Simpatizantes del expresidente de Brasil, Jair Bolsonaro, irrumpen en el Tribunal Supremo Federal durante una protesta contra el presidente Luiz Inácio Lula da Silva en Brasilia, Brasil, el 8 de enero de 2023. Esto fue calificado como intento de golpe de Estado.
Carol Pires | The Washington Post
Tras ser derrotado en las urnas, el expresidente brasileño Jair Bolsonaro huyó para Orlando, Estados Unidos, el 30 de diciembre pasado, antes del fin de su mandato. Lo hizo sin admitir la victoria democrática del presidente Luiz Inácio Lula da Silva y dejando una bomba que por fin explotó este domingo 8, cuando sus simpatizantes invadieron y saquearon el palacio presidencial, el Congreso Nacional y el Supremo Tribunal Federal para protestar contra un fraude electoral inexistente. Las huellas del exmandatario están en los vidrios rotos de la Plaza de los Tres Poderes, en Brasilia, y por todo el trayecto de la radicalización política en Brasil.
Su propia entrada a la vida pública, en 1987, fue por medio del extremismo. Capitán del Ejército, Bolsonaro se hizo conocido durante el primer gobierno civil después de la dictadura por su plan para explotar bombas en cuarteles en protesta por los bajos sueldos. Tras ser electo diputado, en la década de 1990, se pasó décadas ganando atención mediática por discursos antidemocráticos y violentos, como cuando dijo en una entrevista que, si fuera electo presidente, “cerraría el Congreso ese mismo día”. O cuando defendió que el entonces presidente Fernando Henrique Cardoso fuera fusilado. En 2016, en su discurso para explicar su voto en favor del impeachment de la presidenta Dilma Rousseff, homenajeó a un notorio torturador de la dictadura. No es sorpresa que, como presidente, haya dejado el país desmantelado, con hambre, cientos de miles de personas muertas por COVID-19 y la radicalización política fuera de control.
Bolsonaro pasó los cuatro años de su administración alimentando el odio en contra de las instituciones democráticas y sus representantes, difundiendo mentiras sobre el sistema electoral y amenazando con el uso de las Fuerzas Armadas para hacer valer su voluntad. Por eso, desde su derrota, los fanáticos bolsonaristas dicen que “Lula no va a subir la rampa del Palacio”, repitiendo una consigna que promueve la esfera mediática extremista. Ese discurso llevó a cientos de bolsonaristas a acampar por más de dos meses frente a cuarteles pidiendo una intervención militar contra el fraude inexistente y el gobierno democrático de Lula, sin que Bolsonaro o el Ejército los disuadieran. Ayer, los extremistas decidieron llevar a Brasilia su odio y no es difícil identificar a instancias de quién. Bolsonaro debe ser castigado por estos hechos, tras probarse su participación.
Por ahora, está claro que hubo omisión por parte de varios agentes públicos. La tarde de ayer la horda bolsonarista caminó por casi dos horas hasta la Explanada de los Ministerios, donde están las sedes de los tres poderes del Estado. La Policía podría haberlos detenido, pero decidió escoltarlos como si fueran sus guardias de seguridad privados. Las tres horas siguientes, los bolsonaristas destruyeron edificios públicos sin que nadie los contuviera. El odio contra los simbolos de la democracia misma quedó marcado en la destrucción de obras de arte, muebles históricos y documentos oficiales. Periodistas que intentaron mostrar lo que estaba pasando fueron golpeados de manera brutal.
La omisión —o complicidad— de la Policía fue inaceptable, pero no inesperada. Desde la presidencia de Bolsonaro, muchos agentes de seguridad se han radicalizado y el jefe de las Policías de Brasilia y ministro de Seguridad Pública, Anderson Torres, ha sido el brazo derecho de Bolsonaro en su campaña de difamación contra el sistema electoral. Cuando fue ministro de Justicia en el gobierno de Bolsonaro, Torres usó a la Policía Federal para investigar a casas encuestadoras que pronosticaban su derrota, defendió a empresarios que financiaban a los radicales bolsonaristas investigados por el Supremo Tribunal, y nombró a un director para la Policía Rodoviaria Federal que usó la corporación para apoyar bloqueos ilegales de carreteras en favor del expresidente e intentó impedir que los votantes de Lula llegaran a las urnas.
Al finalizar el gobierno de Bolsonaro, Torres fue nombrado ministro de Seguridad Pública estatal por el gobernador del Distrito Federal de Brasilia, Ibaneis Rocha, un bolsonarista disimulado. En el momento del ataque, Torres estaba de vacaciones en Orlando, justamente a donde viajó Bolsonaro. Mostrar cómo los vándalos bolsonaristas encontraron el camino libre en Brasilia no deberá ser complicado.
Ante la cobardía silenciosa de Bolsonaro, escondido en la tierra del Mickey Mouse, sus fanáticos invadieron —también cobardemente— predios vacíos en un domingo, cuando ya siquiera era posible impedir la toma de posesión de Lula, que sucedió el 1 de enero. ¿Qué esperaban lograr con su ataque? Quizá que sucediera lo mismo que en Bolivia en 2019, cuando tras 21 días de protestas contra el gobierno del entonces presidente Evo Morales, las Fuerzas Armadas le sugirieron renunciar mediante un mensaje por televisión. La diferencia es que, en Brasil, el Supremo Tribunal y el Congreso han estado unidos en contra de los impulsos golpistas de Bolsonaro durante y después de su mandato. Y la elección de Lula por un frente amplio de partidos —entre ellos algunos que antes eran sus adversarios— confirma definitivamente que la mayoría de la sociedad valora la democracia por encima de discrepancias políticas.
La unión de los poderes del Estado se reveló en la fotografía de los principales actores políticos del país reunidos la de ayer noche frente al Supremo Tribunal destrozado. Todos hicieron lo que estaba en su poder. El presidente Lula determinó una intervención federal en la seguridad pública de Brasilia al nombrar un interventor de su confianza. El ministro Alexandre de Moraes, del Supremo Tribunal, suspendió por 90 días de su cargo al gobernador Ibaneis Rocha por connivencia con los actos violentos y la Abogacía General de la Unión pidió prisión para Anderson Torres. Por lo menos 1,200 bolsonaristas fueron detenidos por vandalismo. Existe la posibilidad de que sean procesados por “intentar derrocar a un gobierno legítimamente constituido”, crimen previsto en el artículo 359-M del Código Penal.
Mientras tanto, Bolsonaro esperó todo el día para publicar un mensaje débil y tibio en Twitter, diciendo que la destrucción del patrimonio público “huye de la regla” democrática y que, a lo largo de su mandato siempre ha “estado dentro de las cuatro líneas de la Constitución, respetando y defendiendo las leyes, la democracia, la transparencia y nuestra sagrada libertad”.
Estos hechos deberían servir para que los simpatizantes de Bolsonaro que aún creían en sus buenas intenciones despierten ante el peligro que representa su mesías. Al Poder Legislativo le tocará firmar regulaciones que desmantelen la red de desinformación extremista que ha radicalizado a tantos electores a punto del delirio colectivo. Y la Justicia tendrá la misión de hacer que todos los responsables de la destrucción del país paguen por sus crímenes, que no han sido pocos.