Edición 98

Convivencia y aprendizaje: dos caras de la misma moneda

Construir convivencia es hacer de la escuela un espacio grato y acogedor donde aprender juntos se convierta en una necesidad para todos

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«A mi entender, nunca deberíamos pegar a los niños pensando en las faltas que hubieran cometido por debilidad. El único vicio que merece una paliza es la testarudez» Esto decía J. G. Krüger, un pedagogo alemán cuyos escritos tuvieron mucha influencia en padres y educadores allá por 1750[1]. Por entonces, la voluntad del estudiante, el hecho que tuviera ideas y convicciones propias, era algo peligroso y había que combatirlo con la mayor energía posible.

Desde que los sistemas educativos existen, lo que hoy se denomina «convivencia» se llamaba simplemente «disciplina» y se consideraba una premisa de la enseñanza. Es decir, no era el resultado de la educación sino una condición para recibir educación. Los estudiantes debían llegar desde casa dispuestos a someterse a las normas y a la autoridad del maestro sin dudas ni murmuraciones. El docente, además de transmitir información —que hace tres siglos era sinónimo de educar— tenía la facultad de vigilar y castigar a discreción a la masa anónima de estudiantes que tenía delante. El objetivo era uno solo: que lo dejen enseñar en paz. Para eso disponía de una serie de medios de coacción.

Si consultamos el diccionario, la disciplina escolar consiste básicamente en un sistema de reglas, pautas y castigos que se utilizan para controlar el comportamiento de los estudiantes. Está basado en un reglamento —hecho por adultos— que los alumnos deben obedecer y que define la conducta que se espera de ellos. Ahora bien, un comportamiento basado en la obediencia no es otra cosa que una manera de actuar que se limita a cumplir órdenes y que permanece subordinada a la voluntad de otra persona. Por eso el diccionario propone las palabras dócil, sumiso, cumplidor, como sinónimos de la palabra «obediente».

Desde hace treinta años, con las reformas curriculares del fines del siglo XX, la palabra disciplina fue reemplazada por el concepto de convivencia. Para muchos, aún ahora, esto significó solo un cambio de nombre. Nunca se trató de eso.

La convivencia significa saber vivir en compañía de otros, más allá de las diferencias, no solo en armonía sino sobre todo en base a la confianza y el respeto mutuos, en base al reconocimiento recíproco de nuestras legítimas diferencias. La convivencia no se relaciona solo con la escuela sino con la sociedad misma, por lo que está relacionada también con el concepto de inclusión en el contexto de una pluralidad de personas; y con la existencia de un vínculo común al que todos adhieren y que todos asumen como necesario.

Se entenderá, entonces, que así definida, la convivencia no es una condición previa sino un resultado, el producto de una experiencia formativa que tiene como principales responsables a los adultos que ejercen un rol educador al interior de las instituciones. Es, a la vez, un requisito para el aprendizaje, pues si la disposición a aprender no representa un acuerdo y una adhesión voluntaria, sino una orden y una imposición externa, nada que hagan los docentes —por las buenas o por las malas— va a lograr un resultado.

Cómo se entiende la convivencia escolar en los hechos

El Monitoreo de Prácticas Escolares (MPE) es un programa del Minedu que se implementa hace años y que reporta anualmente el resultado de una indagación cualitativa en más de cinco mil aulas de una muestra nacional representativa de profesores. Se recoge información sobre la calidad de la enseñanza y la gestión, y uno de los temas que se monitorea es la convivencia. El informe del 2023[2] reporta una situación bastante elocuente sobre la manera en que se está enfocando y abordando este tema: en 8 de cada 10 instituciones educativas se aplica métodos violentos para corregir a estudiantes y/o se ignoran las situaciones que afectan la convivencia. En otras palabras, para la mayoría de escuelas la convivencia parece estar reducida al buen o mal comportamiento de los estudiantes; las conductas se manejan con agresividad; y cuando no, se elige mirar para otra parte. Por supuesto, tampoco se prevén o desarrollan acciones dirigidas a fortalecer las relaciones de buen trato y respeto mutuo —algo que las propias normas recomiendan— ni hay reglas claras ni actualizadas de convivencia. Esos son los hechos.

La idea de la convivencia como «buena conducta» de los estudiantes se refuerza cuando las campañas públicas que llevan la bandera de la convivencia se centran en la prevención del bullying o la atención a los casos de violencia. El mensaje implícito pareciera ser que el ideal es una convivencia libre de acoso y punto. El acoso, la agresión y la violencia no son la causa de que no exista una genuina convivencia en la escuela; por el contrario, la ausencia de una convivencia auténtica es la que explica la existencia de este fenómeno, son sus síntomas. Por eso, muchos docentes simplifican los problemas de la convivencia y los reducen a la indisciplina de los alumnos, atribuyen sus causas a las familias e imaginan que la solución es obligarlos a que se porten bien. Pese a que, según cifras de SISEVE, 4 de cada 6 denunciados como agresores en las instituciones son adultos, las escuelas se resisten a mirarse de pies a cabeza en el espejo.

Esto quiere decir que no hay una sola manera de entender la convivencia. Puede estar basada en el control y la coacción, para que los estudiantes se sujeten a las normas, lo que requiere una vigilancia constante y un reglamento punitivo. Una perspectiva que adjudica a la convivencia el mismo significado de la palabra «disciplina».

Por el contrario, cuando las relaciones humanas al interior de la escuela están basadas en el acuerdo, la colaboración y la confianza mutua, para lograr así que el grupo trabaje con voluntad y compromiso, recién estamos hablando genuinamente de convivencia. Eso supone en primerísimo lugar un clima de genuino interés en el aprendizaje y vínculos construidos alrededor de un objetivo compartido, no impuesto, con el que todos sientan una plena identificación.

Convivencia escolar: hay requisitos

Howard Gardner afirma que el conocimiento de sí mismo no se pueda separar de la habilidad para conocer a otros, no solo en lo que son como persona, sino también en la forma como lo consideran a uno[3]. Eso es algo característico de nuestra condición social: buscamos en los otros una interpretación de los que somos. De ahí la importancia de la calidad de las relaciones humanas que sepamos construir en el aula y en la escuela.

En primer lugar, el interés por aprender es el principio de la cohesión, porque el desafío de la convivencia está situado en una institución cuya razón de ser es el aprendizaje. La motivación es un indicador de interés y es la que moviliza y sostiene la voluntad de todos en una misma dirección. David Perkins sostiene que las personas aprenden cuando tienen una motivación para hacerlo, además de oportunidades razonables[4]; y ambas cosas son la clave un comportamiento grupal colaborativo. El desinterés, por el contrario, no solo vuelve imposible el aprendizaje, sino que dispersa los intereses del grupo y se pierde el principal motivo para estar juntos y para hacer cosas juntos.

Un segundo factor es la identidad de grupo. Para que los estudiantes funcionen como un equipo de trabajo colaborativo, productivo y autorregulado necesitan un objetivo común al que todos adhieran voluntariamente, algo que no ocurrirá si la escuela no lo provoca. Por el contrario, un objetivo y una tarea impuestos desde fuera no genera adhesión, no se traduce en una aspiración común y hasta puede suscitar rechazo, activo o pasivo. En el pasado, esto era impensable, aprender era un deber y todo deber era una obligación que debía cumplirse aún a costa de renuncias y sacrificios.

En tercer lugar, los vínculos son otra clave que se deriva lo anterior. El interés compartido aporta a la identidad de grupo, pero falta una pieza más. En los grupos donde sus miembros no se conocen en absoluto y no los une ningún lazo de confianza, no surge la colaboración. En grupos cuyos miembros no han construido esa clase de vínculos, que van bastante más allá de su condición de alumnos o compañeros de clase, lo que predomina es el prejuicio y la desconfianza, y es caldo de cultivo para las divisiones, rivalidades y confrontaciones.

Convivencia: ¿tema de tutores o responsabilidad docente?

Si examinamos el currículo nacional[5], no es difícil notar que aprender a resolver problemas —es decir, desarrollar competencias— supone aprender a trabajar en equipo con personas diferentes. Eso requiere autoestima y autoconfianza, conciencia emocional, integridad personal, así como respeto y autorrespeto. No son temas que deban ser explicados, se trata de cuatro habilidades socioemocionales que necesitan desarrollarse y que, además, están incluidas en el currículo. Por lo tanto, están en la agenda del docente y no de los tutores ni del psicólogo escolar.

La ausencia de estas habilidades no son síntomas de una patología o de disfunciones familiares, son ausencias que pueden observarse incluso en la dinámica de los grupos conformados por gente adulta. El hecho que estén en el currículo significa que son objeto de enseñanza y aprendizaje, que pueden desarrollarse desde temprana edad, que debe ser abordadas en el aula y en el transcurso la vida cotidiana, no el gabinete de un especialista ni en una hora a la semana.

  • La competencia relativa a la identidad comprende, en primer lugar, el desarrollo de la seguridad y la autoestima. Cuando se trabaja en equipo, las personas necesitamos exhibir seguridad personal, confianza en nuestras propias capacidades y reflexiones, para atrevernos a arriesgar respuestas y a valorar nuestro punto de vista.
  • En segundo lugar, comprende también la consciencia emocional, porque necesitamos aprender a reconocer nuestros estados de ánimo y a autorregularnos emocionalmente, no para dejar de sentir lo que sentimos sino para no dejar que el agobio, la frustración o la irritación, emociones las que todos tenemos derecho, nos lleva a hacer o a decir algo que pueda lastimar a otros, a aislarnos o a perjudicar la colaboración.
  • En tercer lugar, supone asimismo la integridad personal. Ocurre que necesitamos también la fuerza moral necesaria para evitar o confrontar situaciones que perjudiquen el derecho de otros en nombre de una solución aparentemente más conveniente; así como la suficiente autoconfianza para ser firmes cuando se deba.
  • En cuarto lugar, incluye igualmente el respeto y el autorrespeto para ser firmes enfrentando cualquier tipo de discriminación debido al género de las personas, rechazando prejuicios, preferencias o privilegios y a invalidar moralmente cualquier solución o procedimiento que lo defienda o lo justifique.

Pero esto no es todo. El trabajo en equipo también exige de los estudiantes —así como de los profesores y de todos los que necesiten hacer cosas juntos— una actitud inclusiva, la habilidad de colaborar, también la de resolver conflictos y una clara conciencia del otro. Nuevamente, estamos hablando de cuatro habilidades socioemocionales, no de cuatro contenidos a abordar en la hora de tutoría, y que deben, por lo tanto, desarrollarse en la dinámica cotidiana del aula.

  • La competencia relativa a la convivencia, precisamente, comprende en primer lugar, el desarrollo de una actitud inclusiva. Necesitamos aprender a interactuar con personas diferentes a nosotros de manera abierta y desprejuiciada, a escucharnos y a esforzarnos por cotejar y comprender perspectivas u opiniones distintas a la nuestra, distinguiendo las ideas de las personas.
  • En segundo lugar, supone también la capacidad de colaborar. Si la solución se construye en equipo necesitamos saber colaborar unos con otros y complementarnos en roles o capacidades diversas, llegando a acuerdos con voluntad, apertura, respeto y siempre por convicción, sabiéndolos respetar y hacerlos respetar.
  • En tercer lugar, incluye asimismo la capacidad de manejar conflictos. Necesitamos saber manejar discrepancias y desencuentros de manera asertiva y sin perder la calma, para que las diferencias de perspectivas, intereses o emociones que eventualmente puedan surgir en el grupo —algo absolutamente normal e inevitable— no afecten la tarea ni el objetivo, así como tampoco la confianza mutua.
  • En cuarto lugar, supone igualmente tener plena consciencia del otro. Debemos poder distinguir cuando los problemas que se deben afrontar son de carácter personal y cuándo son de carácter público, es decir, cuándo van más allá de mis propios intereses y están afectando a otros de una manera u otra. Percibir la diferencia nos demanda sensibilidad, empatía y compromiso.

Todas estas habilidades son transversales a los procesos que se desarrollan en clases, sea cual fuere el área curricular que se esté abordando. Se desarrollan de manera progresiva a través de distintas estrategias que el docente debe manejar, así como también modelar. Es un error común creer que son temas que deben ser enseñados en sesiones específicas o, pero aún, que son ajenos a la tarea del docente. En el informe del 2022 de la Unidad de Medición de la Calidad (UMC) del Ministerio de Educación, el que reporta los resultados de la prueba sobre habilidades socioemocionales de estudiantes de 6° grado de primaria y 2° de secundaria[6], el 52,1 % de los directores señalaron que un psicólogo es quien debe hacerse cargo de su desarrollo.

Docentes: ¿técnicos o profesionales?  

Desde el siglo XVIII hasta fines del siglo XX, la docencia ha sido percibida como un oficio. Quienes la ejercían estaban obligados a cumplir el trabajo asignado por sus jefes, en el plazo y los términos que ellos le ordenaban. Como señala Emilio Tenti, esto se reforzó mucho con la ampliación de la educación pública, lo que convirtió al Estado en su principal empleador[7]. En consecuencia, enseñar suponía cumplir un horario, hacer lo que les pedían que hicieran en los plazos asignados, para reportar luego puntualmente el cumplimiento de lo encargado. De este modo, el docente no se debía a sus estudiantes, se debía a sus jefes y su labor debía dejarlos satisfechos principalmente a ellos.

Desde fines del siglo XX, sin embargo, la docencia pasa a convertirse en una profesión y, por lo tanto, adquiere rango universitario. Esto cambió totalmente la perspectiva. El estatus profesional de la docencia la orienta fundamentalmente a la satisfacción de un derecho humano, el derecho a la educación. Eso quiere decir que debe prestar un servicio ajustado a las necesidades de quienes lo reciben y a plena satisfacción de sus usuarios directos, como ocurre con todas las profesiones. Desde esta perspectiva, la relación con sus estudiantes deja de ser impersonal y necesita establecer con ellos un tipo de vínculo que haga viable el servicio que le debe prestar.

Emilio Tenti sostiene que la docencia es un servicio personal, que supone bastante más que el dominio de conocimientos y herramientas técnicas. Todo profesor, afirma Tenti con mucha razón, pone en juego toda su personalidad, sus emociones y sentimientos, consciente de que su labor —como ocurre con todas la profesiones— supone un compromiso ético con sus estudiantes. No obstante, para que su labor sea efectiva, necesita ganarse su voluntad, su deseo de aprender[8]. Eso supone hacer del aprendizaje una experiencia capaz de suscitar su interés y supone también hacer posible su predisposición a participar, a colaborar y a hacerlo junto a otros. De otra manera, el aprendizaje no será posible. Lo mismo sucede con el médico o el psicólogo y con cualquier otra profesión de carácter relacional como la docencia, en la que no se puede prestar el servicio a quien no desea recibirlo.

Daniel Goleman define como «relación instrumental» a aquella en la que los demás son vistos solo como medios para lograr nuestros objetivos. Si un docente se enfoca básicamente en lo que le interesa de los estudiantes para poder hacer su trabajo —que hagan al pie de la letra todo lo que se les ordena y en el tiempo que les asigna— está sosteniendo con ellos una relación instrumental. Goleman califica de egocéntrica a esta modalidad de relación, pues la empatía y la atención a los sentimientos del otro están completamente ausentes[9]. Establecer una conexión con los estudiantes no interesa, construir en ellos un sentido de pertenencia e identidad de grupo no interesa, motivar su interés por aprender no interesa, lo único que interesa es que obedezcan para poder hacer el trabajo que tenía previsto. Luego, la convivencia se entenderá como disciplina.

¿Qué hacer?

La Secretaría de Educación Pública (SEP) de México reporta un conjunto de prácticas especialmente útiles para construir una convivencia escolar no limitada a los temas de acoso o violencia[10]. Todas ellas giran alrededor de tres ejes muy importantes: inclusión, participación y concertación.

Inclusión

  • Conocer, comprender y valorar a los estudiantes, al igual que sus culturas familiares y la de las comunidades en que viven, necesario para desterrar prejuicios.
  • Crear espacios recurrentes para el diálogo y la deliberación, para hablar y pensar juntos sobre diversos temas. No son charlas, son espacios de conversación.
  • Desarrollar proyectos y acciones específicas en beneficio de la comunidad, que den cabida y canalicen sus propias iniciativas a favor del bien común;
  • Prestar atención y reconocer no solo sus logros, sino también sus esfuerzos y sus capacidades, así como sus gestos y prácticas de cuidado a las necesidades de otros.
  • Favorecer el trabajo colaborativo, creando sentido de pertenencia al grupo de clase y a la comunidad escolar.

Participación

  • Enseñar con el ejemplo a respetar, dialogar, cumplir acuerdos y tratar a todos por igual.
  • Construir normas de convivencia con la participación genuina de los estudiantes.
  • Aplicar las normas de manera consistente y equitativa con la colaboración de todos.
  • Promover la participación de los alumnos en la toma de decisiones que afectan todos.
  • Realizar actividades que permiten el diálogo y promuevan consenso.
  • Abrir oportunidades para la libre expresión de niñas, niños y jóvenes.

Concertación

  • Priorizar el diálogo como el principal mecanismo para analizar, entender y resolver los conflictos que se presenten en la comunidad escolar.
  • Concertar reglas claras que todos conozcan y que se apliquen siempre sin privilegios, considerando sobre todo acciones para reparar el daño y restaurar la convivencia.
  • Promover el trabajo en equipo, la negociación, la comunicación, la resolución de conflictos de forma pacífica.
  • Promover la mediación y otras formas de resolución pacífica de los conflictos.
  • Emplean la observación activa en todos los espacios escolares para asegurar que en ellos se relacionen con aprecio y respeto, detectado conflictos antes de que escalen.

Como se puede apreciar, construir convivencia escolar representa un reto mayor que el de la evitación de la violencia, es hacer de la escuela un espacio grato y estimulante, donde hacer cosas juntos y aprender juntos se convierta en una necesidad para los estudiantes, un lugar acogedor que todos ellos sientan suyo y al que les provoque ir cada día sin presiones ni coacciones. Y existen prácticas accesibles, como las que hemos reseñado, que nos colocan en esa ruta.

Nada de esto niega la existencia de acoso y violencia en las instituciones, ni desmerece la importancia de actuar para impedirlo, se trate de estudiantes, docente o autoridades los acosadores o agresores. Lo que estamos diciendo es que suprimir estos hechos es condición necesaria pero no suficiente para construir convivencia escolar y que esta tarea es de ida y vuelta, porque no solo se trata de mirar la conducta de los estudiantes sino también de los adultos.

Naturalmente, esto desafía la cultura escolar, reta las creencias que sostenido durante tres siglos la cultura institucional de las escuelas y que hicieron de la disciplina, el control y el castigo los pilares fundamentales de la vida escolar. Creencias que con el tiempo se han convertido en sentido común no solo para docentes y autoridades sino también para las familias. Lo que hoy sabemos es que trabajar para revertir esas culturas es construir las condiciones que hacen viables los aprendizajes que nuestras generaciones más jóvenes necesitan. No es un tema colateral, sino la otra cara de la moneda del aprendizaje.

Hugh Thomas, historiador británico, dijo alguna vez que «La difusión del conocimiento y la educación ha enseñado muy poco a la humanidad sobre el autodominio, y aún menos sobre el arte de la convivencia». Absolutamente. Está en nuestra manos empezar a contradecirlo.

Lima, junio de 2024

Notas

[1] Miller, A. (1985). Por tu propio bien. TusQuets. Barcelona.
[2] Ministerio de Educación (2023), Reporte de Resultados del Monitoreo de Prácticas Escolares 2022. Oficina de Seguimiento y Evaluación Estratégica. Unidad de Seguimiento y Evaluación.
[3] Gardner, H. (2016). Estructuras de la mente: la teoría de las inteligencias múltiples. Fondo de cultura económica.
[4] Perkins, D. (1995). Escuela inteligente (Vol. 17). Barcelona: Gedisa.
[5] Minedu (2016), Currículo Nacional de Educación Básica, Resolución Ministerial N° 281-2016-MINEDU. Ministerio de Educación del Perú.
[6] Minedu (2023) ¿Cuál es el estado de las habilidades socioemocionales de los estudiantes? Evaluación Muestral de Estudiantes 2022. Lima.
[7] Tenti Fanfani, E. (2007). Consideraciones sociológicas sobre profesionalización docente. Educação & Sociedade, 28, 335-353.
[8] Tenti Fanfani, E. (2021). La escuela bajo sospecha: Sociología progresista y crítica para pensar la educación para todos. Siglo XXI editores.
[9] Goleman, D. (2010). Inteligencia social: la nueva ciencia de las relaciones humanas. Editorial Kairós.
[10] Secretaría de Educación Pública, 2015 (2015), Marco de Referencia sobre la Gestión de la Convivencia Escolar desde la Escuela. México.

Luis Guerrero Ortiz
Docente, graduado en la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP), con estudios completos de maestría en Política Educativa en la Universidad Alberto Hurtado de Chile, y posgrados en Terapia Familiar Sistémica (IFASIL), Periodismo Narrativo y Escritura Creativa (Escuela de Periodismo Portátil de Buenos Aires). Ha sido profesor principal en el Instituto para la Calidad de la PUCP y consultor de UNESCO en políticas de formación docente. Socio fundador de ENACCION y de Foro Educativo. Ha sido consultor de GRADE (Proyecto FORGE) y asesor pedagógico en el Ministerio de Educación (Despacho del Ministro) entre el 2001-2002 y el 2010-2013. Ha sido asesor en la Oficina de Educación de UNICEF y el Consejo Nacional de Educación; profesor principal de la Escuela de Directores y Gestión Educativa de IPAE; ha sido docente de posgrado en la Universidad Católica y en la Universidad Antonio Ruiz de Montoya. Es miembro del Consejo Consultivo de Enseña Perú. Escribe ficción en su blog El río de Parménides.