María Pía Costa / El Comercio
En el debate actual sobre la mal llamada ideología de género se están utilizando de manera caprichosa y tendenciosa conceptos psicológicos para justificar algunos puntos de vista que se sustentan más en creencias religiosas –u ocultas intenciones políticas– que en el consenso científico actual sobre la salud mental.
La controversia surge por la utilización del concepto “identidad de género”, introducido por el psicoanalista Robert Stoller en 1968. Sus observaciones lo llevan a sustentar que la identidad de género se desarrolla muy tempranamente, hacia los 18 meses de edad, lo que se confirma en la certeza que muestran niños y niñas sobre su género a partir de la simple aceptación del yo corporal y de la atribución de género que le brindan sus padres. Esto se plasma en la aseveración “yo soy mujer” o “yo soy hombre”, mucho antes de la distinción entre los sexos e independientemente del conocimiento de los órganos genitales. A partir de esta identidad de género se va construyendo una identidad sexual, que es más compleja y que va a completarse pasada la adolescencia.
La identidad de género supone una autodenominación en función de una percepción subjetiva de la propia identidad, independientemente del sexo. El concepto se aleja de lo exclusivamente biológico para contemplar variantes y es por eso valioso; porque justamente reconoce diferencias y singularidades, ya que las identidades pueden ser variables y todas merecen reconocimiento por igual. Desde la Tomboy hasta la más femenina de las niñas Barbie; desde el más afeminado hasta Rambo; desde el metrosexual hasta el transexual. Lo más importante en una sociedad no es el orden y las jerarquías, sino aceptar a los seres humanos en sus diversidades psicológicas particulares. Los “diferentes” tienen derecho a la felicidad, a la aceptación y a un lugar en el mundo. La aceptación de la diversidad se opone –lógicamente– a la discriminación y denuncia el ‘bullying’.
Se pretende patologizar la homosexualidad, cuando en el ámbito de la salud mental es aceptado que la homosexualidad no constituye en sí misma trastorno alguno. Ha sido excluida del DSM-V (Manual de diagnóstico de la asociación psiquiátrica americana) desde 1973. El argumento de fondo de los críticos es que la naturaleza debe primar sobre la cultura. “Dios creó al ser humano como hombre o como mujer”, biológicamente definidos y sin incertidumbre. Siguiendo este principio, tendríamos en el hombre y en la mujer de las cavernas a las criaturas más cercanas a la creación divina. Pero es precisamente la cultura la destinada a mitigar las tendencias originarias, que son básicamente impulsivas –sexuales y agresivas–.
La ciencia no puede someterse a los designios de una moral; tiene que describir lo que observa. Y lo que constatamos cotidianamente es una diversidad de identidades de género. Hay quienes pretenden hacer como si las diversas soluciones sexuales, al ocultarlas, desaparecieran. El objetivo sería el resguardar a nuestros hijos. Pero se trata exactamente de lo opuesto: los protegemos permitiéndoles espacios libres de información y diálogo.
Otro de los argumentos contrarios apunta a que la liberalización de las costumbres fomenta la homosexualidad, que habría aumentado hoy en día. La homosexualidad ha existido siempre, pero actualmente logra –a veces a duras penas y penando mucho– expresarse. Ya no tiene que inhibirse, reprimirse y condenarse en un sufrimiento culposo. Y esto es un logro de la posmodernidad.
Son sorprendentes los vericuetos que adoptan las ideologías: la diversidad de identidades de género parece concitar mucho mayor rechazo que la pedofilia. No hemos visto marchas organizadas en contra de los abusos perpetrados por el Sodalicio. Tampoco hemos oído a la Iglesia pronunciarse claramente al respecto, sino más bien proteger a los culpables. Si se trata de lograr que con nuestros hijos no se metan, esta sería la batalla que habría que dar. Porque es evidente que los hijos de quienes organizan esta revuelta están mucho más expuestos a la perversión eclesiástica que a una eventual influencia nefasta de la aceptación de las diferencias.
Fuente: El Comercio / Lima, 02 de marzo de 2017
* María Pía Costa es Presidenta de la Sociedad Peruana de Psicoanálisis