Luis Guerrero Ortiz / Para EDUCACCIÓN
Acaba de ser oficializado el nuevo currículo de Educación Básica y ya han empezado a florecer ofertas de capacitación docente por doquier. La pregunta que uno se hace inmediatamente es si los ofertantes habrán terminado de entender un documento que acaba de ser publicado y qué clase de interpretaciones estarán transmitiendo a los maestros. Lo cierto es que en materia de formación docente para la implementación curricular, tanto en el ámbito público como privado, hay mucha tela que cortar. Venimos arrastrando sesgos, distorsiones y falsas atribuciones durante tantos años, que han terminado instalándose en la mente de muchos docentes como verdades indiscutibles. Creo que ha llegado la hora de encararlas seriamente, para no volver a repetir el drama y no caer ni quedar atrapados en las mismas grietas de siempre.
Una vieja hipótesis respecto a la viabilidad de un currículo reformado es la que enfatiza como condición principal o virtualmente única a la capacitación docente. No importa de qué currículo se trate ni qué condiciones pudiera requerir su implementación, esta hipótesis parte de la premisa de que todo depende del docente y depende sobre todo de su manejo didáctico. Es así como desde la reforma curricular de la última década del siglo XX en adelante, cada ajuste del currículo ha impulsado a sus formuladores a hacer talleres y diseñar programas que los instruyan en metodologías concretas para enseñar, tampoco todo lo que el currículo demanda sino la comprensión lectora y la matemática preferentemente.
Esta hipótesis es una sobre simplificación, pero tiene una virtud: transmite la sensación de que es fácil la tarea de hacer que el nuevo currículo se cumpla. Naturalmente, cuando veamos que el docente que ha participado en un sinnúmero de talleres sigue enseñando lo de antes y como antes, siempre tendremos una excusa a mano. Por ejemplo, la mala calidad de su formación inicial o lo poco educables que son los estudiantes de bajo nivel socioeconómico.
Esta ha sido la historia del desarrollo curricular de las últimas dos décadas en el país. Esta es la historia que no debemos repetir ahora que hemos logrado dar un paso adelante, superando al fin, después de 10 años, el Diseño Curricular Nacional heredado y las terribles deformaciones pedagógicas a que indujo a una legión de docentes.
¿Qué necesitamos hacer para diseñar una estrategia de formación docente eficaz, que recoja las lecciones duramente aprendidas a lo largo de estos años?
En primer lugar, se necesita superar el antiguo y falso dilema entre una formación orientada a las teorías disciplinares y otra a las didácticas de las disciplinas. La formación ofrecida a los maestros se ha movido históricamente entre ambos extremos y no solo en el Perú, por lo que muchos autores han insistido en la articulación de ambas perspectivas. Suena razonable. El problema es que el currículo no enseña contenidos disciplinares sino competencias, las que en principio –excepción hecha de matemática y comunicación- se alimentan de varias disciplinas, orientándose todas a un saber actuar más que a un dominio de contenidos per se.
En las últimas dos décadas hemos enfatizado mucho en las didácticas y de cuando en cuando hemos virado hacia los contenidos curriculares, como si una u otra fueran la llave para acceder al desarrollo de competencias y perdiendo de vista la orientación del currículo. Una cosa es dominar contenidos y los métodos que me permitan enseñarlos con eficacia, otra distinta es dominar, además, estrategias para enseñar a utilizarlos para afrontar situaciones retadoras de diversa naturaleza.
En segundo lugar, se necesita superar la tendencia a traducir el enfoque curricular por competencias al enfoque curricular por objetivos. Hacer esa equivalencia ha resultado muy cómoda tanto para los docentes como para los diseñadores de programas, pues tratar a las competencias como objetivos generales y no como un desempeño global a ser evidenciado y evaluado en la práctica, ha permitido enfocarse en las capacidades y sus indicadores, tratándolos como objetivos específicos.
Este es un viejo problema. La tendencia a fragmentar las competencias y enseñar sus partes por separado y de manera aislada (contenidos conceptuales, procedimentales y actitudinales) viene de los años 90. No hay, pues, tradición en preparar al estudiante en su selección y combinación pertinente para afrontar situaciones desafiantes. El DCN en sus dos versiones convalidan esta distorsión, pese a que hoy por hoy no existe en la comunidad de expertos a nivel internacional nadie que sostenga esta tesis. Si la formación insiste en transitar por ese mismo camino, seguiremos alejando al docente de las expectativas y demandas del nuevo currículo.
En tercer lugar, se necesita priorizar el desarrollo de capacidades para la evaluación formativa de los aprendizajes. Uno de los vacíos más graves, si no el principal, en la implementación de la reforma de los años 90 fue ese. Si el docente no sabe cómo evaluar competencias, difícilmente entenderá cómo enseñarlas. Lo que se hizo entonces fue enfatizar la capacitación en métodos activos, lo que llevó a muchos docentes a convertir sus clases en experiencias muy participativas y, paradójicamente, a continuar evaluando contenidos, solo que calificándolos con letras. Tampoco existe tradición en el país en el campo de la evaluación formativa y cualitativa, se confunde evaluación con calificación y toda forma de verificación de logros es solo para llenar actas y libretas. La enseñanza de competencias no puede convivir con este enfoque de la evaluación.
Hacer evaluación formativa supone habilidades pedagógicas muy precisas. Hay que saber evaluar las capacidades con que inician los alumnos y saber, sobre todo, cómo usar esa información para hacer una programación diferenciada. Hay que saber ofrecer retroalimentaciones asertivas y oportunas al estudiante, acumulando evidencias de sus progresos en un portafolio, elaborar y utilizar rúbricas para medir su nivel de desempeño, lo que exige a su vez capacidad de observación, registro y valoración de logros. Estamos hablando de otra cultura evaluativa, lo que plantea a la formación desafíos que van bastante más allá de las didácticas.
En cuarto lugar, se necesita trazar linderos claros entre actividades informativas o de sensibilización y actividades estrictamente formativas, dirigidas a desarrollar capacidades docentes. No distinguir la diferencia nos ha llevado durante mucho tiempo a nombrar como capacitación actividades breves dirigidas básicamente a transmitir información e instrucciones al docente –usando técnicas participativas muchas veces- respecto de lo que debe hacer en el aula. Esta confusión obedece a un enfoque prescriptivo de la pedagogía, que no habilita al docente, no se hace cargo de sus fortalezas o debilidades para hacer lo que se le pide, solo se le indica cómo debe proceder en el aula.
Comunicar instrucciones y modelar procedimientos puede ser necesario, pero en sí mismo no es formativo. En la pasada década del 90 se ensayó –quizás sin mucha reflexión- una combinación extraña entre el enfoque constructivista de las competencias y el conductismo, enfocando las capacitaciones en la perspectiva de la instrucción programada: se enfatizaba a los docentes la necesidad de planificar sus actividades con detalle en una secuencia ordenada, y se le decía que después debía limitarse a aplicarla. Si el plan estaba bien hecho, “seguramente” todo saldría bien. Esto no puede continuar. No obstante, si queremos que los docentes enseñen partiendo del nivel en que se encuentran sus alumnos y los lleven de la mano hacia su zona de desarrollo próximo, no podemos dejar de hacer lo propio con ellos en los programas de formación.
En quinto lugar, se necesita diseñar programas formativos que empiecen a poner en agenda tanto las capacidades que requiere la enseñanza de las áreas del Currículo Nacional, como las competencias pedagógicas del Marco de Buen Desempeño Docente. Esas competencias, como se ha dicho tantas veces, están llamadas a convertirse en el piso pedagógico común para todo docente, sea cual fuere su especialidad o nivel educativo.
Hacer esto supone, naturalmente, discutir la tesis de la que hemos partido hasta ahora: que la eficacia de la enseñanza pasa fundamentalmente por el manejo de las didácticas de las áreas. Lo que el Marco de Buen Desempeño nos plantea es otra tesis: que la efectividad pasa también por la creación de un clima motivador de aprendizaje, por una conducción flexible del proceso pedagógico y muy anclado en la realidad, así como por una evaluación formativa permanente. Hacer bien estas tres cosas, sin embargo, supone aprender a hacerlas, es decir, supone habilidades específicas que deben empezar a formar parte de la agenda de formación de los docentes.
En sexto lugar, se necesita desarrollar de una manera más especializada determinadas habilidades pedagógicas que el Marco de Buen Desempeño enfatiza y que están detrás de tareas que le demandamos al maestro desde hace mucho tiempo, sin que hayamos ofrecido al docente oportunidades de aprender a hacerlo. Por ejemplo, la conformación y conducción de equipos de trabajo en el aula. Se les demanda que propicien el trabajo en grupo como si agrupar alumnos fuera suficiente para que funcionen bien. Y pese a haber mucha investigación acumulada sobre la materia, nadie les enseña el arte y la ciencia de transformar grupos no cohesionados y dispersos en equipos productivos y autónomos.
Es el caso también de los saberes previos y los estilos de aprendizaje. Reclamar que se consideren en la planificación se ha vuelto un lugar común, pero ¿cómo detectamos los saberes que están detrás del sinnúmero de tareas que los estudiantes realizan en el ámbito de su vida familiar, social y cultural? ¿Cuántos estilos de aprender existen y de qué manera se pueden detectar? Y sobre todo, ¿qué hacemos con esa información una vez recogida? Es el caso asimismo del manejo de conflictos. Existe la idea errónea que la alternativa al castigo es el diálogo y el acuerdo entre las partes, sin embargo, esa es una entre varias opciones absolutamente válidas para encarar un conflicto, dependiendo de sus características. Estos temas están también muy estudiados y hay mucho para ofrecer al docente en términos de enfoques, estrategias e instrumentos; y aunque se los seguimos exigiendo, han estado siempre ausentes en los programas de formación.
Por cierto, como he insistido muchas veces, no solo la formación resolverá los desafíos de la implementación curricular. Hay que hacer de los directores más que administradores, auténticos líderes pedagógicos capaces de gestionar el desarrollo del currículo en sus escuelas, conversión que promete ser dura; hay que monitorear permanentemente la implementación, para tener información de primera mano que permita hacer ajustes y mejoras sobre la marcha; hay que crear condiciones e incentivos para que los docentes puedan invertir parte de su tiempo en reunirse a evaluar las fortalezas, debilidades y desafíos de su práctica pedagógica de manera constante, entre varias otras cosas.
No obstante, para que la formación cumpla su papel, es necesario hacer estos ajustes urgentemente. Con certeza hay varios más de orden estratégico, que la Dirección de Formación Docente en Servicio del Ministerio de Educación ya tiene en agenda y que deberán dar lugar a un viraje importante en la dirección que ha venido teniendo la política hasta la fecha. Los que he mencionado son seis de carácter programático, difíciles de abordar porque son controversiales y retan la cultura hegemónica en el campo de los enfoques de la formación. Pero empezar a enfrentarlos y resolverlos, me parece, es una condición de posibilidad para el éxito en la implementación del nuevo currículo de educación básica. Apuntémoslo en la pizarra de los retos que deberá afrontar el nuevo gobierno.
Lima, 06 de junio de 2016