EDITORIAL
«A través de mi médico personal he sido convocado como consultor de la prestigiosa Universidad Cayetano Heredia en temas éticos sobre este proceso». Estas insólitas palabras pronunciadas a modo de justificación por el Nuncio Apostólico en el Perú, uno de los más de 400 implicados en el escándalo de la vacunación extraoficial, debería pasar a ocupar un lugar preferente en la lista de materiales de estudio de los cursos de ética en el país.
¿Puede un asesor en temas de ética, formado además en la moral cristiana, que se supone enteramente orientada a favor del prójimo, perder consciencia de cuándo está siendo objeto de un privilegio, en perjuicio de otros con más necesidad? Por lo visto, el divorcio entre las creencias y los actos, un clásico en los estudios de filosofía y psicología puede sobrevivir sin problemas a la educación y aún a la educación más encumbrada.
Nadie estaría dispuesto a admitir, por ejemplo, que la división en secciones en las escuelas es portadora de una forma de discriminación y los argumentos para justificar moralmente por qué se envía a «los peores» a las últimas secciones no se harían esperar. A muchos aún les parece natural que una niña que ha sufrido abuso en la escuela sea invitada a retirarse para proteger el prestigio de la institución. Sería larga la lista de casos en los cuales el Otro parece no existir.
Según el pensamiento de Jacques Lacan, el famoso psicoanalista francés, el Otro como existencia es una construcción que cada persona hace a su medida, es decir, a la medida de su deseo y de su goce. Esto querría decir, aunque pueda sonar absurdo, que la existencia del Otro depende de mi deseo. Digamos, puedo tener una percepción del Otro como un sujeto pequeño o insignificante e incluso despreciable, o puedo borrarlo también. No es que en ese caso las personas desaparezcan de la realidad, sencillamente desaparecen para mí, lo que me permite tomar decisiones prescindiendo de ellas y sin preocupación alguna por las consecuencias de mis actos.
Hay quienes sostienen que existen dos clases de totalitarismo: el que echa de mano cualquier medio para imponer la existencia del Otro sobre el individuo; y el que impone la primacía de la individualidad sobre cualquier Otro distinto a uno mismo. En este segundo caso, surge una «ética del yo» que los psicólogos denominan la del goce narcisista, la del no sacrificio en favor de nadie. Es entonces cuando las reglas que rigen la convivencia o protegen el bien común me dejan de importar. Es entonces cuando antepongo mi necesidad y mi deseo a la ley.
Esta «ética del yo», del yo narcisista, autocentrado, carente de empatía, es la que está a la base de nuestras dificultades para construir acuerdos y colaborar, es la que justifica la trampa y los privilegios, es la que se abona al interior de instituciones como la escuela, donde se incentiva la rivalidad por el mérito, donde los conflictos no abren espacio al diálogo sino al castigo, donde se discrimina de forma abierta o encubierta, donde ni los adultos son capaces de respetar acuerdos si sus posturas no fueron las que ganaron consenso. Es, en suma, la que debilita la democracia, la que nos impide formar ciudadanos comprometidos con el bien común y con el más elemental sentido de solidaridad.
Y entonces tenemos como resultado personajes como el Dr. Germán Málaga, un profesional prestigioso, un investigador prolífico, un médico formado con los más altos estándares académicos, que es capaz de justificar sus polémicas decisiones diciendo que «así funcionan las cosas». Lamentablemente, así van a seguir funcionando y a seguir tolerándose por un buen sector de la sociedad mientras la educación no termine de entender que aprender a leer y calcular, esas dos habilidades que a lo largo del siglo XIX se consideraron prioritarias solo para la educación de los pobres, no bastan para construir una República.
Lima, 08 de marzo de 2021