Los hijos saben que el padre existe y que tiene también un nuevo compromiso, aunque suela resultar muy difícil hacerle seguimiento. Además, en el contexto del tercer o cuarto compromiso de la madre, la figura del padre se convierte en una figura muy volátil. ¿Cómo se construye una masculinidad responsable cuando el propio padre no está, y cuando ha visto pasar a otros que han ido dejando críos y tampoco se han hecho responsables de ellos?
Hay situaciones, por fortuna, distintas. El joven de Ucayali, por ejemplo, que vive con la madre, la abuela y un hermano, dice que el nuevo compromiso de su mamá tiene una relación tan buena con su hermano menor, que a él lo conmueve. Habla de él con emoción y con sorpresa, porque no es común que un hombre que ni siquiera es el padre, trate bien a los hijos de su pareja o se haga cargo realmente de ellos. Pero otro adolescente entrevistado me dice que su padre biológico ya no está, que sus hermanos son hijos de otros padres que tampoco están, y que el hombre que ahora está viviendo con su madre, se relaciona bien con los más pequeños y que, además, tiene sus propios hijos de otro hogar. Yo no tengo mayor vínculo con él, me dice, él tiene suficiente con sus hijos, yo no le voy a traer más problemas. Es como si tener 16 años volviera innecesario el vínculo paterno y a esa edad ya pueden ser abandonados, material o emocionalmente.
Como vemos, en general, el contexto es de mucha precariedad en el vínculo, sobre todo, con el papá, que aparece y desaparece, que está y no está más, que de pronto es sustituido por otro hombre, el que eventualmente también se va. Es decir, una figura paterna borrosa y efímera.
Pero el abandono tiene muchos rostros. El adolescente que exigía a su enamorada usar preservativo, cuenta que la madre lo deja de pequeño al cuidado de la abuela, en Caballocoha, y que ella se va a Iquitos a trabajar. El padre nunca existió. Dice que la abuela siempre le pagaba duro con el palo, delante de su hermanita pequeña, y que tampoco lo mandaba al colegio. Cuando él cumple 9 años de edad, la madre se entera que no estaba yendo al colegio, entonces se lo lleva a Iquitos, a trabajar con ella en el mercado. Desde entonces, se levanta a las 3 de la mañana y ayuda a su mamá a preparar los caldos que ella vende. Va al CEO de 6 a 10 de la noche, porque durante el día ayuda a la madre. ¿Tu trabajas entonces?, le pregunto. No, me responde, yo no trabajo. Pero está con la madre en el mercado todo el día, hasta las 6 de la tarde. No ve eso como trabajo. Y cuando le pregunto, ¿Qué quieres ser a futuro?, te dice que no quiere separarse de su mamá, porque sufrió muchos años sin ella. Ahora la ve mayor y tienen ganas de cuidarla y protegerla.
Este muchacho fue abandonado, pero sigue deseando o soñando el vínculo con sus padres. Como la muchacha abandonada por la madre en la Aldea Infantil, que sueña con que su padre vendrá por ella y sus hermanos, para llevárselas a vivir con él. Atesora el recuerdo de los consejos que el padre le daba cuando era más pequeña, pero el padre hace tres años que no se comunica con ella y ni siquiera la llama por teléfono.
Nos urge pensar una política de adolescencias para la educación secundaria. La educación debe darles los aprendizajes que necesitan para afrontar estas y otras situaciones complicadas en sus vidas, a nivel personal, familiar, laboral, pero lo primero que necesitamos es saber quiénes son. Como podemos darnos cuenta, nuestros adolescentes son portadores de sueños, proyectos, aspiraciones, a los que deben abrirles espacio mientras estudian, trabajan, se enamoran, cantan, hacen break dance en la calle, pintan grafitis, afrontan la incertidumbre y el drama del abandono, el maltrato, el abuso y la violencia, muchas veces ante la indiferencia cómplice de sus padres. Hacen deportes, son artistas, trabajan en el mercado o en restaurantes, van a la academia, tienen hijos que no desearon o se levantan a las 3 de la mañana para ayudar a producir ingresos que el padre no aporta porque no está.
Los adolescentes te dicen de frente que los profesores hacen su clase y se van, que la mayoría no los conocen, no se preocupan por ellos ni están enterados de las situaciones que pasan. A veces se enteran, pero no reaccionan, solo siguen con sus clases. Cuando no se trata de aprender comunicación o matemática, «lo que tú vivas, tus pasiones, tus intereses, tus talentos, al colegio no le importa, no le interesa, menos aún tus problemas personales», dice una muchacha. De este modo, nos estamos perdiendo el 95% de lo que representa la identidad, las preocupaciones, la experiencia y hasta las lecciones de vida de nuestros adolescentes.
Lima, 19 de julio de 2019