Maribel de Paz / El Comercio
“Reconstruye, inventa, no te preocupes”. Permiso de ánimo literario que el narrador Augusto Higa nos ofrece, del otro lado de la línea, al escuchar que el teléfono con el que se registró su extensa entrevista había sido robado en una escena de brutal cotidianidad: moto, dos delincuentes, pistola en la cara, celular arrebatado. Curiosamente, el nutrido diálogo con el escritor había versado sobre la ética del trabajo, pero la ciudad y su feroz realidad imponen su propia respuesta: una salvaje ironía con tufo a desempleo y falta de oportunidades. La memoria es frágil. La seguridad ciudadana también. Aquí un esfuerzo por reconstruir parte de la charla con el autor de brillantes conjuntos de relatos y novelas como “La iluminación de Katzuo Nakamatsu”.
Mientras va cayendo la noche, sentados ante una mesa cubierta de fotos de familia, asoman los recuerdos más tempranos de Higa. Su hablar pausado rescata del olvido las primeras impresiones de infancia sobre la férrea ética del trabajo de su padre, quien había llegado al Perú desde el Japón en la segunda década del siglo pasado. Como muchos de sus compatriotas, llegó para trabajar de bracero en alguna hacienda, pero el sueño del comercio propio lo hizo huir del campo para instalar su primera tienda en Barrios Altos, donde la pesadilla de los saqueos contra los negocios de la colonia japonesa le tocó la puerta. Eran los días de la Segunda Guerra Mundial y el odio antinipón estaba desbocado. De esto, sin embargo, sus padres nunca le hablaron. De los momentos dolorosos no se conversaba en casa. “¿Qué es lo que nunca pudo entender su padre de la sociedad peruana?”, le preguntamos. “El porqué los negros, los cholos y los indios eran tan flojos, él también era racista”, apunta.
RESILIENCIA Y CREACIÓN
“Yo nací en un callejón, asistido por una partera”, dice sobre su primera casa ubicada a una cuadra del siguiente negocio paterno: una lechería en la calle Huancavelica, detrás de Las Nazarenas, en el Centro de Lima, en la que creció viendo cómo su padre no creía en “engreimientos” de domingos o feriados: el negocio solo se cerraba el 1 de mayo por disposición municipal.
“La ética del trabajo de mi padre me recuerda a aquella de los comerciantes de Gamarra: sin descanso. Esa era su moral del trabajo, ayudado por hijos y parientes”, rememora Higa. La siguiente tienda paterna se ubicó en El Porvenir, en La Victoria, donde más de una vez el autor fue cogoteado. “En La Victoria, en El Porvenir, en La Parada, en Tacora me han agarrado entre tres o cuatro pirañitas. Te estrangulan, pierdes el conocimiento, y lo peor es que yo nunca llevo nada”.
Con una voluntad recia para el trabajo, Higa se hizo dekasegi (palabra japonesa que designa la emigración por trabajo) cuando en 1990, apenas anunciado el ‘fujishock’, enrumbó a Japón para trabajar en una fábrica de 450 empleados con un nivel de estrés que la convivencia con una veintena de peruanos en una sola casa solo lograba acrecentar. El único libro que había llevado de Lima consigo era la Biblia, y una y otra vez repasaba sus páginas y, particularmente, el libro de Job sobre la búsqueda de la esperanza.
Retratado posteriormente su periplo nipón en su obra “Japón no da dos oportunidades”, Higa pasaba sus días fabricando alternadores para Toyota y Nissan, labor demasiado ajena a su vena literaria, y que no soportó por mucho tiempo. Apenas cumplidos los 20 años, había entrado a estudiar Letras a San Marcos, poco antes de la muerte de su padre. Hoy, cuando finalmente cuenta con el sosiego de una vida jubilada que le permite escribir regularmente, Higa ha retomado su ambiciosa tesis sobre la obra de Julio Ramón Ribeyro.
Por donde se mire, en su estudio hay alguna publicación ribeyriana, como el libro de ensayos “La caza sutil”, que reposa sobre el escritorio junto a “La insoportable levedad del ser” de Kundera. En un frasco vacío de mermelada Fanny aguardan los lápices Mongol No. 2 con los que concibe, corrige y vuelve a pulir sus historias e investigaciones. Inevitablemente, Higa escribe a mano, reacio a la intrusión cibernética.
Sobre la deshonra y la metástasis de la corrupción en el gobierno de Fujimori también se explaya. La vena autoritaria del régimen fujimorista y el copamiento de las diversas instituciones del país, explica, “no se puede entender” sin revisar la propia tradición autoritaria de la ascendencia japonesa de Fujimori: “Sus padres nacieron hacia principios del siglo pasado, al igual que los míos, y tuvieron una formación bastante autoritaria por la época en la que fueron concebidos, una educación semifeudal en la que el eje era el padre, y los hijos y la madre colaboraban con él, poco respetuosos con el ordenamiento jurídico; así fuimos criados, por eso él [Fujimori] no creía en las instituciones nacionales, no creía”.
Disfrutando del período otoñal de su vida, como él mismo lo califica, recuerda a los que se van yendo de su generación, del legendario grupo Narración: Oswaldo Reynoso, Miguel Gutiérrez, pero, sobre todo, a su amigo Carlos Calderón Fajardo, quien vivía muy cerca de su casa en Surquillo. “No es solo la literatura lo que se extraña”, reflexiona. Y añade: “Son, sobre todo, las conversaciones. Son los lonches”.
Fuente: El Comercio / Lima, 1 de mayo de 2017