Celebrar la patria ¿celebrar la educación?

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Editorial

Cuando se proclama la independencia del país en 1821 nace la esperanza de un país donde todos sus habitantes se conviertan en ciudadanos, es decir, en personas iguales ante la ley más allá de las notorias diferencias sociales y culturales que había en nuestro territorio. Una de las intenciones más significativas para acercarse a esa posibilidad era de la extender la educación a todos sin excepción, lo que implicaba multiplicar las escuelas en las extensas zonas rurales situadas a lo largo de la cordillera y de la amazonía. Sus habitantes podrían por fin dejar de ser los excluidos de siempre.

Sabemos que eso no ocurrió. Fue recién a inicios del siglo XX que se decide llevar a estos ámbitos oportunidades de alfabetización, pero castellanizando a la fuerza a su población y sin dejar de percibirlos como inferiores. Ha sido décadas después que las escuelas empiezan a llegar como parte de un plan de expansión que, no obstante, se encontró con muchos tropiezos, como la crisis económica que nos acompañó durante más de 2 décadas.

Han pasado más de 200 años. Ahora estamos en 2021 y el 61% de nuestros colegios públicos atienden a la población rural. Más del 70% de las escuelas públicas carecen de servicios básicos, es decir, de agua potable, desagüe, mantenimiento de baños, electricidad, internet y recolección de residuos. Según el Censo Educativo de 2018, tenemos 12,095 escuelas multigrado y unidocentes donde se educan 297,710 estudiantes de zonas rurales; y donde 22,115 profesores enseñan a dos o más grados al mismo tiempo, muchos de los cuales solicitan su reasignación a las ciudades ni bien son destacados allí.

Jessica Tapia, investigadora de GRADE que lidera un programa de Recuperación de Aprendizajes en escuelas multigrado de Cajamarca, comparte en reciente artículo varias preocupaciones sobre lo que ocurre al interior de esas aulas.

Por ejemplo, los docentes no sienten que deban detenerse a entender qué pasa con los alumnos que se van quedando atrás y están más preocupados por avanzar en el desarrollo de su programa, es decir, por cumplir por lo que planificaron hacer al iniciar el año, así no esté dando resultados. Atender a los niños que no logran aprender es percibido como una interferencia que perjudica a los que sí lo estarían logrando. Tampoco les resulta natural tener que crear un clima de acogida y confianza en las aulas, es decir, fortalecer la calidad de las relaciones humanas y cuidar del bienestar de sus estudiantes.

A esto se suma, dice Tapia, las continuas interrupciones a las clases que suponen los feriados y asuetos, las festividades locales, las olimpiadas y campeonatos, además de las lluvias, que reduce significativamente el tiempo efectivo de aprendizaje.

Estas constataciones no son nuevas, pueden hacerse en escuelas rurales de distintas regiones desde hace mucho tiempo y es parte de las explicaciones a los resultados de la última evaluación nacional de aprendizajes, en cuyo informe se señala que solo 2 de cada 10 niños de segundo grado de primaria y solo uno de cada 10 en cuarto grado entienden lo que leen.

La pregunta no es qué estamos haciendo al respecto como país para resolver estos problemas de una vez por todas, sino qué estamos haciendo para que se mantengan sin solución a lo largo del tiempo o para que se hagan aún más agudos. A estas alturas de la historia no necesitamos esfuerzos sino soluciones. Es el derecho de 300 mil niños y niñas lo que está en juego.

Lima, 28 de julio de 2024
Comité Editorial