Mónica Delgado / Desistfilm
Tondero debe ser la empresa en el Perú que más se ha encargado de echar por la borda la experiencia ganada de todos sus colaboradores: destacados directores, ganadores de premios en festivales, los mejores guionistas, fotógrafos, editores, directores de arte, quienes han visto sus esfuerzos directo al cadalso. ¿Qué es lo que ha estado fallando? ¿Por qué estos films que tienen grandes equipos de producción, en comparación al estándar peruano, resultan experiencias fallidas?
Ponerle el corsé al film con tal de cumplir con una fórmula de marketing a cabalidad es una de las razones por la cual estas obras quedan atrapadas en un callejón sin salida. Concebir un guión a partir de la ilación de un grupo de canciones a las cuales hay que ponerle materia, calles, coreografías, agregarle un product placement muy explícito, ponerle cuotas de nostalgia a partir de las mismas canciones ochenteras, y acudir a rostros conocidos del mundo televisivo, ha hecho que todos los films sean hermanos del mismo vientre. Así, la labor del guionista solo se limita a coser al Frankenstein, sin ni siquiera tener la oportunidad de parchar baches o proponer alguna salida que dé verosimilitud al producto final. La labor del director de arte queda supeditada a conectar con la nostalgia, impidiendo la fidelidad de una época y apelar al anacronismo, en muchos casos delirante. O en el caso del editor, subyugado por el ritmo videoclipero o condicionado a usar cada dos minutos un ralenti que sublime la escena. Y esto no solo va para las cintas que se dicen ser musicales sino para films como Guerrero, cuya historia se sostiene en un abuso de canciones que retratan al protagonista en un ralenti perpertuo, dilatanto una historia pobre y plana. Hay que cumplir la cuota de nostalgia y de canciones de infancia como sea.
Por otro lado, a lo largo de todos sus films comerciales, Tondero ha sido capaz de un emprendimiento sui generis en el cine peruano: anular por completo el rol de un cineasta dentro del desarrollo de una película, donde no importa una marca, un sello personal, un estilo particular, que permita identificar al menos cómo se ubica determinado film en la carrera de algún realizador. Más bien la firma de los cineastas ha sido usurpada por las dedicatorias, los reales epílogos sentimentales que cierran con broche de oro cada película. Recordemos aquella dedicatoria del productor Miguel Valladadares en Locos de Amor, que revela el lugar que se le da a los cineastas, dentro de la creación propia del film. Tondero no es Hammer, la RKO, ni Troma, donde los productores tuvieron un rol capital, dando estilo y lugar a los propios cineastas.
Ante esta seguidilla de traspiés la apuesta de Tondero también ha sido un poco limpiar esta imagen de empresa dedicada a generar películas publicitarias y hechas para complacer a un público pobre en cultura audiovisual, al apostar por invertir un poco de recursos de films como Solos o Magallanes, que también tienen recursos del Estado peruano para su producción. Estrategia que también le permite tener voz y voto en un proceso de debate sobre subvención estatal o de mecenazgo, recursos que a claras luces no necesitan.
Y lo de Tondero es definitivamente una escuela. El caso de las productoras Cine 70 y La Soga producciones vienen replicando este sistema de producción, que recluta a profesionales de trayectoria y calidad, pero que no da puntadas en cuanto lograr historias al nivel del cine comercial de otros países. Es como si el profesionalismo obtenido en el campo de la publicidad no pudiera empatar con el ingenio que requiere un film comercial. Y aquí no hablo de éxito en las taquillas, el cine no se trata solo de recuperar lo invertido, generar empleo o fomentar el inicio de una industria en el país, que son actividades urgentes y necesarias, sino que no hay indicios de lograr siquiera un film que compita con el estándar internacional o con principios básicos del lenguaje cinematográfico. Es como si estuviéramos ante un cine a medias, inconcluso, un borrador, y mucho de este problema es por la transición de un lenguaje televisivo fácil y condescendiente. Por ejemplo, el cine peruano comercial no ha dado un film de la talla de la argentina Gilda, no me arrepiento de este amor, de Lorena Muñoz, popular, taquillero y de factura innegable.
Pero veamos qué pasa con Avenida Larco, el estreno más reciente de Tondero y que nos permite desarrollar otro motivo de marca de esta productora: el del mensaje social. Ya Ricardo Bedoya señaló que Guerrero es el primer relato evangélico del cine peruano, al proponer la figura del famoso futbolista como ejemplo moral de superación y liderazgo. Algo similar sucede con Avenida Larco al promocionarse como musical de denuncia pero cuando en realidad encontramos es una summa descabellada y risible de épocas y generaciones, a merced de cumplir con el mensaje grandilocuente de “no al terrorismo”, reforzado con la dedicatoria final: a todas las víctimas del terrorismo de la historia.
Esta necesidad abarcativa, de apelar a la indignación frente a las colas para comprar productos de los tiempos de Alan García, a la hoz y el martillo en los cerros de Rinconada, y quizás a un mensaje implícito de redención fujimorista, no tiene problemas en utilizar imágenes de Lucanamarca, de ashaninkas migrando o de marchas de Para que no se repita, con tal de darle forma a este todo del horror vivido en el país, la memoria visual de una tragedia. Un footage donde no aparecen los responsables del horror, porque de alguna manera el film necesita una mirada aséptica, limpia, de un punk de clases altas, de canciones disfrazadas de rebeldía, en versiones karaokeras que den cuenta de un sentido común de protesta pero sin ella.
Hay una escena paradigmática y que es un lugar común en gran parte del cine peruano: de cómo los personajes se relacionan con su entorno. Porque lo que ha dejado claro en muchas oportunidades el cine peruano es la frontera férrea entre mundos, de ricos y pobres, de serranos y costeños, de peruanos de primera categoría y los peruanos de segunda. Los rockeros de Miraflores, como el ideal de espectador que se tiene, necesitan un nexo para conocer esa otra Lima underground, porque de otra manera no ingresarían a El Agustino, barrio marginal y de ciudadanos emergentes. Si entramos a El Agustino es porque los personajes nos lo permiten. Se necesita un personaje que nos lleve de la mano, de visita, que nos presente en ese mundo pero solo como un acto de tránsito. Lo mismo pasa con la conciencia del terror, que solo se asume cuando un amigo cercano es víctima de un disparo. El síndrome Tarata.
Avenida Larco es el primer film escapista sobre la naturaleza del horror en tiempos de Sendero Luminoso y el MRTA. Que las principales víctimas de esta guerra sangrienta aparezcan en un footage al final, a partir de imágenes de archivo, a modo de relleno, es ejemplo de su alienación y desvarío. Todo sea por ocupar el primer lugar en la taquilla del fin de semana.
Fuente: Desistfilm / Lima, 5 de abril de 2017