Luis Guerrero Ortiz | EDUCACCIÓN
A un profesor lo obligan a planificar sesiones tan minuciosamente desarrolladas, que para realizarlas tendría que invertir cuatro horas, pero le piden que no se pase de los 90 minutos. A otra docente su directora le exige que las competencias que se programen para un trimestre, no deben volver a ser incluidas en los siguientes, porque así se avanza más rápido y se cumple con los plazos de la programación. A una maestra de educación inicial le han prohibido incluir procesos didácticos en su programación, pues en ese nivel, le han dicho, los niños solo deben jugar en los rincones. Una profesora ha hecho un proyecto de ciencias con sus niños de segundo grado, pero después que cada grupo hizo los almácigos planificados, los botó a la basura porque llamaban muchos mosquitos, pero luego les ha pedido que llenen una ficha de observación en base a lo que recordaban. Un maestro de una escuela EIB ha realizado una siembra de papa con sus alumnos, con el objetivo de que se identifiquen con sus saberes ancestrales, pero ha sido cuestionado por la UGEL. Varios profesores admiten que tienen grupos constituidos en sus aulas, pero que les han prohibido hablar entre sí para que no hagan bulla.
Casos como estos, que podríamos seguir inventariando, nos abren una ventana a lo que está pasando en las aulas, aquí y ahora. Lo que debiera llamarnos la atención no son solo las prácticas que se describen, sino las creencias y valores que las explican, las justifican y sostienen más allá, y que son inmunes a cualquier capacitación. Por ejemplo, el valor del plazo y el cumplimiento del programa, por encima del valor de los aprendizajes efectivos. La subestimación de los niños o la idea de que un proceso didáctico estructurado debe aplicarse al pie de la letra para que sea correcto. El valor del orden por encima del de la experimentación y el descubrimiento. El valor del hacer por el hacer, por encima de la reflexión crítica y la comprensión de la complejidad de una experiencia. El valor del silencio sobre el de la comunicación y el de la palabra ilustrada del maestro sobre la del estudiante. ¿Qué hacer frente a esto?
Desde la perspectiva de la formación, se podría llenar una copiosa agenda de temas y habilidades por desarrollar, sobre el currículo y sobre la naturaleza de los procesos pedagógicos requeridos para desarrollar competencias. Desde la perspectiva de la gestión directiva, emerge como problema las comprensiones tan heterogéneas que coexisten en una misma institución educativa respecto a los aprendizajes a lograrse y al tipo de enseñanza que los hace viables. Ayudar a los docentes a separar el trigo de la paja sería la tarea de un director líder, pero supone naturalmente que él mismo tenga clara la diferencia.
Ahora bien, desde la perspectiva de la asistencia técnica, ¿qué tocaría hacer?
Como buenos herederos de una tradición cartesiana, nos ha parecido siempre natural abordar los desafíos de la implementación curricular partiendo de la teoría, es decir, recordando a los maestros y directores cuáles son los enfoques y conceptos matrices que sustentan el currículo y las pedagogías constructivistas. Como somos, además, pragmáticos y nos gustan los atajos para que todo se haga rápido, elegimos hacer capacitaciones en cascada, en la que transmitimos de boca en boca los grandes marcos conceptuales y, a la vez, las recetas didácticas más específicas para enseñar lo que pide el currículo. Nos hemos pasado haciendo esto 24 años en el país, sin poder torcerle el brazo a las creencias que sostienen estas prácticas contradictorias, pero igual insistimos. Así, hemos convertido la palabra «asistencia técnica» en sinónimo de «capacitación».
Quién no se ha tropezado alguna vez con médicos que nos recetan antibióticos de amplio espectro, de esos que matan toda clase de bichos, para probar si el cañonazo nos cura. Pero, ¿qué pasa si el bicho es resistente? Por eso también hay médicos que nos piden análisis clínicos previos, para saber exactamente qué es lo que está provocando nuestro mal y poder elegir la alternativa más ajustada al diagnóstico. Esa es la diferencia entre abordar un problema sin preguntarnos por qué, y hacerlo averiguando primero las causas.
¿Qué aprendizajes son los que el currículo actual demanda a los estudiantes? ¿Qué condiciones se necesita para que estos aprendizajes puedan lograrse de manera eficaz? Las respuestas a ambas preguntas deberían estar meridianamente claras en la mente del directivo, del formador y del que presta asistencia técnica. Es desde esta comprensión básica que podemos identificar qué está trabando en las aulas la posibilidad de enseñar del modo que requiere el currículo para que los estudiantes logren competencias. Una vez mapeadas las prácticas no deseadas y el sistema de creencias que le dan soporte, podemos decidir mejor cómo ayudar, entrando en diálogo con la forma de razonar de los docentes y con las premisas de su razonamiento.
Hay hábitos erróneos que parten de una confusión. Por ejemplo, anteponer la prisa por cumplir el programa a las necesidades de los estudiantes. En un currículo por objetivos, los contenidos se dosifican secuencialmente y no se repiten al siguiente bimestre. En un currículo por competencias, el estudiante tiene dos años, que es lo que dura un ciclo escolar, para madurar el desarrollo de una competencia, por lo que las oportunidades para aprenderla deben ser recurrentes. Pero hacer lo segundo no solo supone acuerdos en la Institución Educativa y con las UGEL, para evitar presiones en sentido contrario, sino sobre todo un cambio de perspectiva en la enseñanza. El docente debe dejar de enfocarse en sí mismo para empezar a hacerlo en los alumnos, lo cual, además, le abrirá los ojos a la heterogeneidad del aula. En ese caso, si a pesar de la «cascada» o la supervisión, el docente continúa priorizando sus plazos, pueda que no sea por rebeldía o incomprensión, sino por limitaciones objetivas para enseñar de modo distinto.
Hay prácticas no deseadas que son producto de la desinformación o de deficiencias en la formación profesional. El docente que desarrolla un proyecto de siembra de papas con sus estudiantes, quizás recibe objeciones no porque sea una actividad inapropiada sino por estar incompleta. La actividad puede ser una experiencia valiosa por sus connotaciones culturales, pero es también una oportunidad magnífica para desarrollar competencias, por ejemplo, en las áreas de ciencias, comunicación y matemática. Si no hay un tratamiento didáctico de la actividad en ese sentido, la experiencia se queda en un ámbito valórico muy general y pierde sentido pedagógico. Ahora, ¿el docente no lo hace porque no maneja metodologías inductivas, o porque cree que la experiencia vale por sí misma? Una vez más, si no tenemos respuestas a la pregunta ¿por qué?, indicarle qué es lo que debe hacer no lo hará cambiar necesariamente.
Llegar a los profesores para decirles de frente cómo enseñar luce muy práctico y tiene la ventaja de que podemos llegar a cualquier región y escuela del país con el mismo discurso. Eso, sin embargo, no garantiza cambios ni mejoras, porque estamos superponiendo información técnica sobre prácticas que se asientan en premisas diferentes a las nuestras. No se produce un diálogo entre dos racionalidades distintas ni una negociación con las posibilidades de los docentes, y nuestros planteamientos se reciben como una orden.
Inventariar lo bueno, lo malo y lo borroso que hay en las prácticas de los maestros que tratan de implementar el currículo en un determinado territorio, es lo primero que necesitamos hacer para poder efectuar gestión pedagógica desde la dirección de las instituciones educativas y para hacer acompañamiento pedagógico, pero también para ofrecer asistencia técnica a los especialistas locales y regionales del sector.
No podemos ofrecer ayuda a ciegas, a nadie ni en ningún terreno. Si quisiéramos mediar en una pelea entre dos personas, hablarles de las bondades de la amistad no serviría de mucho, si no averiguamos primero las causas de sus diferencias y les ayudamos a visualizar alternativas mejores que la agresión para esa desavenencia específica.
El currículo que hoy tenemos en la educación escolar, sigue la misma lógica de los currículos reformados de hace dos décadas en diversas partes del mundo. Ya no se trata de aprender a recordar información sino de aprender a discernirla críticamente y a utilizarla para producir conocimientos que resuelvan problemas. Eso supone rupturas muy fuertes con nuestras viejas tradiciones pedagógicas y las teorías del conocimiento que las sustentan. Desaprender aquello que nos ha dado identidad como docentes por casi tres siglos no se resuelve en un taller, menos aún si es el último tramo de una cascada que en su trayecto ha ido torciendo los mensajes.
Hacer viable el currículo, como se ha dicho tantas veces, requiere voluntad, deseo, compromiso, ganas, en primer lugar. Ganas de salir de la zona de confort y de hacer más compleja la labor pedagógica, convencidos de que vale la pena y de que no hay otro camino posible. Pero requiere también capacidad. En este caso, habilidades que suponen entrenamiento continuo y no solo una demostración simulada en un taller de seis horas. Y requiere asimismo determinadas condiciones objetivas, cuya existencia debemos verificar en cada institución educativa para saber si las personas pueden hacer lo que esperamos que hagan.
Es por estas razones que la asistencia técnica para la implementación curricular no puede estandarizarse. Cada región, cada territorio, cada Institución Educativa, puede tener dificultades comunes y también particularidades o presentar debilidades y fortalezas en proporciones diferentes. Un reciente informe del Monitoreo de Prácticas Escolares que realiza la Oficina de Seguimiento y Evaluación Estratégica (OSEE) del Ministerio de Educación, ya ha constatado, por ejemplo, que una gran mayoría de docentes prefiere no responder las preguntas de los estudiantes para no retrasar la clase. Una vez más, el mismo argumento: el tiempo. Por su parte, un estudio de la UMC publicado el 2016 reveló que los bajos rendimientos en matemática responden a una enseñanza mecánica e irreflexiva que, además, afecta la autoestima de los estudiantes y en particular de las niñas. El 2012, un estudio sobre el uso del tiempo efectuado por GRADE a pedido del Ministerio de Educación, reveló que la mayor parte del tiempo efectivo de clases que invierte la mayoría de docentes, se usa en escribir la pizarra o en hacer dictados. ¿Cuánto de esto hay en las regiones e instituciones que nos toca visitar?
Desde inicios de los años 2,000 se han acumulado investigaciones que nos abren más y más ventanas a lo que está pasando al interior de las aulas y que dejan ver las graves confusiones que sobreviven a todas las capacitaciones oficiales. También revelan que hay luces. Es decir, hay buenas prácticas y esfuerzos meritorios de maestros que, por muy modestos que fuesen, nos muestran que el cambio es posible. En este contexto, cae por su propio peso que los planes y estrategias de Asistencia Técnica no pueden ser los mismos para cada región, localidad y territorio. Y que el personal que presta este servicio, tendría que prepararse para responder a cada necesidad y posibilidad detectada en vez de llegar a todos con los mismos planteamientos.
Nadie dijo que sería fácil, pero es lo que nos toca hacer.
Lima, 19 de julio de 2019