Alberto Vergara | El Comercio
En el siglo XVII, el cardenal Richelieu viralizó una expresión surgida el siglo anterior: “raison d’état”. La “razón de Estado” renueva la política al plantear que la acción estatal se justifica cuando está destinada a suprimir peligros que amenacen al Estado. Si el Estado es una organización burocrática que monopoliza la violencia en un territorio determinado, sus acciones son legítimas si buscan resguardar o ampliar tal condición frente a poderes al interior de sus fronteras o fuera. En la temprana modernidad, entonces, los Estados controlan poblaciones y territorios con el fin de autopreservarse, sin que justificaciones de otro tipo (democráticas, morales o económicas) opaquen la razón de Estado.
Esto se tambalea en el siglo XVIII cuando cuaja la idea de legitimidad popular. Las acciones estatales se justifican si cuentan con anuencia popular. La nación se convierte en el componente indispensable de un orden público legítimo. La nación es una comunidad que, hermanada desde algún centro de gravedad sentimental, comparte pasado y futuro. Y a esta dimensión sentimental se agrega su carácter activo: la república, sentenciará Lincoln, es el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo. En resumen, la población inorgánica y pasiva que habitaba el Estado a inicios de la modernidad deviene nación, es decir, una colectividad simultáneamente fraterna y activa… Leer más