Luis Guerrero Ortiz / para EDUCACCIÓN
Fue en los años 90 que surgió la idea de proponerle al docente una pista o guión estructurado de clase, para que no se salga de la ruta que conducía a los nuevos aprendizajes demandados por el currículo, así como enseñarle un conjunto variado de técnicas participativas para que el estudiante deje de sufrir las clases sentado y en silencio durante toda la jornada. Eran tiempos de reforma curricular y se levantaba por entonces la bandera del aprendizaje activo como contraposición al aprendizaje pasivo-receptivo, legado del siglo XIX del que parecía imposible poderse desprender. La reforma curricular había puesto en agenda aprendizajes bastante más exigentes. Ya no se trataba de memorizar conocimientos sino de ponerlos en acción para modificar realidades.
En ese contexto, el aprendizaje activo suponía pasar del ver y escuchar al decir y hacer, es decir, trasladarse al plano del experimentar, razonar y producir conocimiento a partir de la experiencia. Naturalmente, esto implicaba una cuota bastante más alta de actividad mental en el aula.
Sin embargo, muy pronto se tradujo la noción de «aprendizaje (mentalmente) activo» a la noción de «aprendizaje-mediante-actividades». Es decir, a través de un típico acto de apropiación cultural, se le tradujo a la racionalidad pedagógica hegemónica, basada en el viejo principio del estímulo-respuesta. Si antes el aprendizaje era considerado la consecuencia directa y automática de la palabra del maestro, supuestamente portadora de todo el saber, ahora el aprendizaje era visto como la derivación natural y espontánea de un estímulo denominado actividad. El docente ya no tenía que hablar, en vez de eso debía realizar actividades participativas, minuciosamente diseñadas, y los aprendizajes –se supone- caerían por su propio peso.
El caso de las actividades didácticas
Es así como el principio del «aprendizaje activo» llevó a «métodos activos» de enseñanza y aprendizaje, y a «didácticas activas» más específicas para cada área curricular. En general, se trataba de actividades donde la secuencia de acciones e interacciones estaban pautadas al milímetro, a manera de un guión. De ese modo, un docente que no había tenido nunca la experiencia de ejercer su rol en una lógica de intercambio reflexivo con sus alumnos ni de toma de decisiones sobre la marcha, según las necesidades del proceso pedagógico, no tenía de qué preocuparse. Sólo tenía que aplicar la pauta, tal cual. Si lo hacía bien, tal como se había diseñado, los estudiantes –salvo que padecieran de alguna deficiencia- tenían que aprender.
El inmenso poder atribuido a la actividad didáctica en sí misma, si acaso se basaba en los principios del aprendizaje activo, fue dando lugar así a un nuevo escenario de aula, donde en el mejor de los casos el docente ya no se echaba largos discursos, sino donde los estudiantes realizaban tareas muy activas todo el tiempo: juegos de roles, dramatizaciones, lluvias de ideas, trabajos en grupo, manualidades, visitas a la comunidad, etc. sea para aprender la lectura, la matemática, la ciencia o cualquier otra cosa. Todos vimos estos cambios con entusiasmo y los alentamos sin titubear.
Ahora, sin embargo, a la luz de los hechos, estamos en condiciones de plantearnos nuevos interrogantes. Las actividades didácticas mejor diseñadas pueden indicarle al profesor, por ejemplo, hasta las preguntas que deben formular para propiciar la reflexión al término de una tarea: la visita al mercado, el álbum personal, la torta de cumpleaños, la carta al alcalde, etc. etc. Eso no está mal. Pero ¿cómo va a manejar las respuestas que vaya obteniendo?, ¿está habituado a distinguir lo esencial de cada intervención y a establecer sobre la marcha una doble correlación, entre todas las respuestas y entre éstas con los propósitos y contenidos de la clase?, ¿tiene experiencia en el manejo del error o se va a impacientar con las respuestas que considere no pertinentes?, ¿va a darles tiempo a sus alumnos para que razonen la experiencia, discutan y elaboren sus propia conclusiones o se va a apresurar a validar las «respuestas correctas» para abreviar el tiempo?
Antes no nos planteábamos estas dudas. Imaginábamos de buena fe que si el docente seguía la pauta, todo iba a estar bien. Ahora, cuando tomamos una mayor consciencia de lo que implica enseñar y aprender competencias, tomamos nota del rol pedagógico que esto requiere. Juan Carlos Tedesco ha dicho recientemente que la viabilidad de los currículos por competencias en América Latina se juega en la posibilidad de que los docentes ya no asuman su rol como difusores del conocimiento sino que posibiliten más bien la puesta en práctica del conocimiento, y que eso redefine el carácter de las experiencias de aprendizaje. En verdad, el proceso de desarrollar competencias exige a los docentes empatía y paciencia, así como capacidades de observación, interacción, interrogación y síntesis. Le exige flexibilidad e imaginación para afrontar las contingencias y perspectiva para aprovechar las oportunidades emergentes. Si tenemos en cuenta, además, que sus interlocutores son de una generación diferente, entonces necesitará además una actitud desprejuiciada y abierta.
Ya me parece escuchar a algunos de mis amigos decirme que todo eso es muy complicado para nuestros maestros, que no es realista esperar que lo aprendan y que lo más práctico es que se limiten a hacer las cosas en el aula tal y como se le indican paso a paso, aunque no las entiendan.
El problema de esa postura ya lo tenemos a la vista: un docente que pone en práctica metodologías activas pero sin modificar su antiguo rol, con las distorsiones que eso implica en la calidad de los procesos y en los resultados obtenidos. Si los programas formativos no ofrecen oportunidades para desarrollar estas nuevas habilidades, que no se lograrán en conjunto de un día para otro pero que sí se pueden aprender, y por el contrario se siguen enfocando básicamente en enseñarles más y más actividades didácticas para una u otra área curricular, el problema seguirá intacto. El atribuido (super) poder a la actividad en sí misma, se habrá consolidado como el gran mito pedagógico de finales del siglo XX.
El caso de las clases desarrolladas
Cuando vemos el éxito comercial de numerosas publicaciones para docentes, que les venden ya no solo actividades sino clases enteras escrupulosamente pautadas, listas para aplicar, nos damos cuenta que en efecto el juego no es que el docente entienda su nuevo rol y aprenda a ejercerlo de manera consciente, sino sólo de que haga determinadas actividades. Aclaremos que no estamos hablando de textos de autoaprendizaje, como los empleados exitosamente por el proyecto Escuela Nueva en Colombia por más de 30 años, pues aquellos proponían actividades muy pautadas que los estudiantes debían seguir y trabajar de forma colaborativa. Estamos hablando aquí de actividades para el docente, expresamente diseñadas para aplicarse tal como ellas lo indican.
Un guión desarrollado de una clase completa puede ser muy útil como punto de apoyo, cuando a un docente le resulta difícil imaginar el tipo de proceso que requiere la enseñanza de una competencia. Entonces se le describe una ruta detallada de principio a fin de todo el itinerario que debiera seguir, según sea el caso. Ese es el papel que cumplen o deben cumplir, por ejemplo, las Sesiones de Clase distribuidas por el Ministerio de Educación. Pero este tipo de instrumentos son solo el punto de apoyo transicional que pueden requerir algunos docentes, hasta que aprendan a caminar solos y diseñar procesos más pertinentes por sí mismos. Algo que, sin embargo, no lograrán si en paralelo no vamos haciendo lo necesario para fortalecer las habilidades que le exige su nuevo rol.
Alguien podría decirme que esto no es tan negativo, pues malo que bueno los estudiantes aprenden mejor de esta manera. Lo que yo podría responder es: depende de las expectativas. No tengo duda que las clases que siguen este guión al pie de la letra, en general, pueden haberse vuelto algo más entretenidas y que muchos estudiantes pueden sacar provecho pedagógico de los mayores márgenes de acción que la metodología en que se basan esas actividades les puede otorgar. Tampoco puedo negar que algunos docentes puedan sentirse realmente inspirados al seguir un camino didáctico que nunca antes había imaginado siquiera.
El problema de fondo es si la sencilla y reiterada aplicación de un esquema predefinido de acción, donde maestros y estudiantes deben limitarse a acatar lo que dice un libreto, produce personas capaces de pensar de manera crítica, y de combinar con creatividad saberes diversos para afrontar toda clase de desafíos. La cuestión es muy simple: sí, importa mucho lo que hace el docente en el aula, pero importa también y quizás sobre todo, cómo lo hace.
¿Nuevas actividades desde viejo roles?
Entendámonos: no es erróneo ofrecer al docente una clase o una actividad ya desarrollada, lo que preocupa en ambos casos es la calidad del rol que el docente necesita cumplir para hacer bien una cosa u otra. Si yo sé cocinar, puedo seguir una receta y preparar un plato de elaboración compleja siguiendo las indicaciones que están escritas. Pero si nunca lo he hecho, puedo entender y aplicar las instrucciones de formas impredecibles, pues la receta presupone en su lector habilidades básicas que yo no poseo. Con lo cual regresamos al punto de partida.
La experiencia demuestra que un docente convencido de la validez de un modelo de enseñanza centrado en el profesor y cuya actitud, en consecuencia, sigue siendo, protagónica, frontal y unidireccional, puede aplicar las actividades didácticas que se le indica paso a paso o la secuencia desarrollada de una clase entera, sin abandonar su antiguo rol. Lo que puede implicar, por ejemplo, que confunda «conflicto cognitivo» con la formulación de una pregunta cualquiera, en la ilusión que eso basta para desacomodar la cabeza de 30 estudiantes, «recojo de saberes previos» con preguntas abiertas cuyas respuestas no va a utilizar durante la clase porque no sabe cómo, o «metacognición» con el simple repaso de la secuencia de acciones realizadas, a modo de un buen recuerdo. En otras palabras, puede hacer todo lo que se le indica sin una idea clara –más allá de lo que lee en la pauta- de lo que eso significa ni de los cambios de fondo que implica en su papel como maestro.
Sé que muchos de mis colegas me van a decir que es preferible eso a nada. Perdón por discrepar, pero los años no pasan por gusto y si no aprendemos las lecciones de la historia estaremos condenados a repetirla al infinito. Las competencias profesionales que requiere el docente para ejercer el nuevo rol que se espera de él en el aula ya están incluso definidas: el Marco de Buen Desempeño Docente plantea nueve y tienen valor oficial. Ya es hora de ponerlas en la agenda.
Insisto, incrementar al infinito el repertorio didáctico de los maestros con metodologías pertinentes al desarrollo de competencias me parece muy necesario, aceptando que algunas propuestas puedan ser más estructuradas y otras menos. Las Rutas de Aprendizaje están aportando a eso y deben continuar haciéndolo cada año. Lo que hace falta es empezar a preocuparnos por la manera como se utilizan, pues desde una lógica curricular por competencias no da lo mismo si se emplean de manera crítica, flexible y consciente o de forma mecánica, rígida e irreflexiva, si se toma en cuenta las intervenciones de los estudiantes o si sigue prevaleciendo el punto de vista del profesor, si se atiende las diferentes necesidades que van apareciendo o si se sigue no más de largo, haciéndose de la vista gorda.
En sentido contrario a la acción pedagógica automatizada, Philippe Perrenoud afirma que «desarrollar competencias no es contentarse con haber recorrido un programa, es no dar tregua hasta que éstas estén creadas y probadas… (si) la acción pedagógica no ha alcanzado su objetivo, es necesario obstinarse en buscar nuevas estrategias». Si nos pareciera que ese horizonte es hoy en día lejano, pues hay que apresurarnos a emprender el camino hacia él cuanto antes. No hay más tiempo que perder.
Lima, 26 de septiembre de 2015