Sandro Venturo Schultz | EDUCACCIÓN
Cuando suceden graves crisis políticas, que dan cuenta de otras crisis más profundas, resulta inevitable preguntar sobre el desempeño del sistema educativo en la formación de la ciudadanía.
Generalmente las mentes más antiguas reclaman por la necesidad de recuperar los cursos de educación cívica. Otros piden educar en valores. Y están quienes rememoran los beneficios de la educación premilitar. Ante el desamparo que nos traen los temporales democráticos, esos que cuestionan las bases de nuestra comunidad nacional, no es extraño que algunos vuelvan a la idea de que en el pasado todo fue mejor, por lo menos mejor que ahora.
Todos estos pedidos son, sin embargo, ingenuos. Se cree que llevar cursos sobre valores o sobre símbolos patrios sería suficiente para que los estudiantes transformen sus “malas” costumbres cívicas, las mismas que aprenden precisamente en la escuela y en su familia y comunidad. Se cree que disciplinar a la gente a través de las rutinas militares puede generar, por fin, el orden democrático no hemos logrado en dos siglos. Por supuesto que el sistema educativo es fundamental en la formación de los ciudadanos, pero su papel tiene poco que ver con los cursos de educación cívica o las escuelas castrenses.
Nuestra cultura política tiene perfil autoritario e informal. Vamos a los hechos (y no solo a las ideas). Los partidos políticos funcionan como remedos institucionales y son dependientes del caudillo de turno. La ley se aplica según las circunstancias y pocas instituciones pueden mostrar que sobreviven a los vaivenes de los grupos de interés que las impulsan. Nuestra democracia se realiza bajo dinámicas presidencialistas y el presidencialismo es efímero. Nos caracterizan las relaciones teñidas por la desconfianza social y el menosprecio por el bien común. En suma, funcionamos mal. Por eso nuestra sociedad nacional nos parece inviable, a pesar de que nuestras microsolidaridades son fuertes y nuestras energías familiares, invencibles.
Cuando digo “cultura política”, entonces, no me refiero al universo de conocimientos relacionados a la Constitución y sus instituciones, sino a aquello que define la realidad, esto es, a la forma cómo hacemos las cosas en nuestra república, en nuestra comunidad política nacional de todos los días.
Trabajar en la (con)formación de nuestra cultura política implica transformar las prácticas institucionales: la gestion de los recursos comunes, la delegación y el cumplimiento de las tareas colectivas, las relaciones de poder entre mandatarios y soberanos, en suma, la forma en que realizamos nuestras prácticas políticas.
Y esta inmensa tarea no puede ser responsabilidad exclusiva del aula. El juego de la democracia se aprende jugándolo, ejerciéndolo y, luego, reflexionando sobre esa experiencia, de tal forma que vayamos ajustando nuestras prácticas cotidianas y extraordinarias, según el desafiante equilibrio que nos proponen valores como la justicia, la igualdad y la libertad.
Y esto no puede ser responsabilidad solo del aula porque se pone en juego en toda la escuela, en la forma que los estudiantes aprenden que se dan las cosas entre todos los actores relevantes de esta institución: directivos, funcionarios, docentes, estudiantes, padres y madres de familia. Y no puede ser responsabilidad solo de la escuela porque, también, se pone en juego en la familia y la comunidad, que son los espacios primarios donde comprendemos cómo se ejercen los liderazgos, cómo se negocia adecuadamente, cómo se dialoga virtuosamente. Y no puede ser responsabilidad solo de la escuela, la familia y la comunidad inmediata sino, también, de los líderes civiles y políticos, de todos aquellos que hacen docencia con sus formas de proceder y, más acá de las leyes y las normas, muestran qué es lo deseable (o indeseable) para nuestra sociedad.
A esta altura se entenderá por qué digo que resulta ingenuo pensar que podremos vencer a la corrupción y al autocratismo, y consolidar nuestros sistema democrático, con el dictado de cursos o sistemas como la instrucción premilitar.
Por supuesto que la escuela puede y debe contribuir de forma decisiva a este desafío, no sólo desde el aula-crítica, sino también, desde sus propias prácticas institucionales. Aprendemos por imitación. Aprendemos estimulados por incentivos y castigos. Aprendemos cuando somos capaces de reflexionar sobre las implicancias y las consecuencias de nuestras conductas, personales y colectivas.
Cuando discutimos acerca de la sociedad educadora estamos hablando precisamente de todo esto. Y aquí, en este universo problemático, la escuela debería ser la gran mediadora de esta cotidiana épica colectiva.
Lima, 10 de junio de 2021