Edición 68

Diagnóstico de entrada del año escolar 2021: cómo hacerlo viable

La educación actual a diferencia de la ofrecida en el pasado tiene la obligación de adaptarse a los estudiantes y no al revés, pero eso supone romper la uniformidad y despertar de un largo sueño

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Luis Guerrero Ortiz | EDUCACCIÓN

Los maestros de todo el país deberán empezar el año escolar haciendo un diagnóstico del nivel de las competencias con el que están llegando sus estudiantes. Existe una buena razón, sin duda: se da por hecho que habrá desniveles después del irregular y azaroso 2020, en el que no todos han tenido similares condiciones y oportunidades para lograr lo que debían aprender en un año regular. Luego, mapear esas diferencias es indispensable para saber cómo se les ayuda de forma diferenciada, según las distintas necesidades detectadas. Así es como lo dispone una norma del Ministerio de Educación, la misma que da plazo a los profesores para nivelar a sus alumnos hasta julio de este año o más allá si lo requieren[1].

Todo lo dicho anteriormente es extremadamente justo y razonable. Hacerlos repetir el año como si tuvieran responsabilidad alguna por la situación o enseñarles ignorando las diferencias acentuadas a lo largo el año pasado, hubiera sido una barbaridad.

Pero hay un problema. Estas disposiciones dan por supuestas muchas cosas importantes que tal vez no existan en la realidad.

Los deseos y los hechos

Una de ellas es que nuestros docentes, en general, saben evaluar los niveles de logro de las competencias, es decir, comprenden y manejan bien los estándares de ciclo y los desempeños de grado para cada una, saben formular criterios alineados a ellos, entienden qué es una evidencia y saben cómo establecerlas, recogerlas, relacionarlas e interpretarlas para extraer conclusiones objetivas sobre el desempeño de cada estudiante. ¿Es realmente así?

El segundo supuesto es que nuestros docentes, en general, saben cómo diferenciar su programación para poder atender las distintas necesidades de aprendizaje que existen en su aula, manejando en paralelo estrategias distintas y registros distintos del progreso de sus estudiantes, y ofreciendo retroalimentaciones pertinentes a cada proceso, en estricta correspondencia con su diagnóstico previo y con el seguimiento de sus avances. ¿Es realmente así?

El tercer supuesto, algo más inquietante, es que nuestros docentes, en general, han estado implementando el Currículo Nacional de manera efectiva, lo que quiere decir que han estado trabajando, antes y durante la pandemia, en favor del logro de competencias. Esto supone que han venido incentivando sistemáticamente el pensamiento crítico de sus estudiantes, fomentando su desempeño autónomo y proponiendo actividades retadoras, de alta demanda cognitiva, que les exijan poner en práctica habilidades y conocimientos diversos en situaciones reales. ¿Es realmente así?

Para averiguarlo no es necesario hacer conjeturas. Hay evidencia objetiva. Tenemos, por ejemplo, los últimos resultados de las pruebas de acceso y ascenso de la carrera pública docente, los informes del Monitoreo de Prácticas Escolares y los resultados de las pruebas ECE en primaria y secundaria, entre otras fuentes, como los reportes de campo de estos últimos meses de educación remota, que nos dan una idea aproximada pero objetiva del estado real de la práctica.

Sería fantástico imaginar, de buena fe y con mucho optimismo, que estos tres supuestos sí se cumplen, pero con excepciones que ameritan cada una un tratamiento particular. Lamentablemente, los hechos nos están indicando que la situación sería la inversa: los supuestos podrían estarse cumpliendo, en efecto, pero de manera muy excepcional y no todos a la vez.

En otras palabras, más allá de nuestros deseos, los hechos podrían ser más bien como siguen:

1. Las experiencias de aprendizaje usualmente propuestas continúan sesgadas hacia los contenidos, que ya no se ofrecen de manera directa sino a través de actividades variadas cuyo fin último es que el estudiante adquiera determinados conocimientos sobre un área determinada.

2. Las situaciones significativas no representan retos cognitivos relevantes para el estudiante, porque son anticipadamente explicadas y valoradas en un determinado sentido por el docente, sirviendo solo de introducción a las actividades previstas.

3. Las actividades que se plantean no representan tareas de alta demanda cognitiva, que requieran la reelaboración crítica y creativa de datos, informaciones y conocimientos para producir un nuevo saber o producto, sino una secuencia de instrucciones que deben acatarse al pie de la letra.

4. El margen de autonomía del estudiante para desempeñarse en las experiencias que se les proponen es casi inexistente, pues el sentido de sus deliberaciones y los resultados a los que debe llegar ya están predeterminados y direccionados por el docente.

5. Las retroalimentaciones son en realidad correcciones o explicaciones reiteradas de la tarea antes que oportunidades para una autoevaluación reflexiva del propio desempeño; se ofrecen, además, esporádicamente, pues, en general, el docente se enfoca en verificar la entrega del trabajo.

6. Las experiencias de aprendizaje tienden a atiborrarse de contenidos de diversas áreas, motivados por la preocupación de dar la máxima cobertura al currículo en el menor tiempo posible, agregando a la lista de tareas actividades que guardan poca o ninguna relación con la situación inicial.

7. La programación curricular es estándar y su único referente es lo dispuesto para el grado correspondiente, no es costumbre realizarla en base a un diagnóstico previo ni adecuarla a las diferencias identificadas en el grupo, salvo en el caso de las aulas integradas.

Es importante comprender que aquello que demanda la RVM 193-2020, siendo absolutamente justo, va en sentido contrario de la manera habitual de funcionar de las escuelas y del sistema mismo. Esto significa que todo el personal a cargo de las instituciones tendría que hacer este año exactamente lo contrario de lo que siempre hace, que es además en lo que cree y lo que más le acomoda.

Foto: Envato

Una manera de ofrecer educación: Los anclajes culturales

La razón es muy clara: suponer que todos los estudiantes están en iguales condiciones y niveles de aprendizaje facilita mucho las cosas al docente porque le permite hacer una misma clase para todos. En base a esa premisa, todo fluye más rápido y con menor esfuerzo, es decir, todo se hace con una gran economía de tiempo y de trabajo. Nótese que este supuesto es el que dio origen a los sistemas educativos hace 250 años y el que permitió en su momento poder ofrecer educación a gran escala, rompiendo el elitismo de la época. Hoy, en pleno siglo XXI, conscientes de que esa premisa es falsa, el modelo se queda sin piso, pero le seguimos dando cuerda porque ya se hizo costumbre hacer las cosas así. Lo digo de otra manera: la RVM 193-2000 está contradiciendo un modelo de funcionamiento del sistema que tiene un anclaje cultural en más de dos siglos de historia.

Cuando no entendemos eso, creemos, de buena fe, que normar y explicar puede ser suficiente para que las personas abandonen prácticas seculares y elijan sin problemas hacer lo contrario. Ese ha sido el drama de las reformas curriculares en toda América Latina de los últimos 30 años.

Ustedes me dirán que adecuar la enseñanza a las diferentes necesidades de los estudiantes es un principio en el que se viene insistiendo desde fines del siglo XX y que el actual Currículo Nacional dice explícitamente que «los informes de los resultados de las evaluaciones deben servir para la reflexión y planificación de las actividades de aprendizaje» (p.183). Pero nadie podrá desmentir que los docentes, en general, no solo nunca hacen eso, sino que nunca nadie ha hecho cuestión de Estado por semejante omisión, ni en el nivel nacional ni en el local. A ese principio, como a tantos otros, se le ha venido aplicando la regla que empleaban los criollos latinoamericanos en los tiempos de la Colonia respecto de los designios del rey: se acata, pero no se cumple.

Más aún. Estudiantes que inician el año escolar con déficits en sus aprendizajes, es decir, con logros a medias, en inicio o aún más atrás respecto de lo que, se supone, debieron aprender el año anterior, es un hecho recurrente y por todos conocido. La pandemia no ha creado este fenómeno, solo lo ha hecho aún más visible, más agudo y, por eso, más inquietante. No obstante, el sistema siempre elude este dato y el año se planifica como si el piso estuviera parejo. Entonces, cuando se aplica la ECE a segundo grado de secundaria y se comprueba que mucho de lo que debió aprenderse en la primaria no se logró en realidad, queda en evidencia este hecho: el sistema nunca vuelve la vista atrás y los estudiantes avanzan arrastrando sus déficits sin que nadie se inquiete.

¿Qué es lo que impide que los estudiantes puedan ser atendidos por sus docentes a partir del nivel en el que llegan, sin suponer que ya tienen los prerrequisitos para avanzar al siguiente nivel? Pues la barrera que representan los grados, con sus líneas uniformes de corte para la promoción, y el hecho mismo de la repitencia. Y es que ese mecanismo se basa en el viejo supuesto en el que Juan Amos Comenius basó su modelo de sistema de enseñanza en el siglo XVI: que todos pueden avanzar simultáneamente dentro de un mismo plazo, en el logro de los mismos aprendizajes, y que pueden, por lo tanto, avanzar en bloque al siguiente escalón. La propia RVM 193-2020 parte de ese supuesto, porque asume que en seis meses los estudiantes pueden ser «nivelados», es decir, que pueden lograr el mismo estándar de aprendizaje que corresponde al grado anterior.

La otra premisa del modelo de Comenius, padre de la pedagogía que hemos heredado y de la que no logramos tomar distancia, es que los métodos de enseñanza representan un mecanismo de causa-efecto respecto de los aprendizajes. Si antes el profesor creía que le bastaba hablar para que el estudiante aprenda, ahora cree que basta mandarles realizar una actividad para que se produzca el mismo efecto. Y esto ocurre porque las estrategias que se deducen del enfoque pedagógico del actual currículo -en esencia inductivas y reflexivas- tienen a reinterpretarse y a asumirse sin abandonar el mismo rol de antes, es decir, un rol directivo, controlador y prescriptivo.

Luego, es fácil suponer que para la gran mayoría de docentes hacer lo que pide la norma es una locura, que les demandaría un esfuerzo descomunal, que no tienen las condiciones para hacer eso en un contexto no presencial y en medio de las presiones desmesuradas de la administración central para la entrega de informes y evidencias de que está cumpliendo con su contrato.

Y no es difícil suponer la diversidad de atajos que podrían imaginarse para acatar, pero no cumplir con esas disposiciones: hacer un diagnóstico simple -enfocado en contenidos o en lectura y matemática- que permita dividir la clase en solo dos bloques (nivelados y desnivelados) que le faciliten el manejo de la situación; asignar a los «atrasados» una cantidad desmesurada de tareas para que se «nivelen» por su cuenta; concluir que todos están nivelados con muy pocas excepciones, de modo que puedan manejar solo algunos casos individuales sin complicarse demasiado; entre muchas otras fórmulas creativas que le permitan afrontar las cosas sin traspasar las fronteras de lo que realmente saben y están habituados a hacer.

¿Podríamos culparlos por eso? Aunque no sea lo correcto, me temo que no, porque estarían buscando formas de hacer lo que se les pide dentro del límite de sus reales capacidades.

Foto: Envato

¿Qué podemos hacer?

No hay soluciones simples. Lo que la norma de referencia plantea supone cambios de fondo que no se pueden lograr de un día para otro. Pero aceptar la complejidad de lo que se demanda y la heterogeneidad a nivel de sus prerrequisitos, ya sería un gran paso, por dos razones: podríamos flexibilizar las expectativas (no todos podrán hacerlo bien ni en todas las áreas) y podríamos crear formas de acompañar de cerca tanto el proceso de diagnóstico (que no se podrá hacer con un solo instrumento ni en un solo momento), como el de la atención diferenciada a las necesidades identificadas (priorizando quizás a los que exhiben mayor necesidad).

Este sería el momento, además, de introducir algunos cambios al modelo de formación docente. Hay ahora una oferta variada e interesante de cursos virtuales, pero necesitamos más. A lo largo del 2020 han surgido experiencias muy auspiciosas de maestros y maestras en respuesta al desafío de la educación remota, que representan un paso adelante en la forma habitual de propiciar aprendizajes significativos. Ahora más que nunca los docentes necesitan conocerlas, analizarlas, inspirarse y aprender de ellas. FONDEP, por ejemplo, tienen un registro abundante y muy interesante de iniciativas pedagógicas destacadas, que han pasado por varios filtros para poner a prueba su calidad. Su efecto demostrativo puede tener mucho mayor impacto que una clase virtual y complementar las ideas que allí se ofrecen con ejemplos prácticos.

Otra cuestión clave, más aún en contextos como este, es hacer un gran esfuerzo por cambiar lo lógica de control y supervisión por la de liderazgo. Los docentes necesitan acompañamiento, no una vigilancia prescriptiva. Podríamos decir que llegar a las escuelas para corregir y dictarle la plana a los docentes es un hábito difícil de abandonar, pero podemos incentivar los liderazgos que cumplan un rol más formativo y ofrezcan un real soporte técnico al maestro que se esfuerza por hacer lo que se necesita. Liderazgos de los directivos de las instituciones y de las instancias de gestión local, liderazgos de los propios docentes con iniciativas creativas en ámbitos que son de su mayor experiencia y dominio. Ciertamente, hay que detectar y atajar las trampas, la negligencia, el abuso, pero no todas las fallas que cometemos son producto del engaño.

Algo más. Lo que la RVM 193-2020 solicita, parte de un enfoque sobre el aprendizaje que no es de sentido común para un buen sector de la sociedad, que sigue atado a la idea de que el aprendizaje depende fundamentalmente del esfuerzo personal. Haber promovido automáticamente a los estudiantes en diciembre pasado ha causado a varios inquietud y malestar, pues suponen que se está premiando con una promoción sin evidencia del esfuerzo ni del rendimiento de cada alumno. La idea de que las condiciones objetivas tienen, hoy más que nunca, una gravitación muy grande, es algo que se entiende, pero en el fondo no se acepta, porque choca con creencias muy enraizadas en la cultura. Se necesita, entonces, informar, explicar, ejemplificar, no dar por supuesto que todos entienden o tienen que entender que se necesita flexibilidad y empatía. Siempre hizo falta, porque las desigualdades sociales no han nacido el 2020, solo que hoy sería grosero ignorarlas a la luz de los efectos devastadores de la pandemia.

La educación actual, a diferencia de la que se ofrecía en el pasado remoto, tiene la obligación de adaptarse a los estudiantes y no al revés. Esto se dice fácil, pero no se escucha con igual facilidad, porque romper la uniformidad a la que estamos habituados significa despertar de un largo (y cómodo) sueño. Pero si una crisis planetaria como la que estamos viviendo a un costo tan alto de vidas no nos abre los ojos, habría que esperar el fin del mundo. Confío en que no, pues entonces sería demasiado tarde.

Lima, 08 de marzo de 2021

[1] Numeral 5.2.4.2. de la RVM 193-2020

Luis Guerrero Ortiz
Docente, graduado en la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP), con estudios completos de maestría en Política Educativa en la Universidad Alberto Hurtado de Chile, y posgrados en Terapia Familiar Sistémica (IFASIL), Periodismo Narrativo y Escritura Creativa (Escuela de Periodismo Portátil de Buenos Aires). Ha sido profesor principal en el Instituto para la Calidad de la PUCP y consultor de UNESCO en políticas de formación docente. Socio fundador de ENACCION y de Foro Educativo. Ha sido consultor de GRADE (Proyecto FORGE) y asesor pedagógico en el Ministerio de Educación (Despacho del Ministro) entre el 2001-2002 y el 2010-2013. Ha sido asesor en la Oficina de Educación de UNICEF y el Consejo Nacional de Educación; profesor principal de la Escuela de Directores y Gestión Educativa de IPAE; ha sido docente de posgrado en la Universidad Católica y en la Universidad Antonio Ruiz de Montoya. Es miembro del Consejo Consultivo de Enseña Perú. Escribe ficción en su blog El río de Parménides.