Los eventos de este domingo 25 de octubre en Chile crearon una emoción colectiva inédita. Una deuda pendiente desde el fin de la dictadura de Augusto Pinochet, en 1990, que se materializó con un aplastante triunfo en el que 78.27% de las y los votantes dijo estar de acuerdo con escribir una nueva Constitución. Y no solo eso, 78.99% quiere que la nueva Carta Magna sea redactada por un órgano constituyente 100% paritario, el primero en el mundo, y en el que cada integrante será elegido(a) por medio de votación popular.
Pero la historia no tiene atajos. Este fue el resultado de un proceso intenso, doloroso y efervescente. Hace exactamente un año, también un 25 de octubre, el pueblo chileno salió a las calles en la que se denominó “la marcha más grande de Chile”, donde cerca de un millón y medio de personas se unieron contra la desigualdad, la injusticia y los abusos. Chile había despertado una semana antes, cuando jóvenes estudiantes secundarios protestaron, primero, por el aumento de 30 pesos del ticket de transporte, pero a los pocos días las demandas apuntaban a los más de 30 años de implementación de un sistema neoliberal feroz que lo posicionó dentro de los mayores índices de inequidad de la región, donde bienes tan esenciales como el agua están privatizados.
En esos primeros días de protesta social, sobre el costado del edificio Telefónica, el más alto de la Plaza Baquedano, también conocida como Zona Cero, se proyectó en gigantes letras mayúsculas la palabra “Dignidad”. Luego siguieron las frases “Estamos Unidos” y “No estamos en guerra”. Se trataba de una intervención artística que respondía a la declaración del presidente Sebastián Piñera, cargada de un lenguaje bélico, apenas dos días después de sacar a los militares a las calles para imponer el toque de queda.
Pocos imaginaron que un año después, en el contexto de una pandemia con restricciones sanitarias, se realizaría el evento democrático con la mayor participación ciudadana desde que se estableció el voto voluntario en 2012. Sin embargo, no se puede perder de vista la desafección política de aquel 50% que no participó de esta instancia, pero que probablemente seguirá en las calles.
Este mensaje en las urnas es, por un lado, un rechazo directo al gobierno de Piñera y su falta de liderazgo en medio de la crisis; y por otro, una señal a una clase política que en su mayoría vive desconectada de la realidad y que no ha perdido la oportunidad de equivocarse. Que se impusiera por amplia ventaja la Convención Constituyente refuerza este punto y enciende una alerta para una serie de elecciones programadas para los próximos dos años. Si los sectores políticos no entienden esto, el país volverá al punto de partida con más frustración de la acumulada en estas tres décadas de democracia.
La desconfianza se expande también al resto de las instituciones. Carabineros de Chile, por ejemplo, no ha dado ninguna señal para trabajar en su credibilidad, luego de montajes y cientos de denuncias por abuso de poder, agresiones y delitos graves. El proceso que comienza hoy lunes 26 solo tendrá sentido si exige también una reforma de esta Policía acusada, entre otras cosas, de arrojar a un joven al río Mapocho hace menos de un mes. Chile no puede permitirse otra deuda como la que siguió al plebiscito de 1988 y la transición post pinochetista, cuando se prometió una alegría que llegó solo para unos pocos y no hubo un proceso profundo de justicia y reparación.
El entusiasmo de este triunfo no puede nublar el desafío de respetar la memoria, pues solo se puede construir democracia donde no existe impunidad. Esto implica recordar que en este referéndum también votó Gustavo Gatica, un joven de 22 años que quedó completamente ciego luego de recibir perdigones en ambos ojos por parte de carabineros, y Fabiola Campillai, una madre trabajadora que recibió el impacto de una bomba lacrimógena en su rostro, también por parte de la Policía, perdiendo tres sentidos: el olfato la vista y el gusto. Que sus historias no se olviden ni se repitan debe ser parte también de este nuevo pacto social.
Por otra parte, será un desafío instalar en el proceso constituyente ideas programáticas acorde a las demandas de la ciudadanía. Aunque la opción “Rechazo” haya ganado solo en tres de las 346 comunas que componen el país, esa parte de la población, presuntamente el 1% que acumula gran parte de la riqueza del país, no está dispuesta a reemplazar el modelo. En un país en que el poder está profundamente concentrado, la discusión sobre el sistema de gobierno será esencial; así como también la descentralización, el reconocimiento a los pueblos originarios, los derechos sociales y su modelo extractivista, que ha convertido a ciudades completas en zonas de sacrificio. Ninguno de estos temas es antojadizo. El sistema, tal como lo conocíamos, evidenció su fracaso.
La filósofa y teórica alemana Hannah Arendt escribió en el ensayo Sobre la Revolución: “Nadie puede ser feliz sin participar en la felicidad pública, nadie puede ser libre sin la experiencia de la libertad pública, y nadie, finalmente, puede ser feliz o libre sin implicarse o ser parte del poder político”. Después de los resultados de este domingo, mientras la gente celebraba en la ahora bautizada como Plaza de la Dignidad, las luces proyectaron la palabra “Renace” sobre el edificio Telefónica. 32 años después de aquel primer plebiscito y tras 12 meses de pie en las calles, Chile parece comenzar a enterrar el legado de Pinochet, una conquista de la lucha colectiva y, al mismo tiempo, un punto de partida para que, esta vez, la felicidad pública le pertenezca a la mayoría.