Luis Guerrero Ortiz/ EDUCACCIÓN
Hace varios años, visitando escuelas en el nororiente del país, llegué a una escuelita rural unidocente que tenía guardados, como tantas otras, los materiales educativos distribuidos por el Ministerio de Educación. Saqué de su caja el cuaderno del área de comunicación, lo revisé y le pregunté al profesor por qué no lo utilizaba. Él me respondió con mucha seguridad que no lo podía usar, porque no estaba contextualizado a la realidad de los niños. Entonces le alcancé el material y le pedí que, por favor, me señalara qué parte del texto estaba fuera de contexto. El profesor se tomó varios minutos en revisar página por página. Yo lo observaba en silencio, mientras los niños contemplaban la escena con disimulo. Después de hojearlo, al fin el profesor se detuvo en una de las páginas finales y me señaló una imagen.
-Aquí está -me dijo sonriente- este dibujo no corresponde a la realidad de esta comunidad.
-Comprendo -le dije. Pero, si después de revisar todo el libro solo ha encontrado esa ilustración fuera de contexto, ¿no podría trabajar con sus alumnos el resto del texto, omitiendo esa imagen?
El profesor se limitó a mirarme sin decir palabra, moviendo la cabeza de una manera indescifrable.
El fenómeno que acabo de narrar es bastante conocido y tiene un nombre: se llama «prejuicio». El docente de esta escuela ni siquiera había leído el libro, pero daba por hecho que estaba descontextualizado. Actuar en base a una suposición infundada suele ser muy cómodo, porque nos ahorra el esfuerzo de pensar y no nos compromete. Algo semejante ocurre con el currículo, al que se le atribuye una serie de ideas que no se pueden corroborar cuando se lee, sin que eso importe demasiado para adoptar una postura. Una de las leyes del célebre Murphy, maestro de la ironía, dice: «si su teoría se contradice con los datos, deshágase de los datos». Esta manera de razonar o, diríamos más bien, de prejuzgar es bastante común y se produce a diario casi sin que se note.
Se me vino este recuerdo a la mente a propósito de algunas de las conclusiones del estudio cualitativo realizado por Gabriela Guerrero en una muestra de escuelas de 3 regiones del país,[1] sobre los avances y dificultades en la implementación del currículo nacional. El estudio, efectuado en el marco del Proyecto FORGE (GRADE) y a solicitud del Ministerio de Educación, constató el malestar de los docentes por los cambios curriculares continuos. Si bien es verdad, el tránsito del Diseño Curricular Nacional (DCN) al Currículo Nacional tuvo tramos que generaron confusiones -el cambio de denominación, la sustitución de Rutas de Aprendizaje por Sesiones de clase desarrolladas y el último ajuste efectuado a las competencias-, también es verdad que el DCN no había sufrido actualizaciones desde el 2008. No es menos cierto, además, que, a pesar de sus once años de vigencia (2005-2016), hay conceptos sumamente básicos que no han logrado instalarse en el sentido común de los maestros.
El estudio ha encontrado, por ejemplo, una visión fragmentada de las competencias curriculares en los docentes entrevistados, expresada en su reclamo por más «contenidos/conocimientos» y su incomodidad con el «énfasis en procedimientos y actitudes»; la ausencia de situaciones significativas en sus diseños de clase, así como de actividades de retroalimentación; la falta de diagnóstico de las habilidades previas de los alumnos y los cierres de sesión sin ningún discernimiento sobre los aprendizajes logrados.
En sentido estricto, ninguno de estos aspectos en los que se revelan déficits o confusiones constituye una novedad introducida por el Currículo Nacional, sino que representa más bien el ABC de las reformas curriculares de los últimos veinte años en América Latina. Si los docentes no los han incorporado a sus prácticas, no es porque el currículo «se cambia bruscamente cada año», como señalan varios de los entrevistados, sino simplemente porque son prácticas que contradicen sus hábitos y representan una exigencia mayor. Si el currículo no hubiera cambiado, el estudio hubiera hecho las mismas constataciones. Tal como el profesor de la escuela unidocente, que no usa los textos y materiales que recibe, no porque les falta contextualización, sino porque es ajeno a las rutinas de dictado y copiado a las que está acostumbrado.
Este hallazgo es muy revelador. Deja claro que los docentes, a pesar del tiempo transcurrido, tienen dificultades para ubicarse en el plano de la ejecución de la clase, pero no de cualquier clase, sino de aquella que conduce al tipo de aprendizajes que pide el currículo. No los hemos ayudado a superar esta dificultad cuando nos hemos enfocado por años a fortalecer no sus habilidades de ejecución, es decir, de conducción de la clase e interacción con sus estudiantes, sino solo las de planificación. Los hemos persuadido de que el acto de enseñar consiste básicamente en el acto de aplicar un plan preconcebido y que, por tanto, el juego se reduce a aprender a diseñarlo. El estudio revela, por ejemplo, el peso que le otorga actualmente el Ministerio a los procedimientos de contextualización de la planificación, usando matrices cuyo llenado les demanda bastante tiempo, según señalan los propios docentes. Es decir, el énfasis sigue estando obstinadamente en el plano del papel y no en las habilidades de actuación en el salón de clases.
Guillermo Ferrer comprobó el 2004, en el marco de un estudio de GRADE sobre la implementación de los currículos reformados durante la década de los 90 en Perú, Colombia, Argentina y Chile, que «los docentes han logrado hacer una apropiación parcial de los nuevos contenidos», que «los contenidos planificados no son los que finalmente se trabajan en las sesiones de clase», y que «en su mayoría, adoptan estilos didácticos mixtos donde se combinan prácticas tradicionales de transmisión de conocimientos y nuevas formas de enseñanza-aprendizaje» (Ferrer, 2004: pp. 167-168). A pesar de los años y las reformas transcurridas, a veces nos asalta la sensación de estar parados en el mismo lugar.
El estudio de Gabriela ha recogido también la particular preocupación de los docentes entrevistados por los «conocimientos». Señalan, por ejemplo, que los alumnos «con este currículo, no van a ingresar a las universidades», puesto que «la universidad te pide conocimientos». Admiten que el currículo actual enfatiza la necesidad de formar al estudiante en las capacidades para que «sepa enfrentarse a la realidad», pero que lo más importante es no «desarticularse con la educación superior universitaria». Esta percepción de los docentes es especialmente elocuente por dos razones:
En primer lugar, es muy clara la supervivencia tenaz de la creencia en el valor del conocimiento por el conocimiento mismo. Todos sabemos que las pruebas de ingreso a la universidad, salvo meritorias excepciones, examinan sobre todo la capacidad de recordar información disciplinar muy precisa. Que ese sea el referente principal de los docentes para determinar las prioridades curriculares, no sorprende en absoluto, pues es coherente con la función que ha cumplido la escuela durante más de 200 años. Por eso les resulta natural que así siga siendo y antinatural que quiera dejar de serlo. Ya ni siquiera discutamos la persistente idea de que la escuela es o debe ser la antesala de la universidad. Algo malo hemos hecho para que después de dos décadas, se siga pensando así.
En segundo lugar, no se termina de entender que una competencia es el conocimiento llevado al terreno de la acción, sea para iluminar y comprender realidades, sea para vislumbrar y construir realidades alternativas. Es decir, no puede haber competencia sin conocimientos. Pero tampoco se termina de aceptar que los conocimientos se recuerdan mejor cuando se analizan, contrastan y discuten, no cuando se repiten. En otras palabras, se sigue pensando en el conocimiento como retención de ideas, hechos y datos. Sin duda alguna, no ayuda en absoluto a los maestros a revertir esta antigua concepción del conocimiento, el pasar por experiencias formativas donde su propio formador no es capaz de relacionar e integrar teoría y práctica, ni de abandonar el magister dixit como principio básico de su labor formativa.
El estudio de Gabriela Guerrero, iniciado en agosto del 2017 durante la gestión de la ministra Martens, es muy detallado en la descripción de sus hallazgos y plantea un conjunto de recomendaciones para mejorar la implementación del currículo escolar. Tuvimos acceso a una síntesis de este informe en la clausura del Proyecto FORGE el pasado 7 de marzo. Esperemos sea publicado muy pronto, ya que una indagación sobre las condiciones reales en que se aplica el currículo rompe la vieja tradición de reducir su implementación a un hecho puramente normativo e indiferenciado, como ocurrió con el DCN.
Albert Einstein dijo alguna vez, con demoledora ironía, que «la teoría es cuando uno sabe todo y nada funciona, y la práctica es cuando todo funciona y nadie sabe por qué». Esta paradójica escena, lamentablemente habitual, es consecuencia del divorcio entre el saber y el actuar que debemos superar, para que el cambio de prácticas que supone enseñar un currículo como el que tenemos, se convierta en comprensión, convicción y aspiración en cada escuela del país.
Lima, 9 de abril de 2018
[1] Este estudio cualitativo realizó entrevistas en profundidad a grupos focales con docentes seleccionados de una muestra de nueve escuelas en Lima, Cajamarca y Junín, en setiembre de 2017. Se hizo también un análisis de una muestra de sesiones de aprendizaje de estos mismos docentes y se entrevistó a otros actores clave a nivel central, regional y local, así como a acompañantes pedagógicos.