Alexander Huerta-Mercado / El Comercio
La cultura es todo lo que el ser humano hace, piensa y tiene siempre que sea como miembro de una sociedad. Así nos podemos entender y podemos, sobre todo, convivir y comunicarnos de manera relativamente fácil. No llega a nosotros a través de la herencia genética sino que es aprendida en procesos de socialización que nunca terminan y que pueden ser transmitidos a través de mitología o educación escolar, de cantares de gestas o programas televisivos, de padres a hijos, como de maestros a discípulos. La cultura sirve para vivir y entendernos en sociedad y un error común es clasificarla en superior o inferior, un error que ha justificado todo tipo de discriminación y violencia.
La cultura occidental acepta un amplio espectro de tonalidades y una de ellas articula a las manifestaciones que dan lugar a la denominada “cultura popular” y particularmente a una “cultura popular urbana” que en el caso de Perú por un tiempo se denominó cultura chicha (en alusión a la cumbia peruana que funcionó como banda sonora de todo un proceso social) y cuyo consumo, si bien exitoso, ha sido sumamente criticado asociándola a brutalidad e ignorancia.
¿Qué es cultura popular urbana? Para sentido de este artículo se define primero por no ser considerada de élite, le pertenece “al otro” y es usualmente mirada de forma despectiva. A su vez, es consumida por un número importante de personas y, como su nombre lo indica, goza de la llamada popularidad que genera identificación. El hecho que ocurra en la ciudad la asocia a los medios masivos y al intercambio económico y simbólico que genera comunidades de consumo.
Descartemos la idea simple que sostiene que es una cultura “promovida por el poder” para tener a las personas pasivas y distraídas. La historia reciente muestra que los medios populares pueden ser usados por el poder político (incluso se ha bautizado estos casos con el extraño nombre de “psicosociales”), pero el camino es inverso, el poder político no podría usar a la cultura popular si esta previamente no fuera aceptada y seguida. Por otro lado, la perceptiva de la manipulación maquiavélica de la cultura popular sugeriría que las personas son pasivas a lo que se les ofrece en los medios masivos. De ser esto cierto, no habría necesidad de estudios de márketing, de nuevos actores sociales en los medios de comunicación ni del constante temor al fracaso por falta de ráting.
En el siglo XXI se plantea una revalorización artística y académica de la cultura chicha de los ochenta, en cuanto a su valor documental y su particularidad estética, por lo que constantemente tenemos homenajes a los pioneros de la cumbia peruana y a los afiches que los anunciaban. Pero este reconocimiento no se actualiza hacia la cultura popular actual (afincada hoy en día en la denominada televisión basura) y las críticas hacia las preferencias populares suelen preceder a los juicios despectivos que nos han venido dividiendo como nación.
¿Por qué no nos animamos a bailar y aprender las cosas buenas que la cultura popular nos enseña? Como la cultura chicha, hagamos contrastable lo incontrastable, busquemos respuestas ingeniosas y aproximémonos amistosamente a su colorido desborde. Busquemos, pues, entendernos entendiendo qué puede gustar de la cultura popular pues somos en alguna medida parte de ella. Prendamos el televisor y antes de horrorizarnos, observemos y reflexionemos. Partamos de la premisa de que el nuevo panorama social peruano ha incrementado un consumo de la ilusión más que de solo objetos. Veamos:
Un canal puede estar transmitiendo un programa de chismes, invadiendo inexcusablemente vidas privadas, pero el éxito en la popularidad del mismo puede revelarnos la necesidad de un público históricamente anónimo a integrar el universo de personas que son reconocidas en los medios, las distancias entre una estrella y un ciudadano de a pie parecieran haberse acortado en estos espacios televisivos.
Por otro lado, una telenovela puede ser vista como un melodrama simple, sin embargo, podríamos descubrir que su éxito radica en devolver catárticamente el protagonismo a nuestras emociones. Además, como los mitos antiguos, las telenovelas nos actualizan la eterna lucha entre el bien y el mal con la esperanza de la victoria del primero.
Los programas cómicos desde hace cinco décadas suelen ser vulgares e incluso han promovido racismo y homofobia, sin embargo, han evidenciado qué es lo que nos da risa o, lo que es lo mismo, según Freud, qué es lo que nos da miedo, aquellos sentimientos que como sociedad reprimimos y que solo pueden escapar a través del Caballo de Troya de la risa.
Finalmente podemos ver qué puede decir el popurrí de concursos juveniles donde se hace gala de habilidad deportiva más que de conocimientos. Los jóvenes se convierten en celebridades, llenan titulares en los tabloides, particularmente por sus historias románticas que parecen muy cercanas a su audiencia. Podríamos escuchar de los chicos que aman estos programas, qué es lo que disfrutan más al consumirlos. Es posible que la separación entre grupos sociales se haya relativizado y estas nuevas estrellas no aparezcan como inalcanzables o, en todo caso, los jóvenes encuentren que sus propios dramas amorosos no son distintos a aquellos que gozan de pantalla. A su vez, como mencioné, el consumo de ilusión encaja perfectamente con la idea casi impuesta del emprendedor que todos parecen querer y que los guerreros y combatientes simbólicamente parecen encarnar.
Este zapping simbólico que acabamos de hacer no busca justificar o juzgar la calidad de los programas populares de la televisión sino entenderlos como un barómetro de nuestras ilusiones, frustraciones y esa agresividad latente que parece no abandonarnos y que tanto nos ha distanciado.
Creo, con ternura, que hay algo muy bueno de la cultura popular y es que mantiene viva una ilusión que si es bien encaminada nos lleva a buen puerto. Bailemos con nuestra sociedad este baile, como debe ser: mirándonos a los ojos y sonriendo al ritmo de la popular canción de Chacalón que bien reza “Junto a ti mi amor feliz seré”
* Antropólogo y profesor de la PUCP
Fuente: El Comercio / Lima, 30 de abril de 2016