Edición 68

Decir, lucir, ser: los conflictos de la escritura en la escuela

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Cinthia Peña Larrea | EDUCACCIÓN

J.P. Gee señalaba, a mediados de la década de 1980, que los profesores de lengua (de escritura) son “porteros”: “salvo un cambio social radical, en la sociedad no hay acceso al poder sin el control sobre las prácticas discursivas en el pensamiento, la palabra y la escritura de literacidad de textos ensayistas y de la visión del mundo que conlleva” (2004: 50). ¿Qué significa? Creo que una anécdota personal puede servirme para ilustrar el tema.

Cuando estaba en tercero de primaria, la profesora nos proyectó tres filminas en la pared: primera escena, un pollito y un perro en una tarde gris y lluviosa en un jardín se miran tristes; segunda escena, el perro cobija al pollito en su casa y ambos contemplan la lluvia; escena final, cielo despejado, ambos bajo el sol y con ánimos de jugar se miran felices. La tarea consistía en describir lo que veíamos. Yo decidí contar una historia y concentrarme en aquello sobre lo que podían conversar en casa del perro. Hablaron del origen de la lluvia, teorías sobre seres en las nubes que lavaban sus ropas y las colgaban en un tendal, teorías sobre cómo los ángeles lloraban con disimulo. Cuando la profesora me devolvió el trabajo me felicitó. Aunque no era lo que había pedido, resultaba un relato imaginativo y eso parecía tener algún mérito. Sin embargo, mi mala ortografía y peor caligrafía hacían de mi texto solo un trabajo regular. Nunca una felicitación supo tan amarga. Aprendí que escribir no era solo asunto de decir, sino de lucir. No obstante, con los años, no fue difícil adaptarme a las exigencias de la escuela. Ya en secundaria, un conocimiento no consciente de las reglas ortográficas afloraba cada vez que escribía y mi letra se domesticó al punto de ser legible, aunque no hermosa.

Cuando ingresé a la universidad, nuevamente hubo un momento de crisis con mi escritura. Acostumbrada a las prácticas de la escuela, mis primeras evaluaciones parciales fueron entre mediocres y malas. Me tomó un tiempo recuperarme, entender en qué estaba fallando. Ya no era la ortografía ni la caligrafía, hacía mucho alcanzadas; esto se parecía más a contar un cuento cuando pedían describir algo y que de ninguna manera fuera aceptado. Aprendí que escribir ya no era solo cuestión de decir y lucir, sino también de ser: debía renunciar a ciertas formas de ser yo y empezar a construirme nuevas. Pero, otra vez, algún conocimiento, más allá de mi conciencia, comenzó a operar en mí y generar el soporte para este proceso. Ya en las evaluaciones finales, el panorama fue otro y, en los ciclos siguientes, se fue perfeccionando. En la universidad, no bastaba con saber; saber significaba escribir y escribir implicaba decir, lucir y ser.

¿Qué relación tiene esta historia con la cita de Gee? Quizás, primero, deberíamos pensar en cómo ocurrió este proceso de “domesticación” de la escritura escolar y luego universitaria, y por qué un saber no necesariamente consciente pudo colaborar con él. De una familia de clase media limeña, hija de empleados públicos monolingües del español cercano al considerado estándar, yo no vivía nada extraordinario en casa: ni clases especiales de lengua ni bibliotecas sofisticadas. La naturalidad con la que fluyó mi escritura estaba, más bien, en directa relación con la proximidad entre lo exigido por la escuela y las prácticas a las que ya estaba más o menos habituada en mi entorno extraescolar.

El punto de partida para comprender esta relación es reconocer que la escritura es siempre una práctica social, situada histórica y culturalmente. Sobre esto, han dado cuenta los Nuevos Estudios de Literacidad (NEL) en abundantes investigaciones desde inicios de la década de 1980. La evidencia demuestra que no es cierto que leer y escribir sean siempre lo mismo, y que, intrínsecamente, permitan desarrollar destrezas cognitivas de orden superior (como el pensamiento abstracto o la conciencia metalingüística); serán las prácticas asociadas a las formas como se usan la lectura y la escritura las que propiciarán el desarrollo de determinadas habilidades, algunas de las cuales son altamente valoradas en la escuela (Scribner y Cole 2004 [1981], Brice Heath 2004 [1982]). Precisamente son estas las que, muchas veces, son tenidas como la forma de leer y de escribir, en detrimento de otras, que, incluso, son sancionadas.

En cada situación en la que la literacidad se halla implicada (evento letrado), las personas interactúan cumpliendo determinados roles con ella y a través de ella; este hacer uso de la literacidad, que incluye valores, actitudes, sentimientos y relaciones sociales, es lo que se denomina prácticas letradas (Barton y Hamilton 2004).  Cuando los niños ingresan a la escuela, aun cuando no sepan en términos técnicos leer y escribir, llegan con una historia detrás de relación con la escritura, y también con una por delante: sus padres tienen determinadas expectativas sobre quiénes deben ser o pueden llegar a ser gracias a ella. Los niños han estado inmersos en ella, participando en diversas prácticas letradas, y lo seguirán estando durante los once años de educación escolar. Compartir prácticas letradas permite participar en determinadas comunidades discursivas y esto determina quiénes reconocemos ser (Zavala 2009).

Volviendo a mi relato escolar, los conflictos en mi educación básica, generalmente, se relacionaban con asuntos que para mí eran periféricos en la escritura: realizar trazos que asegurasen la legibilidad y que cumplieran con rasgos de la estética escolar (caligrafía), utilizar las grafías y los signos acordes con las reglas vigentes (ortografía). Se trataba de dominar la técnica y, aunque como toda práctica cultural también está cargada de ideologías, en el contexto en el que me hallaba, esta situación no suponía mayor conflicto con quien estaba aprendiendo que debía ser. Esta situación, sin embargo, no siempre resulta sencilla para todos los niños y jóvenes en el sistema educativo peruano. Por ejemplo, bilingües de una lengua originaria (como quechua, shipibo, etc.) y español, o monolingües de un español distante del estándar de la escuela pueden evidenciar en su discurso y en la representación gráfica del mismo, rasgos que son sancionados socialmente (Andrade y Pérez 2009), y esta situación puede generar un conflicto entre quienes se reconocen ser y quiénes desean ser (Zavala y Córdova 2010). Un caso que ilustra cómo la ortografía está cargada ideológicamente es el de la congresista Hilaria Supa, cuyas capacidades intelectuales fueron cuestionadas por el periodista Aldo Mariátegui solo por las características de su escritura –y de su lengua, y su origen sociocultural, y ser quien es, pero por supuesto que nada de esto fue mencionado por él— (Niño-Murcia 2011, Peña 2014).

Aunque la ortografía y la caligrafía parecen preocupaciones constantes de los maestros de escuela, el énfasis también suele estar puesto en la palabra, la oración y la formación del texto. Se trata de una perspectiva de la enseñanza de la literacidad alineada con lo que Ivanič denomina el discurso de las habilidades, que se enfoca centralmente en el texto como elemento autónomo (2004: 227-229). Desde esta perspectiva, escribir bien (y hablar bien) se consigue aprendiendo ciertas técnicas que todo buen texto (y buen escritor) posee. Estas preocupaciones alcanzan incluso a los docentes universitarios, quienes culpan a la educación básica por las carencias “elementales” con las que llegan los jóvenes. Estamos aquí ante el discurso del déficit (Lillis y Scott 2007), desde el cual se afirma que los estudiantes están poco o nada preparados para los retos de la escritura académica y, en consecuencia, hay que “nivelarlos”. La nivelación, muchas veces, apunta a un texto descontextualizado y, lo que es peor, desconoce la carga ideológica en el uso del lenguaje.

Pero ¿qué pasa con la enseñanza de la escritura en la escuela en la actualidad? Han pasado varios años desde que la historia escolar que he relatado modelara de algún modo mi vida y estoy segura de que, aunque con variaciones, estos eventos se siguen reproduciendo, pues, en el corazón de estos relatos, dándoles sentido y validando las preocupaciones de los maestros, anidan las mismas creencias. Los escenarios cambian, pero las ideologías permanecen, y no todos los niños y jóvenes, ni luego los adultos, contarán con un soporte que los asista de modo no consciente (el capital cultural del que habla Bourdieu), y que les permita, años después, volver hacia atrás para reconstruir una historia, quizás dolorosa, como una simple anécdota de su infancia.

Lima, 08 de marzo de 2021

Bibliografía

Andrade, L. & Pérez, J. (2009). Las lenguas del Perú. Lima: Oficina Central de Admisión PUCP.

Barton, D. & Hamilton, M. (2004). La literacidad entendida como práctica social. Zavala, V., Niño-Murcia, M & Ames, P. (editoras) Escritura y sociedad. Nuevas perspectivas teóricas y etnográficas. Lima: Reda para el Desarrollo de las Ciencias Sociales, pp. 109-140.

Brice Heath, Sh. (2004). El valor de la lectura de cuentos infantiles a la hora de dormir: habilidades narrativas en el hogar y en la escuela. Zavala, V., Niño-Murcia, M & Ames, P. (editoras) Escritura y sociedad. Nuevas perspectivas teóricas y etnográficas. Lima: Reda para el Desarrollo de las Ciencias Sociales, pp. 143-180.

Gee, J.P. (2004). Oralidad y literacidad: de El pensamiento salvaje a Ways with words. Zavala, V., Niño-Murcia, M & Ames, P. (editoras) Escritura y sociedad. Nuevas perspectivas teóricas y etnográficas. Lima: Reda para el Desarrollo de las Ciencias Sociales, pp. 23-56.

Ivanič, R. (2004). Discourses of writing and learning to write. Language and Education, 18(3), pp. 220-245.

Lillis, T. & Scott, M. (2007). Defining academic literacies research: issues of epistemology, ideology and strategy. Journal of Applied Linguistics, 4(1), pp. 5–32.

Niño-Murcia, M. (2011). La buena o mala ortografía como instrumento de jerarquización social. Kalman, J. (Ed.) Procesos de literacidad y acceso a la educación básica de jóvenes y adultos. Unquillo: Narvaja Editor, pp. 67-84.

Peña, C. (2014) Representaciones socioculturales en el discurso. Peña, C. (Comp.) Más allá de las palabras. Una propuesta de análisis crítico del discurso. Lima: UPC, pp. 106-124.

Scribner, S. & Cole, M. (2004). Desempaquetando la literacidad. Zavala, V., Niño-Murcia, M & Ames, P. (editoras) Escritura y sociedad. Nuevas perspectivas teóricas y etnográficas. Lima: Reda para el Desarrollo de las Ciencias Sociales, pp. 81-108.

Zavala, V. (2009). La literacidad o lo que hace la gente con la lectura y la escritura. Cassany, D. (comp.) Para ser letrados. Voces y miradas sobre la escritura. Barcelona: Paidós, pp. 23-36.

Zavala, V. & Córdova, G. (2010). Decir y callar. Lenguaje, equidad y poder en la universidad peruana. Lima: PUCP.

Cinthia Peña Larrea
Lingüista y docente, estudió el pregrado y la maestría en Lingüística en la PUCP. Además, tiene una maestría en Docencia Superior por la Universidad Andrés Bello de Chile. Se desempeña en la docencia universitaria en cursos de redacción y teoría lingüística. Le interesa investigar los procesos socioculturales y pragmáticos involucrados en la producción e interpretación de discursos (orales y escritos), y los procesos de compresión lectora. Actualmente es profesora de la PUCP y de la UPC.