Santiago Roncagliolo / El País
Desde que está muerto, Roberto Bolaño no para de trabajar. Publicó su novela más importante, 2666, y seis libros más. Esta semana saca uno nuevo, El espíritu de la ciencia ficción, y todavía no es el último. Además, ha sido traducido a decenas de idiomas, se ha convertido en el latinoamericano más vendido en Estados Unidos después de Isabel Allende, y la semana pasada colocó dos libros entre los tres mejores de los últimos 25 años seleccionados por Babelia. Por comparación, cuando estaba vivo parecía un ocioso.
No es el único artista de ultratumba. Nabokov y Capote también se negaron a jubilarse solo por estar bajo tierra. Michael Jackson, no contento con lanzar discos, protagonizó una película.
Uno se pregunta por qué los genios editan esos trabajos después de morir, si no lo hicieron cuando vivían. Quizá porque no lo hacen ellos, sino un ejército de agentes, editores, productores y herederos. Bolaño tiene un contrato de 500.000 euros y ha generado gordas peleas judiciales y mediáticas entre los administradores de su memoria. Pero no puede dar su opinión. ¿No deberíamos dejar que los artistas controlen su obra en vida, en vez de deformársela después de muertos?
Aunque también es probable que, simplemente, los difuntos tengan facturas pendientes. La semana pasada, sin ir más lejos, la Iglesia católica prohibió a los cremados esparcir sus cenizas a lo loco o permanecer de okupas en las casas de sus parientes. En adelante, los muertos tendrán que pagarse un cuartito en cementerios y templos, casualmente administrados por… la Iglesia.
Corren tiempos duros para la cultura. Hasta los clásicos trabajan duramente, en condiciones precarias, a ver si les llega para el alquiler.
Fuente: El País / España, 02 de noviembre de 2016