Patricia Andrade | EDUCACCIÓN
No salíamos de la sorpresa y decepción al conocer que el expresidente Martin Vizcarra, su esposa y hasta el hermano habían recibido las vacunas destinadas a ensayos clínicos -y no como parte de los miles de voluntarios que lo hicieron de buena fe, sin saber si era vacuna o placebo lo recibido- cuando se puso al descubierto que no sólo ellos, también dos exministras, altos funcionarios y autoridades de dos reconocidas universidades, representantes de un laboratorio y varias otras personas entre familiares y círculo de “allegados” habían sido vacunados. Hasta nada menos que el Nuncio Apostólico, Nicola Girasoli, “justificando” haber sido vacunado por ser “consultor de la prestigiosa Universidad Cayetano Heredia en temas éticos sobre este proceso”. Aumentó la indignación, la decepción, el sentimiento de injusticia y hasta la desesperanza. Esas fueron algunas de las reacciones generadas, totalmente legítimas, de parte de la población, demandando las investigaciones correspondientes.
Indignación porque, como se ha dicho hasta el cansancio, quienes incurrieron en estos actos siendo funcionarios públicos hicieron aprovechamiento personal de su cargo para beneficiarse a sí mismos y a sus círculos. De un cargo al que se llega para servir al país, para tomar decisiones que beneficien a la población, principalmente a los más vulnerables. Al hacerlo, defraudaron la confianza ciudadana en el Estado, reforzando la idea de que todo el que entra a trabajar al Estado lo hace por interés propio. Así se golpea y se invisibiliza a quienes abrazan la gestión pública con consecuencia, compromiso e integridad.
Se ha dicho que, en algunos casos, pudo haber alguna justificación, porque eran personas que estaban expuestas a mayor riesgo que el ciudadano promedio. De hecho, tal fue el argumento dado por exministras y exviceministros. Sin embargo, se hizo todo en la más estricta reserva y se hicieron esfuerzos reiterados en ocultarlos, negando, mintiendo. Esto hace que no se trate de un error. Un error se admite en cuanto se identifica como tal, no cuando se ha descubierto. En este caso se buscó ocultar deliberadamente porque en el fondo hubo alguna conciencia de que algo no estaba bien. El ocultamiento, la opacidad de los hechos, van en dirección opuesta a la transparencia que requiere la gestión pública, precisamente para evitar los privilegios y discrecionalidad, en el manejo de los recursos y toma decisiones. Es decir, hubo una falla doble a principios fundamentales del código de ética de la función pública: aprovechamiento del cargo de la mano de la opacidad en los actos.
Junto a la indignación, también se ha experimentado mucha impotencia y sentido de injusticia, pues se ha percibido que, una vez más, acceder a un bien que es un derecho depende más del hecho de ser parte de ciertos círculos que de otro criterio, como la mayor necesidad o vulnerabilidad de quienes cada día exponen sus vidas. Son muchas las vidas perdidas de quienes están en el primer frente de batalla, protegiendo nuestras vidas, como es el caso del personal de salud, de seguridad y limpieza. Este solo hecho ha generado un daño imperdonable a la moral del país, a la necesidad de confiar en que algo funciona, en que habrá un trato equitativo, en que se cumplirán las reglas de juego, en que nadie será más importante que otro, en que todas las vidas valen igual y, si acaso hay algunas que debemos preservar más, es la del contingente de valientes que ponen el cuerpo para cumplir su deber, para cuidarnos a todos.
Ante este escenario, no ha faltado el linchamiento social, así como el aprovechamiento de la situación para golpear al gobierno y traer abajo los buenos esfuerzos del Estado. Sin embargo, la gran pregunta que no terminamos de responder es ¿cómo podemos utilizar esto que nos ha pasado para entendernos un poco más como país y, principalmente, para reconocer qué debemos cambiar en la manera como educamos a las jóvenes generaciones para que no perpetúen esta disposición a aprovecharse del cargo, de la posición, del poder?, al predominio del bien individual por encima del beneficio colectivo; ¿qué podemos aprender de todo ello para ser más conscientes de las micro manifestaciones cotidianas en las que, “sin darnos cuenta”, nos saltamos las reglas, sacamos provecho de situaciones de ventaja, entre otras formas de transgresión igualmente reprochables?
Se abrirán procesos administrativos y penales, de ser el caso, habrá sanción social y ojalá también memoria. Podemos también indignarnos, quizás deprimirnos, pero ¿cómo hacemos para salir de esta crisis con un mejor sentido del bien común? ¿cómo hacemos para salir con mayor conciencia y capacidad para discernir entre lo que es ético y lo que no lo es?
Cuando Pilar Mazzeti lamenta “No haber reflexionado sobre mi actuar desde el punto de vista ético”, estamos ante una pista importante para entender, porque si queremos poner un alto y sacar de esta experiencia la oportunidad para avanzar hacia una formación ciudadana más efectiva, no basta la sanción.
Necesitamos con urgencia aprender a pensar, a incluir diversas perspectivas ante una decisión que compromete a muchos, a identificar las consecuencias en el otro de mis actos y de mis omisiones. Entender que hay ciertas decisiones que, vistas de manera aislada, pueden parecer lógicas, naturales, beneficiosas, pero puestas en contexto, contrastadas con las consecuencias, con el costo que supone en perjuicio directo o indirecto a otros, en las implicancias sociales, ya no se ven igual. Y eso es lo que no hemos aprendido, lo que no hemos logrado desarrollar de manera suficiente: juicio crítico, capacidad para discernir, para poner el bien común en el centro de las decisiones, sobre todo cuando se ejerce una función pública. Y esto es aplicable para la educación básica y para la educación superior, cuya tarea debiera ser continuar la formación ciudadana de jóvenes que más tarde asumirán los cargos hoy ocupados por personajes que desfilan con mucha solvencia profesional y tanta pobreza moral.
Una cosa más. Por encima de la pena y desmoralización, necesitamos preservar la confianza en las islas de integridad, que no dudo existen en el Estado. Tampoco perdamos la memoria ni caigamos en el juego de los que hoy se indignan, queriendo hacernos olvidar que ayer tuvieron igual o peor comportamiento ético cuando estuvieron en el poder.
Lima, 8 de marzo de 2021