Leo la «situación significativa» que un docente ha redactado para iniciar un proyecto en la que dice que hay falta de patriotismo en la comunidad y muy poco respeto por los símbolos patrios, algo que considera muy grave para la unidad nacional, y que dada la enorme importancia de sentirnos peruanos y unirnos a favor de un destino común, se han propuesto el reto de conocer y difundir los símbolos patrios, como un homenaje a los héroes que dieron su vida por su bandera.
Se supone que una situación significativa describe un problema que carece de una solución predefinida y que, por lo tanto, reta a los estudiantes a reflexionar e investigar la forma de resolverlo. Pero este docente tiene claro que sus alumnos deben tener conocimientos, se supone que para eso es la escuela, y lo que él quiere enseñar en esta ocasión es un contenido muy concreto: la bandera, el escudo y el himno nacional. Lo que le incomoda es que en el formato de planificación dice que debe redactar una «situación significativa». ¿Qué sentido tiene? Lo siente tan innecesario. ¿Qué pondrá ahora? Entonces se le enciende el foco: Planteará como problema que la gente desconoce los símbolos patrios y que eso es muy serio. La solución será conocer y difundir los símbolos. Asunto resuelto.
Es un hecho conocido que el templo católico de Santo Domingo en la ciudad del Cusco fue construido por los conquistadores españoles sobre el Coricancha, el templo más importante del imperio incaico construido en el siglo XIII. En México, fueron 68 los templos católicos que se edificaron encima de teocallis, templos que honraban a deidades aztecas. Ese fue el principio de un largo proceso de adoctrinamiento de las poblaciones indígenas, dirigidas a convertirlas a creencias contrarias a las suyas. Hacer esto no fue una novedad para la época. La catedral de Notre Dame, en París, se construyó sobre un santuario celta, un templo que honraba a la madre naturaleza. El Panteón, el famoso templo romano construido entre el 125-609 d.C. sería consagrado después como la Basílica de María y todos los Mártires.
Lo que la historia nos ha enseñado también es que este procedimiento no necesariamente eliminaba las antiguas creencias de la población nativa, sino que provocaba un sincretismo en torno a ambas divinidades, fusionándolas de una curiosa manera.
Este fenómeno es muy parecido al de las reformas educativas de las últimas tres décadas, particularmente en América Latina. Todas tuvieron un fuerte sesgo normativo, enfocándose principalmente en los procedimientos, es decir, en cómo debía enseñarse para el logro de los nuevos objetivos. Se privilegiaron entonces los instrumentos, las guías, las directivas, los formatos, antes que las explicaciones, los motivos y el sentido de los cambios.
El detalle es que la mayoría de estos cambios suponía una reingeniería radical en los clásicos modelos de planificación, enseñanza y evaluación. ¿Por qué los docentes debían renunciar a sus anteriores creencias pedagógicas para convertirse a las ideas y a las prácticas de un nuevo paradigma? Para empezar, ¿cuál era la razón de cambiar el objetivo? ¿Por qué el anterior propósito de la educación —entregar conocimientos— era ahora inconveniente? Si estas preguntas carecían de respuestas convincentes, los docentes iban a persistir en el entendimiento previo de su rol y su misión, pero se iban a cuidar de adoptar las formas de lo nuevo para evitarse problemas. He ahí la partida de nacimiento de un sincretismo pedagógico que con el tiempo se fue haciendo más pronunciado hasta expandirse y normalizarse.
Por esa razón, el docente que redactó la situación significativa que compartimos al inicio construyó una fórmula perfecta para honrar a las dos divinidades: formuló un problema como punto de partida de una clase supuestamente orientada a desarrollar competencias, tal como la norma lo demanda, pero lo hizo de tal manera que le allanó el camino para enseñar contenidos, es decir, para enseñar lo que siempre ha enseñado.
Noten las dos dificultades que este hecho revela. De un lado, el docente no sabe cómo formular un problema, uno que sea abierto, es decir, que carezca de respuesta conocida y que, por lo tanto, requiera una investigación para poder construir una solución bien sustentada. De otro lado, el docente no parece entender por qué tiene que partir de un problema, si lo que el estudiante tiene que aprender es un conocimiento. Que deben aprender conocimientos ha sido su convicción desde que se hizo maestro y, como se ve, no ha renunciado a ella.
En otras palabras, a pesar de los años transcurridos, aún no entiende qué es una situación significativa y qué función cumple en el diseño de un proceso de aprendizaje; y tampoco le encuentra sentido a tener que redactar algo como eso en vez de anunciar sencillamente el tema de la clase, como se hacía antes y como sigue creyendo que debe ser.
Errores normalizados: ¿Cuál es el costo de su desaprendizaje?
Hay más expresiones de estas tensiones y contradicciones en el trabajo cotidiano de los docentes y que revelan las causas de su dificultad para enseñar del modo que hoy se necesita, es decir, para sentir la necesidad de desaprender lo de antes para aprender lo nuevo. Veamos algunos ejemplos.
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La situación significativa: ¿Debe despertar el interés?
Ya hemos dicho que el problema que se describe en una situación significativa no es el desconocimiento de los contenidos que el docente quiere enseñar ni ninguno que tenga una respuesta ya sabida, fácilmente accesible en diversas fuentes. Pero surge otra tensión cuando se insiste en que no solo hay que proponer un problema, sino además que el problema debe ser complejo y retador para los estudiantes, e incluso capaz de despertar su interés, es decir, de motivar su curiosidad, su deseo de saber más, de resolver un enigma, para que se involucre con voluntad en la experiencia y no por obligación ni por imposición externa. Porque, como se sabe hoy gracias al desarrollo de la ciencia, toda situación que genera una emoción no grata, como el tedio o la apatía, predispone a la evitación y al rechazo.
Es ahí donde aparece esa voz interna que le dice al docente: «el estudiante tiene que aprender lo que debe y no solo lo que le gusta». Entonces el maestro duda, porque desde que escuchó la palabra situación significativa, muchos docentes la tradujeron rápidamente como una situación importante y, naturalmente, una situación cuya importancia la decide el profesor, porque él sabe más que el alumno. Luego, como siempre se ha pensado, deduce que el estudiante tiene la obligación de poner interés en lo que se le va a enseñar. Porque todavía se cree que las personas tienen la capacidad de decidir voluntariamente donde sitúan su emoción, es decir, su interés, su curiosidad, sus ganas. Así, esa voz interna, que proviene de sus certezas anteriores, es la que se impone en la decisión del docente.
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Las actividades y trabajos asignados a los alumnos: ¿Deben hacerlos pensar?
Que las situaciones de aprendizaje deban ser objeto de reflexión, de análisis, de discernimiento crítico por parte de los alumnos, es algo que a muchos docentes no les hace sentido. Lo que tienen claro desde niños —esa ha sido la experiencia escolar de todos nosotros— es que el estudiante debe recibir y retener los conocimientos impartidos por sus profesores, que de eso se trata la educación. La educación superior, lamentablemente, no los alejó de esa creencia. Entonces, muchos docentes pensarán, ¿a qué le vienen con que el alumno debe reflexionar y hasta pensar críticamente durante las sesiones? ¿Acaso sabe más que el profesor? Además, ¿cuánto tiempo va a durar una clase si les damos a los estudiantes la oportunidad de pensar, discutir y opinar? ¿Cómo se avanza así?
El informe 2023 del Monitoreo de Prácticas Escolares, una estrategia nacional que el Minedu implementa desde hace varios años constató que nueve de cada diez docentes no hacen preguntas a sus estudiantes durante las clases y en las escasas ocasiones en que lo hacen, suelen ser todas cerradas y dirigidas a obtener respuestas puntuales. Muchos creen, además, que el esfuerzo que hace un alumno por recordar la «respuesta correcta» a una pregunta cerrada —levantando los ojos al cielo— se llama reflexión. En el mejor de los casos, aunque no abundan, hay docentes que dejan a sus estudiantes opinar con libertad, pero luego no recogen sus puntos de vista y continúan la clase en los términos que tenían programado, cuando no cortan la participación en el afortunado momento que un alumno dice lo que él querían escuchar. Otra vez, esa voz interna que proviene de sus certezas anteriores termina imponiéndose en la decisión del docente.
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Las actividades de aprendizaje: ¿Deben decidirlas los estudiantes?
El concepto de autonomía es bastante ajeno a la cultura y a la tradición escolar. Desde que se fundan los sistemas educativos, la subordinación de los estudiantes a la voluntad de su profesor ha sido un principio básico. Se partía de la premisa que el estudiante no tenía edad para pensar racionalmente, por lo que su mente estaba llena de ideas equivocadas. Luego, el estudiante solo podía hacer, escribir, pensar y decir exactamente lo que su profesor dispusiera. Que los estudiantes tomen sus propias decisiones durante el proceso de aprendizaje era algo no solo impensable y ridículo, sino contraproducente y prohibido. Esa idea ha teñido toda la educación a lo largo de trescientos años. ¿Y ahora resulta que los estudiantes deben decidir qué es lo que van a hacer para resolver la situación significativa?
No cabe duda, a un gran número de docentes esta posibilidad no solo le resulta incomprensible, sino también perturbadora. Piensan quizás que eso sería perder el control de la clase, dejar abierta la posibilidad de que los alumnos decidan mal y les hagan perder el tiempo, además de dejarlos mal parados, porque si un profesor no conduce la sesión ¿para qué está ahí? Esas ideas le llevan a estructurar la clase por completo, predeterminando todo lo que sus estudiantes deben hacer y hasta las conclusiones a las que todos deben llegar necesariamente. El informe 2023 del Monitoreo de Prácticas Escolares también constató que nueve de cada diez docentes en el país deciden por sí mismos las actividades y en todas ellas los estudiantes deben seguir pautas rígidas preestablecidas. La voz interna, una vez más, refuerza su escepticismo sobre el valor de la autonomía.
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En la elaboración de sus trabajos: ¿Debo dejar que cometan errores?
En el mundo de la educación, cometer errores ha sido siempre visto como algo malo, como una señal de torpeza, negligencia o ineptitud, como un hecho que debe evitarse a toda costa e incluso como algo de lo que deberíamos sentirnos avergonzados. Por eso, siempre se ha considerado normal penalizar las equivocaciones de los estudiantes y cada error ha sido objeto de tachaduras, amonestaciones o de marcas con rojo. Pero ahora se plantea que en toda experiencia dirigida a desarrollar competencias, debe aceptarse como normal que los estudiantes cometan errores y que no deben ser castigados ni recriminados por eso. En resolución de problemas, el error se considera un hecho inevitable y debe verse como una oportunidad de aprendizaje. Ensayo y error es una forma de aprender consustancial al ser humano y hasta es así cono se hace ciencia.
Sin embargo, muchos profesores se preguntarán, si debo dejar que se equivoquen, ¿entonces para qué estoy yo?, ¿qué van a decir los padres de mí? Y cuando le explican que se trata de propiciar oportunidades de autoevaluación para que los estudiantes reflexionen sobre lo que están haciendo, lo cotejen con el trabajo de otros y cobren conciencia de sus fallas, sin duda pensarán ¿en qué tiempo voy a hacer eso? Y es que cumplir con la programación sigue siendo un principio sagrado. Entonces, la voz interior le dará una salida: hacer de los momentos de retroalimentación oportunidades para corregir al alumno, en otras palabras, persistir en las prácticas correctivas y directivas, pero encubriéndolas bajo el moderno concepto de feedback. Problema resuelto.
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Para comprobar los aprendizajes: ¿Debo mirar el proceso y no el producto?
Valorar el progreso de un estudiante en sus aprendizajes a través de un examen, una tarea o un trabajo especial ha sido considerado desde siempre algo natural, por lo que constituye un hábito típico de la vida escolar. Si la tarea se hacía en clases, el profesor aprovechaba para escribir en la pizarra, revisar tareas atrasadas o coordinar con algún colega algún tema urgente. Cuando los alumnos terminaban el trabajo encargado, el docente se los llevaba para corregirlos en casa o lo hacía después mientras realizaban alguna tarea adicional. Pero ahora se espera que valoren sobre todo el proceso que siguen los estudiantes para elaborar un trabajo, lo que supone estar atento permanentemente a cómo hacen las cosas. Solo así podría ir tomando nota de las habilidades que demuestran al organizarse, concertar, indagar, analizar y elaborar una solución al desafío planteado. Además, aún si el producto tuviera fallas, durante el proceso los estudiantes podrían haber demostrado progresos en sus habilidades, un hecho que permanecería invisible si el profesor solo mira el resultado.
Es evidente que para muchos docentes observar el proceso puede resultarle tedioso e innecesario, porque están convencidos que la mejor evidencia de un aprendizaje es un resultado sin errores. ¿No dicen que no interesa si el equipo juega bonito, porque lo importante son los goles? Quizás piense, además, ¿por qué tendría que perder el tiempo que puede emplear en cosas más útiles, mirando las idas y venidas de sus alumnos? Una cosa es supervisar de vez en cuando y corregir errores, eso siempre ha hecho, pero otra muy distinta es evaluar los aprendizajes que se irían demostrando mientras trabajan. Luego, esa voz interna dirá al docente: ¿acaso no es más práctico llevarse los trabajos para evaluarlos en casa como siempre has hecho? Hasta podría aconsejarle, perversamente, solo chequear si cumplieron con entregarlo. Eso sería más práctico todavía.
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Para dar retroalimentación: ¿Debo abrir un diálogo reflexivo con cada uno?
Hay suficiente evidencia de investigación que demuestra la efectividad de la retroalimentación como estrategia que incentiva la mejora del aprendizaje. Eso supone que la información resultante de la evaluación formativa puede ser utilizada por el docente para enfocar su retroalimentación en las debilidades que detectó en sus estudiantes. Esto exige a su vez partir de un diálogo que les de la oportunidad de reflexionar sobre lo que está haciendo y puedan tomar consciencia sus aciertos y errores en las decisiones que han estado tomando. La ventaja de este procedimiento es que pueden corregir lo que necesiten convencidos de su necesidad y no por acatamiento a la orden de su maestro. Como es obvio, el docente no podría hacer esto con todos sus estudiantes a la vez, pero por suerte los procesos que se necesitan para desarrollar competencias son largos, luego, oportunidades para retroalimentar a todos o al menos a los que más lo necesiten, va a tener de sobra.
Otra vez, sin embargo, esa voz interna le va a sembrar dudas al profesor. Le va a decir que son demasiados alumnos, que eso no es viable ni tampoco muy práctico por el tiempo que se invierte, que es mucho más sencillo y efectivo corregirlos de frente, porque para eso está el profesor en un aula. Por otro lado, si la idea que tiene el docente de las competencias es que en el fondo son contenidos, piensa que lo único que le toca hacer es supervisar si el estudiante está o no siguiendo sus indicaciones y si tiene bien presente lo que le enseñó en la clase o si lo ha olvidado. En el mejor de los casos, les recordará las instrucciones o les volverá a explicar el concepto. ¿Qué diálogo se necesita para eso? Pero claro, como se le ha dicho que debe hacer retroalimentación, bajo ese nombre persistirá en sus antiguos hábitos correctivos y si algún «diálogo» propiciará será para hacerle preguntas cerradas sobre lo que explicó en clases.
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Los resultados de las evaluaciones: ¿Debo encontrarles una explicación?
Los profesores de todos los tiempos han tenido algo muy claro: se evalúa para calificar y reportar formalmente el rendimiento de sus alumnos. Pero ahora se espera que analice los resultados de las evaluaciones para saber cómo utilizarlos de manera más pertinente en sus retroalimentaciones y en la mejora de su enseñanza. No es que este principio carezca de lógica. Cuando un médico nos prescribe pruebas clínicas para conocer con precisión nuestro estado de salud, una vez que le entregan los resultados los analiza, los interpreta, elabora una explicación sobre su significado para elaborar un diagnóstico preciso y tomar una decisión más pertinente basada en esa información. De lo contrario, nos entregarían el informe del laboratorio y punto. Cuando queremos construir un cuarto adicional en nuestra vivienda y llamamos a un ingeniero, él evaluará la estructura, la ubicación y solidez de las columnas, la distribución del espacio, etc. Pero no nos dirá los resultados y se marchará, por el contrario, los analizará y en base a sus conclusiones nos decidirá cuán viable puede ser lo que le estamos pidiendo y nos hará recomendaciones basadas en esa misma información.
En el mundo de la educación eso está fuera de nuestros hábitos, no es lo normal, suena raro o extravagante. Por eso, la voz interior le dirá al docente que no lo haga, que eso nunca se ha visto, que si un esudiante sale mal en una evaluación es porque no ha estudiado. Y si no ha estudiado, lo más seguro es que se deba a la falta de supervisión de sus padres o a algún conflicto familiar que lo está afectando, un tema que está en el ámbito del tutor y no del docente. ¿Qué cosa hay que interpretar ahí? Muchos profesores dirán que, en base a su experiencia, el bajo rendimiento se debe a negligencia, problemas psicológicos o factores familiares. No hay más explicaciones. Y que lo único que podrían hacer a la luz de los resultados de una evaluación, es invocar a sus alumnos a que pongan más empeño y a sus padres a que pongan más presión sobre sus hijos. Por lo tanto, la voz interior aconsejará al docente a que les ponga nota nomás y la reporte, como siempre ha hecho.
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La duración de los procesos de aprendizaje: ¿Debo darles el tiempo que necesitan?
¿Cuánto tiempo demora limpiar una casa? ¿Cuánto tiempo demora preparar un almuerzo? ¿Cuánto tiempo demora una cirugía al corazón? ¿Cuánto tiempo demora una persona en aprender un programa informático? Ustedes dirán, depende. Depende del tamaño de la casa, depende del plato que se quiera preparar, depende de la gravedad del paciente, depende de la complejidad del software. Es contundentemente lógico. El tiempo necesario para hacer determinadas tareas es directamente proporcional a la magnitud de la tarea, no se necesita reflexionar demasiado para darnos cuenta de una obviedad como esta. Por eso se espera que los profesores asuman que el tiempo invertido en el logro de una competencia está determinado fundamentalmente por la complejidad que ese aprendizaje representa para sus estudiantes. Del mismo modo, el tiempo necesario para el desarrollo, por ejemplo, de un proyecto, estará determinado por la magnitud del problema que los alumnos deban resolver.
El problema es que el tiempo escolar siempre se ha determinado en base a las necesidades del profesor para cumplir con el desarrollo de un programa. Esta costumbre nos viene del siglo XVIII. El profesor tenía un año de plazo para entregar a sus alumnos la cuota de información que contenía su programa. Debía cumplir con entregar hasta el último dato en ese lapso, porque al año siguiente, los alumnos iban a recibir un paquete nuevo de información. Trescientos años después, ese hábito no se ha abandonado, a pesar de que los aprendizajes a lograrse hoy no son cuotas de datos e información sino habilidades. Luego, la voz interior dirá al profesor que su contrato laboral no es con los alumnos sino con la autoridad superior y que su obligación no es tanto que sus alumnos aprendan, cuanto cumplir con desarrollar su programación en el plazo establecido. Luego, esa misma voz le dirá que avance de acuerdo con su cronograma, que el aprendizaje es responsabilidad de cada alumno y en todo caso de sus familias. Asunto resuelto.
Esa voz de la resistencia: ¿quién puede apagarla?
Reconozcamos una cosa. La voz interior que provoca inseguridad en el docente es la voz de la cultura escolar, de la vieja y anacrónica cultura escolar que ha congelado ideas y costumbres a lo largo de los últimos tres siglos. Sus raíces son tan largas y profundas que no resulta fácil arrancarlas. ¿Dónde reside el poder de esa voz? En que sus ideas pedagógicas resultan más fáciles de implementar y, en la medida que han tenido tan larga vigencia, muchos profesores ya no pueden imaginar otra manera de ejercer la docencia.
Pero va a ser aún más difícil callarla si no lo intentamos jamás. Necesitamos sostener un diálogo crítico con esa voz, discutir sus argumentos, cotejar sus ideas o, mejor dicho, las antiguas creencias a las que sigue asignando valor de verdad, con los resultados de las prácticas a las que ancla al docente. La pedagogía actual, la que ha logrado progresos notables gracias a la evolución de las ciencias en las que se basa, ha redibujado la profesión y plantea un modelo de enseñanza mucho más efectivo, más pertinente para el tipo de aprendizajes que hoy necesitan lograrse, pero sin duda más exigente. Y es allí donde esa voz sitúa la discusión: donde está lo menos complicado, lo más rápido, lo más directo, lo más simple, porque se centra en el profesor, no en los aprendizajes, es decir, no en el impacto del servicio que el profesor presta a los niños, niñas y jóvenes de hoy para satisfacer su derecho a la educación. Sencillo y rápido vs. lento y exigente: ese es el dilema que le plantea al docente.
En ese contexto, frente a las demandas actuales de la pedagogía que requiere el desarrollo de competencias se producen dos tipos de reacciones. Una de rechazo abierto, que deslegitima las competencias mismas como propósito, tanto como las estrategias pedagógicas necesarias para lograrlas, precisamente, porque suponen más trabajo y demandan más tiempo; por tal razón, esta postura no muestra disposición para dejar de hacer lo que siempre se ha hecho.
La otra reacción es de duda o escepticismo, porque no se escuchan razones convincentes —más allá de las demandas normativas y de la supervisión— que hagan sentir que vale mil veces la pena adoptar una pedagogía más exigente, aunque esta postura no cierra del todo las puertas al entendimiento. Y es que, en el mundo de las profesiones, actualizarse supone elevar el estándar de desempeño, en la media que se avanza hacia prácticas cada vez más efectivas.
Pesa mucho también la cultura institucional del sistema, que sigue presionando a los maestros para que avancen a paso ligero con su programación, para que abarquen la mayor cantidad de aprendizajes posibles en plazos perentorios y para que reporten notas permanentemente de todas ellas, demandas que refuerzan la voz de la cultura escolar, respaldándola y fortaleciendo las antiguas creencias de los profesores. Por eso, rebelarse contra esa voz es entrar en conflicto con el sistema, algo que no todos los docentes están dispuestos a hacer.
Inés Aguerrondo sostiene que un cambio de paradigma —como el que supone el desarrollo de competencias— debería suponer no solo la redefinición de la docencia sino también la reingeniería de la escuela y del sistema educativo mismo. Pero el sistema seguirá funcionando inercialmente, absolutamente ciego a las implicancias pedagógicas y de gestión que supone el logro de los aprendizajes por los que está apostando, a menos que le digamos basta.
Por lo pronto, la política de formación docente necesita transitar de su enfoque prescriptivo y procedimental, a uno más efectivo en la identificación de los desaprendizajes que requiere el cambio de prácticas pedagógicas en las escuelas, así como en el diálogo crítico con la racionalidad que las sostiene. De otro modo, no podremos abrir oportunidades en las aulas para que los aprendizajes que las generaciones de este siglo necesitan y las seguiremos condenando a recibir la misma educación que recibieron sus abuelos.
Lima, 25 de febrero de 2024