Edición 72

Cirugía al corazón: otra vez no

Se dice con razón que el currículo es el corazón del sistema, pues alrededor de sus metas debería girar absolutamente todo, y vaya que nos ha costado repararlo. Pero ¿otro trasplante más?

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Luis Guerrero Ortiz | EDUCACCIÓN

Paul Watzlawick (1980) cuenta en uno de sus libros la anécdota de una profesora de piano, cuando uno de sus discípulos, mortificado por no lograr arrancar ninguna melodía de las teclas a pesar de sus constantes esfuerzos, le dijo con decepción: el arte del piano es un fraude y este piano es un fracaso. Algo similar podría decir un niño que no logra aprender matemática respecto de esta disciplina o el aprendiz que no logra aprender a estacionar respecto del vehículo de instrucción. Algo parecido podríamos decir en nuestro medio respecto del currículo escolar y los esfuerzos todavía infructuosos de los docentes por alinear la enseñanza al logro de competencias. La pregunta cae por su propio peso: ¿Debemos tirar a la basura lo que nos cuesta aprender a usar o debemos antes preguntarnos por qué?

Es verdad que, desde fines del siglo XX, las reformas curriculares que se produjeron en el mundo ad-portas del nuevo siglo han sufrido un camino azaroso y han sido objeto no solo de resistencias sino de un sinnúmero de malentendidos. Aunque los motivos de estas reformas fueron muy trascendentes, en muchos lugares se simplificaron las cosas y se asumió que podían manejarse básicamente como una actualización de contenidos y de metodologías. Por eso se decidió gestionarlas a través de regulaciones, manuales e instructivos. Como se concebía que la función del Estado era básicamente la de producir normas y que la del resto del sistema era acatarlas, los cambios curriculares se impulsaron por decreto. Lamentablemente, la magnitud de estos cambios no se percibió entonces y no se logra percibir cabalmente hasta la fecha. Es decir, no se reconocen como cambios reestructuradores del sistema mismo, y no solo de metas y procedimientos didácticos (Aguerrondo, 2015).

Es que, si ponemos las cosas en la balanza, decir que el nuevo horizonte curricular ya no va a ser acumular conocimientos sobre diversas materias sino aprender a utilizarlos de manera reflexiva y crítica sobre problemas del mundo real, es dar un giro de 180 grados a la misión que ha caracterizado a los sistemas educativos desde su nacimiento. Es más, ha sido en función de esa perspectiva, básicamente instruccional y homogeneizadora, que los sistemas diseñaron toda su institucionalidad desde fines del siglo XVIII.

En términos prácticos, eso significa que no es razonable ni posible manejar un cambio radical de misión solo o principalmente en el terreno didáctico. Sin embargo, eso es lo que hemos hecho hasta ahora. Como dice Peter Senge (2002), «Cuando su productividad se cuestiona, el sistema responde de la única forma que sabe responder: haciendo lo mismo que ha venido haciendo, sólo que con más empeño». Y es así como nos hemos quedado anclados en la prioridad de la alfabetización básica como eje del currículo y hemos ido adoptando los métodos activos de la Escuela Nueva, pero cortándoles las uñas y extirpándoles los dientes para que puedan convivir con la enseñanza directiva, enfocada en la retención y reproducción de contenidos.

Las cadenas que arrastramos

El lastre del que necesitamos desprendernos es tremendo. Durante doscientos cincuenta años, los sistemas han instalado en el sentido común de las diversas sociedades del planeta la normalidad del enciclopedismo, el memorismo, la instrucción directa, así como también de la disciplina externa, basada en la vigilancia y el castigo, el control vertical de la autoridad y la homogenización de contenidos, metas y procedimientos. A lo largo del siglo XIX, además, se asumió como natural que las élites fueran educadas en las disciplinas, las lenguas y las artes, y que al pueblo se le instruyera básicamente en la lectura, la escritura y el cálculo. Hasta ahora, a dos décadas de iniciado el siglo XXI, esta forma de enfocar la educación pública sigue asumiéndose como la más lógica y obvia, aún en sectores reformistas muy ilustrados.

Además, el bien intencionado énfasis de la Conferencia Mundial de Educación convocada por Unesco en 1990, en cumplir para el año 2000 la meta de alfabetización básica universal, hizo que los países se sintieran cómodos, manteniéndose enfocados principalmente en las habilidades lectora y matemáticas de los estudiantes, poniendo en segundo plano y sin mayor preocupación por su operatividad, los cuatro aprendizajes fundamentales planteados para el siglo XXI por la comisión presidida por Jaques Delors, los cuales interpretaban con mucho más lucidez y ambición los desafíos del nuevo siglo.

Desde entonces, lo que se ha producido en general, tal como descubrieron Tyack y Cuban (1995) en sus estudios sobre las reformas promovidos a lo largo del siglo XX en Estados Unidos, es una operación de traducción a gran escala. Eso significa que los profesores fueron resignificando el sentido de los cambios propuestos, adaptándolos a sus antiguos enfoques, hábitos y esquemas de enseñanza. No es difícil darse cuenta cómo muchos docentes, por ejemplo, suelen traducir hoy las áreas del currículo como áreas temáticas y abordar las competencias como objetivos generales, de los cuales deprenden contenidos específicos. Esto se viene haciendo desde antes de la pandemia y si acaso nadie se hubiese dado por enterado de esta distorsión, la educación remota lo ha hecho inobjetablemente visible.

¿Cuál es el problema?

Quizás el problema que más preocupa es la falta de consenso respecto a cuál es el problema que se debe resolver. Hay quienes creen que el problema mayor es el centralismo y que, por tanto, todo iría mejor si dejamos que cada región enseñe lo que considere más apropiado. Otros piensan que el problema es el enfoque curricular, al que tachan como neoliberal y que, por tanto, se debe regresar a un currículo por contenidos y asignaturas, organizado con criterio disciplinario. No faltan los que creen que el problema es la supuesta ineptitud de las autoridades nacionales y que, por tanto, todo se resuelve reemplazándolas por otras mejores. También hay los que creen que el problema está en los controles y evaluaciones de la política docente, por lo que habría que dejar al docente que actúe y enseñe como crea más conveniente.

Sin embargo, como dice Yuval Noah Harari (2018) en la introducción de uno de sus trabajos más recientes, el mundo no se detiene mientras nosotros nos gastamos la vida en estas pequeñas discusiones sin levantar la cabeza para notar lo que está pasando en el mundo. Así, sin darnos cuenta, el devenir de la historia nos está trasladando a escenarios que están fuera de nuestra imaginación y que nos van a encontrar no solo desprevenidos sino también desarmados. A inicios de este siglo, Juan Carlos Tedesco (2000) nos advertía que los jóvenes mínimamente alfabetizados y educados en la mera repetición de enunciados, sin habilidades cognitivas superiores ni autonomía para manejar situaciones difíciles, iban a quedar fuera del ciclo productivo, pues las tareas simples van a automatizarse. Y eso ya está ocurriendo. Alberto Vergara (2013) también nos ha alertado sobre el drama que significa cumplir doscientos años de vida republicana sin haber sido capaces como sociedad de construir una república efectivamente democrática, ni de superar en consecuencia las vergonzosas divisiones y desigualdades que nos legó la colonia. Una situación que jamás permitirá que una anhelada mayor producción de riqueza en el país llegue a quienes más lo necesitan.

A mi juicio, la cuestión de fondo es la coexistencia de distintas visiones respecto al rol que deben desempeñar las nuevas generaciones para afrontar estos retos históricos. Algunos creen que las soluciones ya existen y solo toca aplicarlas. Otros creemos, más bien, que hay que construirlas y que esa no es ni será una tarea fácil. Desde esa premisa es que podemos deducir, en primer lugar, qué se necesita aprender hoy en las escuelas para poder ejercer ese rol como ciudadanos de un modo inteligente, efectivo y además justo; en segundo lugar, cómo deben enseñar los docentes para habilitarlos de la mejor forma posible en esa perspectiva; y, en tercer lugar, de qué manera debe reorganizarse el sistema, empezando por las escuelas, para que todo lo anterior sea viable, por encima de cualquier circunstancia adversa.

En el Perú se ha venido haciendo todo eso desde hace veinticinco años: el Acuerdo Nacional, la Ley General de Educación, el Proyecto Educativo Nacional al 2021 y el Currículo Nacional actual, fueron buenas oportunidades para avanzar en esa perspectiva. Claro, como dice Opertti (2012), se hizo sin lograr resolver la brecha entre los grandes acuerdos y sus implicancias operativas, que son las que más incomodan a los actores, pues cada vez que hallamos motivos para sentirnos disconformes con algo, anhelamos que todo cambie, menos nosotros.

El fetichismo del currículo

El último cambio curricular ocurrido el 2016 -al cabo de una década de vigencia del currículo precedente- estuvo antecedido por cuatro inéditos años de deliberaciones, consultas, estudios, encuestas, encuentros nacionales y asesorías internacionales, un proceso que no registra antecedentes similares en la historia de nuestra educación. El esfuerzo culminó con la opinión favorable del Consejo Nacional de Educación y es el que está ahora vigente. Lo único que no entro en agenda fue la reingeniería del sistema y de las instituciones educativas, lo que significó entrar a correr con entusiasmo en el circuito de Indianápolis, pero con un Volkswagen del 60.

En el estudio de McKinsey sobre los factores que explican cómo es que diversos países lograron mejorar sustantivamente sus niveles de aprendizaje, Michael Barber y Mona Mourshed (2007) llegan a conclusiones muy claras: si quieres nuevos y mejores resultados, debes necesariamente reformar el sistema; luego trazar un horizonte curricular claro y exigente; y, finalmente, asegurar que todas las escuelas del país reciban lo que necesitan para poder cumplirlo. ¿Cuál sería el principal indicador de éxito de este esfuerzo? No es la mejora en los puntajes de las evaluaciones estandarizadas, eso será una consecuencia, sino el cambio en la calidad de las interacciones entre docentes y estudiantes en los salones de clase. Y la vida nos ha demostrado que las interacciones modeladas durante más dos siglos en la historia de los sistemas son por lo general inmunes a cualquier currículo, bueno, malo o regular.

Naturalmente, podemos cerrar los ojos a estas complejidades, ignorar las lecciones de treinta años de reformas curriculares en el mundo, para ceder a la tentación facilista: cambiar nuevamente el currículo y suponer que tales modificaciones producirán un efecto dominó de alto impacto en todos los niveles y ámbitos del sistema, hasta llegar al aula. Esa misma creencia es la que nos ha llevado a tropezar con la misma piedra una y mil veces. Pero parece que no aprendemos, pues todavía hay quienes siguen atribuyendo al documento curricular el poder de un oráculo, con poderes inmanentes tan descomunales que pueden desencadenar grandes transformaciones con su sola lectura.

Toda la experiencia vivida a lo largo de estos años indica que el reto más grande está en el terreno de la implementación. Como dice Gysling (2007), quien estuvo al frente de la reforma curricular en Chile, nada va a impedir que el currículo mejor formulado pueda ser traducido, reinterpretado y acomodado por sus lectores, sobre todo si le propone exigencias que lo retan a abandonar el espacio cómodo de sus hábitos y creencias previas. Por eso se necesita poner el mayor esfuerzo en lo que ocurra en las aulas, recoger información de manera continua de los aciertos y errores de los docentes al emplearlo, para poder insertar sus contenidos dentro de un proceso de mejora continua basada en evidencias objetivas; y para dar también a los maestros el acompañamiento necesario que le ayude a dar pasos hacia adelante en su desempeño, no importa si despacio, pero hacia adelante. Naturalmente esa tarea no se puede hacer desde Lima, y las estrategias de implementación deben tener criterios comunes, pero necesitan ser diseñadas en las regiones y desde sus territorios.

Las deudas por pagar

Hay, sin embargo, tres vacíos por llenar. Uno de ellos es cómo se accede a los conocimientos. Pese a ser un ingrediente sustantivo de las competencias, pues toda acción competente supone la habilidad de poner en práctica el conocimiento de una manera reflexiva, no hay una ruta clara para que los estudiantes accedan a ellos, distinta a la memorización. Por supuesto que hay alternativas mejores. David Perkins (1997) nos ha mostrado con claridad que adquirir no es lo mismo que comprender, y que lo segundo supone investigación, análisis y aplicación, no solo el mero recuerdo y repetición.

El otro vacío tiene que ver con el acceso a las habilidades sociales. Aprender a interactuar de manera empática y colaborativa con personas diferentes, demostrando habilidad para manejar conflictos y divergencias sin violencia y ejerciendo control sobre los impulsos, por ejemplo, no es algo que se logre por la vía de la explicación, la prescripción o el castigo, sino del entrenamiento constante.

El tercer vacío es el de la formación de actitudes, que necesita de las habilidades socioemocionales, pero que va más allá. Las competencias también las presuponen, pero está demostrado que la preferencia por el valor de una cierta manera de actuar en determinadas circunstancias supone principalmente experimentar en carne propia la satisfacción que eso nos aporta. Esto tampoco se logra copiando la pizarra ni a través de códigos disciplinarios, sino mediante la identificación con ejemplos y testimonios cotidianos. Como dice Silva Schmelkes (2004), toda la escuela, adultos incluidos, necesita mostrar coherencia con los valores que propone, no solo los estudiantes.

Ahora bien, los docentes necesitan recursos y habilidades especiales para saber cómo ayudar a sus estudiantes a lograr estos tres tipos de saberes, indispensables a toda acción competente en cualquier terreno de la vida. Trabajemos en eso, en vez de entregar el piano al camión recolector de la municipalidad.

La política del autoengaño

La personas tendemos a simplificar los problemas para no abrumarnos y reducir nuestra respuesta a lo que sabemos o queremos hacer. Esto puede ser psicológicamente satisfactorio, porque reduce nuestro estrés y nos da sensación de control, pero es desastroso para una política pública, porque no solo es un autoengaño (Goleman, 1997), sino que termina siendo ineficaz y hasta contraproducente.

¿De verdad creemos que los maestros van a ser felices con un nuevo cambio curricular? Según como se asuma, reemplazar un documento por otro puede ser fácil y rápido, pero casi de inmediato se verá que ese tipo de soluciones apresuradas tiene un efecto boomerang y regresará a nosotros para golpearnos el rostro sin misericordia.

Confiemos en que los desafíos de la política curricular, variados y complejos como hemos podido apreciar, puedan ser percibidos con lucidez, abordados con madurez y trabajados con perseverancia en el próximo periodo gubernamental y que, además, el contexto político lo permita. La educación y la salud debieran ser dos ámbitos en los cuales todo el país convenga en una apuesta común, por encima de cualquier diferencia. Ciertamente, eso parece hoy más borroso que nunca, pero hay que seguir intentándolo.

Lima, 12 de julio de 2021

Bibliografía

Aguerrondo, Inés; y Vaillant, Denise (2015). El aprendizaje bajo la lupa: Nuevas perspectivas para América Latina y el Caribe. Panamá, Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (UNICEF).

Gysling, Jacqueline (2007), Currículum nacional: desafíos múltiples. Rev. Pensamiento Educativo, Vol. 40, N° 1, 2007. pp. 335-350.

Goleman, Daniel (1997), El punto ciego: Psicología del autoengaño. Barcelona, Editorial Plaza & Janés.

Harari, Yuval Noah (2018), 21 Lecciones para el siglo XXI. Barcelona, Editorial: Debate

Michael Barber y Mona Mourshed (2007). Cómo hicieron los sistemas educativos con mejor desempeño del mundo para alcanzar sus objetivos, McKinsey & Company, Social Sector Office.

Perkins, David (1997). La Escuela Inteligente. Barcelona: Editorial Gedisa.

Senge, Peter (2002), Escuelas que Aprenden: Las fuentes de la Quinta Disciplina. Bogotá, Editorial Norma.

Schmelkes, Sylvia (2004), La formación de valores en la educación básica. México. Edit. SEP

Tedesco, Juan Carlos (2000), Educar en la sociedad del conocimiento. México, Fondo de Cultura Económica.

Tyack, David y Cuban, Larry (1995). Tinkering toward Utopia. A Century of School Reform. Cambridge: Mass., Harvard University.

Opertti, Renato (2012), Visión del currículo y debates curriculares: Una perspectiva interregional. Oficina Internacional de Edu­cación de la Unesco.

Watzlawick, Paul (1980), El lenguaje del cambio: nueva técnica de la comunicación terapéutica. Barcelona, Editorial Herder.

Luis Guerrero Ortiz
Docente, graduado en la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP), con estudios completos de maestría en Política Educativa en la Universidad Alberto Hurtado de Chile, y posgrados en Terapia Familiar Sistémica (IFASIL), Periodismo Narrativo y Escritura Creativa (Escuela de Periodismo Portátil de Buenos Aires). Ha sido profesor principal en el Instituto para la Calidad de la PUCP y consultor de UNESCO en políticas de formación docente. Socio fundador de ENACCION y de Foro Educativo. Ha sido consultor de GRADE (Proyecto FORGE) y asesor pedagógico en el Ministerio de Educación (Despacho del Ministro) entre el 2001-2002 y el 2010-2013. Ha sido asesor en la Oficina de Educación de UNICEF y el Consejo Nacional de Educación; profesor principal de la Escuela de Directores y Gestión Educativa de IPAE; ha sido docente de posgrado en la Universidad Católica y en la Universidad Antonio Ruiz de Montoya. Es miembro del Consejo Consultivo de Enseña Perú. Escribe ficción en su blog El río de Parménides.