Luis Guerrero Ortiz / para EDUCACCIÓN
Enfocarse sólo en los indicadores de una capacidad a la hora de planificar y evaluar competencias, es la forma más eficaz de impedir que se aprendan
Dicen los especialistas que un buen arroz con leche se reconoce porque su contextura es cremosa, se siente el sabor de la leche y la canela, el arroz está suave al paladar y es moderadamente dulce. Los ingredientes pueden variar porque no existe una sola receta, pero en esencia diríamos que son los siguientes: 1 litro de leche entera, 150 gramos de azúcar, 250 gramos de arroz redondo, 50 gramos de mantequilla, un par de ramas de canela, una piel de limón y canela en polvo para decorar. Ahora bien, la cáscara de limón en particular, no puede ser cualquiera ni agregarse de cualquier modo. Necesita provenir de un limón que está maduro y tenga color amarillo, sólo puede utilizarse la parte exterior, es preferible que se extraiga con un cuchillo bien afilado y que se agregue a la olla cuando la leche está caliente.
Pensemos ahora en una de las competencias del área de ciencia y ambiente: indaga mediante métodos científicos. En este caso, también hay una forma de reconocer cuándo un estudiante lo ha hecho bien: luego de formular preguntas e hipótesis para hallar las causas de un fenómeno, propone estrategias para generar una situación controlada que evidencie cambios en una variable a causa de otra, estableciendo relaciones entre los datos, interpretándolos y contrastándolos con información confiable, para finalmente comunicar la relación entre lo cuestionado, registrado y concluido, evaluando sus conclusiones y procedimientos. Eso es lo que tendríamos que observar para saber si está haciendo una indagación de manera competente.
Los «ingredientes» o capacidades de esta competencia son cinco: problematiza situaciones, diseña estrategias para hacer una indagación, genera y registra datos e información, analiza datos o información, evalúa y comunica. Ahora bien, si nos detenemos por un momento sólo en la capacidad «problematiza situaciones», habría que advertir también que no se puede hacer de cualquier manera. Problematizar situaciones requiere formular preguntas que involucran a los factores observables, proponer posibles explicaciones y establecer relaciones, distinguir las variables dependiente e independiente y las intervinientes, así como formular hipótesis considerando la relación entre las variables.
Si la competencia de indagación fuera un arroz con leche, la manera de reconocer si está bien hecho sería mirando los estándares que proponen los Mapas de Progreso. Allí diría, por ejemplo, que observemos si resultó cremoso, suave y sabroso. Si quisiéramos más bien saber cómo reconocer que uno de sus «ingredientes» está adecuadamente empleado, como en el caso del limón o la problematización de situaciones, tendríamos que cotejarlos con las matrices de indicadores que proponen las Rutas de Aprendizaje.
En efecto, los estándares que proponen los Mapas sirven para evaluar la competencia y ese es el resultado principal que debe ser logrado. A nosotros no nos están pidiendo que aprendamos a disolver bien el azúcar antes de echarla a la olla, a escurrir el arroz o a extraer la piel de un limón maduro. Nos están pidiendo un arroz con leche y todo lo anterior sólo es el camino de preparación para ese resultado. Que cada «ingrediente» o capacidad satisfaga ciertos indicadores está bien, es necesario, pero no basta. La clave del resultado no está sólo en la calidad de sus componentes sino, sobre todo, en su combinación. Es así de lógico y así de simple.
La «planificación en cascada» o cómo destruir el enfoque curricular
Escuché hace poco a unos maestros repetir un concepto que se les había explicado en un taller de capacitación: la planificación en cascada. Con esta frase lo que querían decirles es que había tres niveles de planificación: la anual, donde se programan las competencias; las Unidades de Aprendizaje, donde se programan las capacidades de esas competencias; y las Sesiones de Aprendizaje, donde se programan los indicadores. Esa sería la cascada, pues va bajando de lo general a lo particular, de lo grande a lo pequeño.
En otras palabras, el mensaje que estaban recibiendo era que, en términos prácticos, lo que el profesor debía enseñar en el día a día y, por lo tanto, evaluar, eran los indicadores. ¿Y la competencia? pues allí quedaba anotada en el papel de la planificación anual, como el gran sombrero, el gran título de un capítulo, el nombre de una categoría organizadora, pero sin utilidad operativa.
Esto equivale a decir, miren profesores, ustedes pongan en su programación anual que van a hacer un arroz con leche. En sus Unidades de Aprendizaje digan que van a enseñar a añadir una piel de limón a una cacerola de leche caliente. Y en sus sesiones programen más bien cómo escoger un limón maduro, la forma de elegir un cuchillo adecuado o el modo de diferenciar la parte interna de la externa de la cáscara. En otra Sesión de Aprendizaje podrán enseñar las clases de arroz, las diferencias entre arroz redondo y arroz largo, las propiedades del almidón que contiene el arroz y la forma de utilizar al agua para sacárselo, etc.
No es difícil darse cuenta que de este modo los alumnos jamás aprenderán a hacer un arroz con leche. Pero los resultados de la evaluación dirán que sí, porque ustedes habrán evaluado el logro de los indicadores y habrán comprobado que todos los chicos saben distinguir muy bien la canela del clavo de olor, la mantequilla de la margarina y el limón verde del maduro.
Planificar y evaluar enfocándose en competencias
En el círculo de los expertos, hoy todos están de acuerdo en que planificación y evaluación son dos caras de la misma moneda. Es decir, que se tienen que pensar juntas necesariamente, pues desde el momento en que decido qué, a quién y cómo enseñar, debo decidir también de qué modo voy a comprobar si tuve o no éxito en lo que me propuse que aprendan. Esto significa que debo tener claro qué oportunidades puedo diseñar para que los estudiantes vayan demostrando progresos en la competencia esperada, a través de qué estándares voy a evaluarla y qué indicadores me van a permitir verificar el logro de las capacidades más necesarias para el logro de esa competencia.
Si quiero que mis estudiantes, por ejemplo, aprendan a indagar usando el método científico, eso es lo que deben hacer varias veces al año y tales oportunidades deberán figurar en mis Unidades de Aprendizaje. Si no es así, ¿en qué momento van a realizar indagaciones que les exijan poner a prueba las cinco capacidades que la componen? No me digan que primero deben aprenderse bien las capacidades para que al final las apliquen. Si así funcionáramos los seres humanos jamás aprenderíamos a hablar, porque tendríamos que aprendernos primero la gramática de nuestro idioma materno; jamás compraríamos un celular si no recibimos clases previas de electrónica y nanotecnología; jamás freiríamos un huevo si no aprendiéramos antes cómo es que la albúmina de la clara de huevo se desnaturaliza con el calor y en qué consiste la reacción química de oxidación violenta que se produce.
Y será tan obvio suponer que cada experiencia de indagación deberá ser mejor que las anteriores, como imaginar las ollas de arroz con leche que los chicos podrían quemar, aguar o edulcorar en exceso antes de que les salga cremoso, suave y sabroso. Pero si nunca ensayan las combinaciones y se limitan a aprender lo más concreto y particular, certificar que lograron la competencia sólo porque sacaron la nota más alta en los indicadores de cada capacidad, será una elegante forma de estafarlos, a ellos, a sus padres y al país. Autoengaño que quedará al descubierto en la próxima prueba PISA en que participemos.
Es verdad que la competencia debe quedar plenamente lograda al final del ciclo. Pero sería tan absurdo ocuparse de la competencia recién al cabo de dos años, como poner a los alumnos a preparar arroz con leche por primera vez, 12 ó 24 meses después de haber empezado a enseñarles. Los estudiantes necesitan oportunidades continuas para poner a prueba sus avances en el logro de la competencia y eso tiene que estar expresado en las Unidades y Sesiones de Aprendizaje. Entre ensayo y ensayo, naturalmente, deberán tener ocasiones para trabajar en los «ingredientes», es decir, para desarrollar capacidades específicas, sobre todo aquellas en las que van mostrando mayores dificultades.
Esto es muy diferente a pensar que la expresión más concreta de la competencia es el indicador de una capacidad, algo tan ilógico como suponer que la expresión más concreta de un auto es una llanta o sus faros delanteros. Por esta razón es que el foco principal de la planificación de corto y largo plazo deben ser siempre las competencias. El concepto de «cascada» no corresponde al enfoque, más bien lo desvirtúa y nos retrocede a la época de la fragmentación curricular en que se decía que la suma de contenidos conceptuales, actitudinales y procedimentales equivalía al logro de la competencia, un desatino del que se está de regreso en la comunidad educativa internacional desde hace años.
Desarrollar y evaluar competencias a lo largo de un proceso
Hay que tener en cuenta que evaluar capacidades requiere procedimientos bastante más específicos, pues colocar la mirada en los indicadores es hacerlo en aspectos sumamente concretos. No es lo mismo aprender a diseñar una tabla de doble entrada con datos cuantitativos recogidos en el marco de un proyecto de investigación, que construir una explicación a un fenómeno relacionando e interpretando todos los aspectos recogidos en esa herramienta.
La evaluación de las competencias es más exigente y necesita recoger evidencias a lo largo de un proceso, a través de instrumentos algo más complejos, como los portafolios. En cada intento –de los muchos que se requiere- los alumnos pueden tener altibajos, pero sólo el reto de poner a prueba sus posibilidades de combinación de las capacidades que van aprendiendo, una vez y otra vez, hará posible que avancen realmente en dirección a la competencia.
Así como no se puede aprender a hacer arroz con leche fuera de la cocina, contemplando un álbum de fotografías, las competencias tampoco se aprenden de cualquier manera. Felizmente, no hay ciencia oculta en esto. Los Proyectos Pedagógicos, el Aprendizaje Basado en Problemas, el Estudio de Casos, son sólo algunas de las estrategias comprobadamente más eficaces para retar a los estudiantes a desplegar un conjunto de capacidades en el afán de construir una respuesta.
Emplear estas estrategias pedagógicas, sin embargo, no se reduce a aprender a planificar desde la lógica de cada una de ellas, como siempre se ha creído en nuestro medio. Es un grave error seguir pensando que la pedagogía puede resumirse en un formulario de planificación y que la enseñanza consiste simplemente en el acto mecánico de aplicarlo tal cual. Es esta mala costumbre, de la que no logramos despegarnos, lo que ha llevado a algunos a dudar si la docencia es realmente una profesión o un oficio.
El uso de estrategias interactivas como esas exige más bien desarrollar habilidades para conducir el proceso durante un largo periodo, así como para sacarle el máximo provecho posible a cada una de sus fases en beneficio de los aprendizajes. Exige asimismo desarrollar capacidades para registrar evidencias y evaluarlas a lo largo del camino. Nada de eso se logra llenando un formato.
Algunas conclusiones y desafíos
En el estudio sobre evaluación pedagógica en escuelas primarias que dirigió Pedro Ravela en ocho países latinoamericanos [1], se encontró en una mayoría de casos que la enseñanza estaba centrada en tareas simples y descontextualizadas, que no requerían hacer uso del conocimiento en situaciones concretas. Predominaban los aprendizajes mecánicos y memorísticos, no dejando lugar a retroalimentaciones que inviten a los alumnos a reflexionar sobre su propia experiencia. Tampoco se halló rastros de una evaluación formativa, pues a toda actividad y tarea se le ponía una nota para ser promediada después, así sean de naturaleza tan distinta como el aseo personal y la habilidad matemática de representación y simbolización.
Si lo que esta investigación revela es la enorme dificultad de los maestros para planificar sus clases en términos de desempeños a lograr y no de «temas a tratar»; así como para diseñar tareas complejas que exijan utilizar capacidades (conocimientos, habilidades, procedimientos) para resolver situaciones realistas y desafiantes, comprenderán que una «planificación en cascada» equivale a llover sobre mojado.
Si ignoramos la cultura evaluativa que predomina en las escuelas, un enfoque de planificación como ese induce a circunscribirse a lo más aislado y pequeño, es decir, nos lleva a evaluar únicamente –si regresamos al ejemplo de la competencia de indagación- si los alumnos saben distinguir los tipos de variables, formular preguntas, hacer descripciones o seleccionar una unidad de medida. No si son capaces de hacer una indagación con el método científico en la forma que se describe en los mapas de progreso.
Insistimos, si se trata de desarrollar competencias, los estudiantes necesitan oportunidades reiteradas para ponerlas a prueba, y los docentes aprender a ir registrando sus progresos todo el tiempo. Nadie discute que el aprendizaje de las capacidades sea indispensable, pero sólo como requisito para lograr la competencia, no como fin en sí mismo. ¿Los indicadores me ayudan? Claro que sí, a verificar si la capacidad se ha logrado, pero por favor, aún si así fuera todavía falta lo mejor: saber si los alumnos saben usarla, junto a otras, para resolver competentemente una situación retadora. Nunca lo olvidemos: nos interesa llegar al arroz con leche, no sólo a la canela, el azúcar o el limón. Buen provecho.
Lima, 28 de junio de 2015
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[1] El proyecto de investigación «La evaluación de aprendizajes en las aulas de primaria en América Latina. Enfoques y prácticas», fue realizado entre enero de 2008 y abril de 2009 desde el Instituto de Evaluación Educativa de la Universidad Católica del Uruguay.