Patricia Andrade | EDUCACCIÓN
Allá por el 2010-2011, mientras trabajaba en un lindo proyecto en escuelas ubicadas en áreas rurales, llegué a un taller con docentes en el que se quería abordar el enfoque de género en la escuela (¡ajá!). El facilitador había puesto un ejercicio bien sencillo y revelador: escribir palabras que signifique qué es ser hombre y qué es ser mujer. La lista, en cada caso, contenía varios adjetivos, más numerosos en el caso de la mujer que del hombre. Recuerdo algunos de ellos:
Mujer: sensible, emocional, protectora, delicada, hogareña, pendiente de todo…
Hombre: seguro, firme, responsable, con carácter fuerte…
Al leer ambas listas, me quedé desconcertada. Difícilmente me identificaba con la mayoría de atributos ahí asignados a la mujer, en cambio, encajaba en la mayoría de rasgos atribuidos al hombre.
Esta anécdota vino a mi mente hace pocos días en las que, haciendo un ejercicio similar, aunque con otra finalidad, me doy de cara con atribuciones similares: hombre experimentado, conocedor, seguro… La diferencia de años entre el primer y segundo evento, así como de composición del grupo –uno conformado por docentes de escuela pública, en un distrito de pobreza extrema; otro conformado por profesionales de diversas disciplinas, bien preparados y de mente amplia- da mucho que pensar.
¿Qué hace que, pese a nuestra adhesión a un discurso renovador, en algunos sectores y círculos de diálogo persistan ciertos estereotipos sobre qué significa ser hombre o mujer? ¿Qué tiene que ver todo esto con el rechazo y resistencia feroz de algunos grupos y personas al enfoque de género y su presencia en el currículo nacional? ¿Por qué algunos padres y madres, que desean lo mejor para sus hijos, se alinean a movimientos ideológicamente conservadores?
En un supuesto ánimo conciliador, hay quienes plantean sustituir el concepto de igualdad de género por el de igualdad entre hombres y mujeres ¿Es realmente la mejor solución? ¿Da lo mismo un término que otro? Lo que esto parece revelar es que, al parecer, es difícil estar en desacuerdo con el derecho a la igualdad. Donde comienza el desacuerdo es en la palabra género. Cuando se insiste en usar la biología como única categoría ¿Qué hay detrás? ¿Qué estamos dejando de decir?
Ensayemos una explicación.
Las diferencias biológicas son objetivas. Son un mandato determinante: esto es así y no hay posibilidad de cambio o desviación, pese al hecho de que ahora la ingeniería genética y la biotecnología ha relativizado incluso esta determinación. Se supone que lo natural es predecible y controlable. Luego, reducir la condición de hombre o mujer a lo biológico –excluyendo historia, cultura y sociedad- nos hace a todos predecibles y controlables. Se es hombre o mujer de una (sola) manera, desde el principio hasta el final de los tiempos. Fin de la discusión. Quien se aleje de ese formato, llamará la atención, será mal visto y tratado como desviación, como una patología. Entonces, lo que tocaría es hacer lo imposible por corregirlo, por volverlo a encasillarlo.
Estas supuestas desviaciones van desde niñas y niños cuyos gestos y actitudes no corresponderían a su rol –chicas que juegan fútbol, se tiran al piso, se golpean entre sí o chicos especialmente cariñosos y delicados- hasta jóvenes cuya preferencia sexual es diferente a la que le estaría biológicamente predestinada. A éstos se les sanciona y rechaza, se les ataca o incluso se les mata, con la misma violencia con que se trata a la mujer que se atreve a decirle no al hombre y le hace recordar que no es un objeto de su propiedad. En una encuesta virtual realizada a 321 estudiantes entre los 14 y 17 años en 20 regiones del pais, 72% de estudiantes declara haber sufrido acoso verbal y 33% ha sido víctima de acoso físico debido a su orientación sexual. Además, el 36% de los casos reportados de bullying son por homofobia. Solo entre enero y mayo del 2018, según cifras del MIM, se han presentado 62 casos de feminicidio y 134 casos de tentativas de feminicidio en el país.
Abandonar la perspectiva de género, nos impide reconocer y entender que, sobre la base biológica, construimos a lo largo de nuestras historias sociales y personales identidades ricas y complejas, con matices y diferencias, sin por ello dejar de ser personas. Que los roles tradicionalmente asignados al hecho de ser hombre y mujer, son construcciones sociales, expresiones de una cultura patriarcal que busca perpetuar roles de dominación opuestos a una real igualdad. Roles que, en el caso de la mujer, si se mantienen, generan una escalada, que va desde la percepción fragilidad y delicadeza (algo que suele hacernos sentir bien) a la de ser dependiente, sin o con escasa autonomía, de menor valor, necesitada de protección, cuidado, control.
La única manera de superar los estereotipos es descorriendo la cortina y hablando claro de una realidad que se pretende acallar: que hay muchas maneras de ser hombre y mujer, que serlo es una construcción social, cultural y personal; que los roles y estereotipos históricamente asignados han cambiado, que lo que en una época fue visto como “normal”, hoy ya no lo es. Por ejemplo, en las primeras décadas del siglo XX, la oposición a que la mujer, al igual que los analfabetos o los menores de edad, tuvieran derecho a voto, nos dice mucho sobre la inferioridad mental atribuida a la condición femenina. Igualmente, la oposición a que participe en política se hacía argumentando que la crianza y el hogar eran su responsabilidad principal. Ya en el siglo XIX había sido motivo de polémica que las mujeres empezaran a usar pantalones en las minas de carbón de Inglaterra.
Necesitamos examinar cuánto de ideología patriarcal corre por nuestra sangre, al punto que ciertos discursos, ciertas miradas, ciertos gestos, nos incomodan por salirse del formato. Discursos y creencias que tendremos que deconstruir para recrear formas de ser y de relacionarnos con el otro. Sólo entonces podremos comenzar a abrir la puerta hacia la real igualdad.
Lo que se pierde cuando se niega hablar de género en la escuela, es la oportunidad de hablar sobre algo que chicas y chicos ven y viven cotidianamente. La posibilidad de hablar sobre sus dudas, desconciertos y temores. La oportunidad de enseñarles a las niñas que no están obligadas a aceptar lo que no quieren, que aprendan a rechazar con seguridad y en voz alta cualquier tocamiento indebido, venga de quien venga; y entender que no tienen que hacer algo para merecer ser amadas, que no son objeto de nadie, que su cuerpo es suyo. De enseñarles a defenderse del acoso y rechazar la violencia; a aceptar que no hay límites para su realización, que casarse o tener hijos no es el único proyecto de vida que puede darle satisfacciones. De enseñarles a los niños que llorar es una expresión de sentimientos a la que tienen todo el derecho, que no siempre tienen que ser los fuertes y aceptarlo todo, que la vulnerabilidad es parte de nuestra humanidad y que hombres y mujeres necesitamos aceptarlo para desde ahí, buscar la fortaleza. De enseñarles que proteger es tan bueno como ser protegido y que pedir ayuda no disminuye a nadie.
En familias donde las mujeres son educadas para atender a los hombres y a darles la mejor parte de los alimentos, ¿aprenden hombres y mujeres a cuidar y a cuidarse, a intercambiarse en el cuidado del otro, a compartir sin competir, a experimentar en los actos cotidianos que tienen realmente iguales derechos? La educación tiene la responsabilidad de enseñar a ser mejores personas, mejores ciudadanos y ciudadanas, capaces de construir una sociedad más civilizada, donde menos mujeres mueran por violencia, donde menos chicas y chicos sean víctimas de acoso o bullying debido a sus preferencias sexuales o, simplemente, a su forma de ser
Sólo desde ahí será posible formar a nuestros estudiantes como personas libres, seguras, respetuosas de la diferencia, autónomas, capaces de reconocer las amenazas y saber defenderse, de ir tan lejos como su voluntad las lleve. Es un asunto de justicia, un asunto de vida, un asunto de igualdad.
Lima, 05 de julio de 2018