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Edición 50

Aprender: carrera de obstáculos

Una política de mejora de los aprendizajes no puede desplegar acciones de manera ciega. Hay que admitirlo: nadamos contra la corriente y tendremos que prepararnos para lograr una proeza

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Luis Guerrero Ortiz | EDUCACCIÓN

Imagine usted que una mañana cualquiera entra a un aula cualquiera de una escuela pública cualquiera y se detiene un rato a observar la clase. Usted se encuentra entonces con una maestra alegre y cordial, que no deja de hablar casi nunca. De tanto en tanto, se le escucha hacer preguntas que sus alumnos se esfuerzan por responder levantando los ojos al cielo. Cuando les propone una tarea, pone mucho empeño en decirles al detalle qué deben hacer y cómo. Corrige además con prontitud sus palabras o movimientos cada vez que detecta el más leve error. Ahora suena el timbre del recreo. Suponga usted que se acerca a preguntarle por qué no los deja participar con más autonomía. Imagine ahora que ella le responde que no lo hace porque eso no solo le tomaría más tiempo, sino que podría llevar la clase por otro rumbo, arruinándole lo que ya tenía planificado.

Este pequeño ejercicio de imaginación, en realidad, no describe una ficción. Según un estudio efectuado por el Ministerio de Educación el 2018, cuyo diseño recibió en su momento el apoyo técnico del Proyecto FORGE[1], esta misma escena ocurre de verdad en el 87,4% de escuelas a nivel nacional. Usted recordará que el involucramiento activo de los estudiantes en la clase es una recomendación que se viene escuchando desde hace más de veinte años. Pero fíjese que, según este estudio, solo en el 12,6% de instituciones educativas del país los docentes fomentan la participación activa de los estudiantes en la sesión y se esfuerzan de alguna manera por tomar en cuenta lo que más les interesa.

Nos hemos convencido de que poner en marcha un currículo supone dar indicaciones muy prácticas a los maestros sobre lo que tienen que hacer en el aula para enseñar algo. Hemos creído que no hay necesidad de persuadirlos sobre el por qué ni el para qué de lo que se les pide, pues basta con indicarles qué deben hacer primero y qué deben hacer después. Casi todo lo que les proponemos son actividades didácticas que señalan paso a paso lo que toca hacer cada minuto. Curiosamente, casi todas ellas coinciden en una cosa: la necesidad de hacer participar a los estudiantes, de estimular su reflexión y su capacidad de pensar críticamente. También insisten en la importancia de ofrecerles retroalimentaciones oportunas, que les que ayuden a descubrir por sí mismos las razones de sus aciertos y sus equivocaciones. Y hemos creído también que, a fuerza de repetírselo, exigírselo o normarlo, tales prácticas ya forman parte de las rutinas pedagógicas en todas las escuelas. Qué pena. La realidad es otra.

Pensar

Por ejemplo, a muchos nos es obvio que aprender a actuar de manera competente, eje del currículo escolar, supone saber actuar reflexivamente. Y es que, claro, se debe usar la cabeza para analizar las situaciones que toca enfrentar, las posibilidades más convenientes de respuesta, los conocimientos y habilidades que nos pueden ser más útiles. Es decir, hay que pensar todo el tiempo. Pues bien, el estudio también reveló que solo en el 10,5% de escuelas se hacía eso. Por el contrario, se encontró que en el 89,5% de los casos, los profesores proponen actividades en la que los estudiantes se limitan a seguir procedimientos rutinarios, sin ser retados a emplearlos en situaciones nuevas. Les hacen preguntas cerradas, no se detienen a profundizar en sus respuestas ni dan oportunidad para el análisis y la reflexión. En general, los docentes prefieren economizar tiempo y limitarse a fomentar la memorización de datos. Igual como se hacía antes del gobierno del General Odría.

Retroalimentar

Dice la letra de un viejo tango que veinte años no es nada. Carlos Gardel tenía razón. Desde hace no menos de dos décadas se insiste en la importancia de la retroalimentación del profesor a sus estudiantes. ¿De qué se trata esto? La idea es simple: el alumno necesita escuchar a su docente explicarle en qué acertó, en qué no y por qué, cuando realiza una determinada tarea, pues el 05 o el 18 en su libreta no le dice nada específico sobre las razones de su buen o mal desempeño. Hay investigaciones que han demostrado cómo una buena retroalimentación del docente puede hacer la diferencia entre el desastre o la gloria a la hora de evaluar al estudiante. El estudio comprobó, sin embargo, que solo el 8,2% de docentes hace esto. En el 91,8% de escuelas, los profesores se dirigen a los chicos ofreciéndole la respuesta correcta en vez de provocar alguna reflexión sobre su trabajo. Los docentes aducen que es mejor responder de manera directa a sus dudas porque así ahorran tiempo. En cambio, darles oportunidades para pensar los perjudica, porque retrasa la programación.

Monitorear

Otra verdad del tamaño de una catedral, respaldada por la investigación, es que en toda escuela donde el director entra a las aulas a apoyar y orientar el trabajo pedagógico de sus profesores, los rendimientos mejoran. Es la razón por la que, en los últimos años, el Estado ha invertido mucho en formarlos como líderes pedagógicos. La buena noticia, según el estudio referido, es que en la mayoría de las escuelas los directivos cuentan con un plan de monitoreo de las prácticas pedagógicas de sus docentes. La mala, es que solo en el 32,5% de los casos son capaces de explicar cuáles son las fortalezas y las debilidades en la enseñanza que se imparte en sus instituciones. Si no pueden responder a esa sencilla pregunta, problema que se observa en el 67,5% de los casos, es porque los directores hacen un monitoreo muy superficial y solo para que nadie los acuse de no cumplir la norma. El estudio constató que, en verdad, no recogen información que ayude a los docentes a mejorar sus prácticas.

Colaborar

Otra cosa que se sabe a ciencia cierta desde hace mucho, es que una escuela donde los aprendizajes mejoran sostenidamente, es una escuela donde sus docentes forman una comunidad profesional que autoevalúa continuamente su propio trabajo profesional. Una comunidad que, además, comparte los mismos propósitos de mejora y cuyos miembros colaboran entre sí para lograrlos. Lamentablemente, según este estudio, en la mayoría de escuelas (73%), pese a que existe una relación en general respetuosa entre directivos y docentes, no se promueve el trabajo colaborativo ni existe una visión compartida por todo el personal. Los directores, atrapados en labores administrativas rutinarias, tampoco ejercen liderazgo pedagógico, ni chequean el cumplimiento de las metas acordadas en su propio Plan de Trabajo.

Dos preguntas caen de maduras. Primero, después de 23 años del gran viraje en el tipo de aprendizajes asignados al sistema escolar y de tantos esfuerzos invertidos, ¿qué hemos hecho mal? Para que hasta ahora no se haya producido la necesaria reingeniería del modelo de enseñanza en las escuelas, hay una manera de hacer las cosas que no ha funcionado. Segundo, ¿por qué insistimos en decirles –u ordenarles- a los docentes qué deben hacer, minuto a minuto, en su aula, desde que entran hasta que se despiden, sin preguntarnos cuál es la razón por la que dejan de hacerlo cuando no los vemos?

Se me ocurre ahora una tercera pregunta. El Monitoreo de Prácticas Escolares también ha identificado un porcentaje minoritario pero real de escuelas y docentes que sí involucran a sus alumnos en las clases, que estimulan continuamente su reflexión, que saben propiciar un autoanálisis crítico de su propio desempeño y donde los docentes reciben apoyo pedagógico de sus directivos. Entonces, ¿por qué no hemos viralizado videos que exhiban esas buenas prácticas, ni hemos llevado por todo el país a esos maestros, para que expliquen y demuestren a propios y extraños que sí se puede?

Una política de mejora de los aprendizajes no puede desplegar acciones de manera ciega. Hay que admitirlo, aunque nos cueste más: nadamos contra la corriente. Si no nos detenemos a mirar las enormes barreras que debemos superar ni las buenas oportunidades que tenemos para avanzar, nos seguiremos mordiendo la cola por veinte años más. Pero si abrimos los ojos a estos datos, tendremos que prepararnos para una proeza. Mejorar aprendizajes es lo más parecido a un Spartan Race, la carrera de obstáculos más grande del mundo, esa donde no se trata solo de llegar sino de sobrevivir.

Lima, 30 de marzo de 2019

NOTA

[1] El Monitoreo de Prácticas Escolares (MPE), es una herramienta de la Oficina de Seguimiento y Evaluación Estratégica (OSEE) del Minedu. Se realizó en 990 instituciones educativas públicas y fueron 4,133 los docentes observados. Se monitorearon indicadores en tres dimensiones: enseñanza y aprendizaje; clima escolar; liderazgo y gestión escolar; y se observa a docentes de Matemática, Comunicación, CTA, HGE y Personal Social. Disponible en: http://tinyurl.com/y4hwdhzc

Luis Guerrero Ortiz
Docente, graduado en la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP), con estudios completos de maestría en Política Educativa en la Universidad Alberto Hurtado de Chile, y posgrados en Terapia Familiar Sistémica (IFASIL), Periodismo Narrativo y Escritura Creativa (Escuela de Periodismo Portátil de Buenos Aires). Ha sido profesor principal en el Instituto para la Calidad de la PUCP y consultor de UNESCO en políticas de formación docente. Socio fundador de ENACCION y de Foro Educativo. Ha sido consultor de GRADE (Proyecto FORGE) y asesor pedagógico en el Ministerio de Educación (Despacho del Ministro) entre el 2001-2002 y el 2010-2013. Ha sido asesor en la Oficina de Educación de UNICEF y el Consejo Nacional de Educación; profesor principal de la Escuela de Directores y Gestión Educativa de IPAE; ha sido docente de posgrado en la Universidad Católica y en la Universidad Antonio Ruiz de Montoya. Es miembro del Consejo Consultivo de Enseña Perú. Escribe ficción en su blog El río de Parménides.