Luis Guerrero Ortiz / Para EDUCACCIÓN
Supongamos que debo diseñar un taller para capacitar docentes en cómo enseñar a niños de segundo grado una de las competencias del área de ciencia y ambiente: «Indaga, mediante métodos científicos, situaciones que pueden ser investigadas por la ciencia». Entonces diseño un taller para mostrarles cómo realizar una actividad didáctica denominada «chanchitos de tierra», a través de la cual los estudiantes podrán aprender a problematizar situaciones y diseñar estrategias para indagar, así como para registrar datos, analizarlos, evaluarlos y comunicarlos. Esta actividad, además, les permitirá comprobar por sí mismos que los chanchitos de tierra prefieren ambientes húmedos y oscuros, y que les gusta vivir debajo de las hojas y las piedras. El experimento tiene dos variantes y por cada etapa hay un sinnúmero de pasos. Solo la fase para el diseño de estrategias de indagación tiene más de diez. Pero no importa, la actividad está interesante y a los niños les encantará.
Ahora bien, en la primera parte de la secuencia didáctica que quiero enseñar, donde se debe problematizar la situación, la pregunta central que se debe hacer a los estudiantes es ¿Cómo se comportan los chanchitos de tierra al encontrarse en un ambiente seco o húmedo, o en un ambiente iluminado u oscuro?
Y acá viene lo bueno. El docente deberá entonces escuchar sus respuestas sin insinuar acierto o error en ninguna, tomando nota de todas ellas porque después deberán comprobarlas mediante la indagación. Luego deberá agruparlas y consolidarlas en una o dos alternativas. Después tendrá que hacer que salgan de la boca de los niños ideas sobre qué podría hacerse para comprobar sus hipótesis y que conviertan esas ideas en un pequeño plan. La actividad didáctica contempla en esta parte la posibilidad de que el docente complemente las ideas de los estudiantes y los estimule a ejecutar su plan de manera autónoma.
Más adelante, cuando ejecuten su plan y deban pasar a recoger y organizar datos, al docente le tocará dar pautas o preguntas para que hagan una observación cuidadosa y un registro ordenado. Luego, cuando llegue el momento de analizar esos datos, deberá iniciar un diálogo en base a preguntas a fin de propiciar que hagan sus propias interpretaciones, comparen datos, hagan deducciones y propongan conclusiones.
Hay más, pero detengámonos aquí. En el taller puedo explicar cada una de estas fases y pasos, puedo entregar la descripción de la actividad por escrito y hasta puedo hacer un ensayo o simulación –en todo o en parte- con los profesores que debo capacitar. Así me aseguro que la secuencia se entienda con claridad y puedan aplicarla después en sus aulas.
Pero… creo que está fallando algo en mi diseño.
A estas alturas, es posible que muchos colegas se pregunten, ¿no es más rápido y más sencillo que les explique a los niños que el chanchito de tierra trata de estar en ambientes húmedos y oscuros, más que en ambientes secos e iluminados, y que su hábitat natural son bosques y zonas pedregosas, pues le gusta vivir debajo de piedras, troncos, cortezas u hojas secas? No cabe duda que tendrían razón. Si el propósito de la clase fuera que tomen conocimiento de esa característica de tales animalitos, hasta podría mandarlos a leerlo y sería todavía mucho más económico.
Claro, si lo que busco no es principalmente que los estudiantes entiendan eso, sino que aprendan a problematizar situaciones y diseñar estrategias para indagar, así como para registrar datos, analizarlos, evaluarlos y comunicarlos, los estaría habilitando para investigar esto y cualquier otra cosa de su interés a través del mismo procedimiento. Esto equivale a enseñarles a pescar, apelando a la vieja metáfora. Y es ese precisamente el objetivo de la actividad didáctica, un objetivo que no se podría cumplir si me limito a explicarles dónde viven los chanchitos de tierra y por qué razón prefieren lo húmedo a lo seco.
Entonces, el problema del taller que estoy diseñando es que la actividad didáctica que quiero mostrar da por supuesto que un docente, habituado a exponer y explicar su clase, a hacer uso de la pizarra, los dictados y las transcripciones como recurso principal para la enseñanza, que se ha enfocado siempre en los contenidos de información, está en condiciones de realizar esta otra secuencia de actividades con la misma soltura y fluidez, por el solo hecho de conocer al detalle todos sus pasos.
Me explico. Escuchar y recoger todas las ideas de estudiantes de 7 años de edad, agruparlas por afinidad y proponer una síntesis de las dos o tres ideas centrales, colocar preguntas precisas en medio del diálogo para provocar la reflexión y el debate a fin de llegar a acuerdos, permitir que las conclusiones salgan de la cabeza de los niños y registrarlas con fidelidad a sus propias palabras, supone un docente con determinadas cualidades y habilidades. Por ejemplo, un docente que demuestre respeto, prudencia y tacto en la relación con sus estudiantes, pero que tenga también capacidad para inspirar confianza, para esperar con paciencia su proceso de reflexión, para escucharlos de manera activa, para colocarse en la perspectiva del niño y en la lógica de su razonamiento, para hacer preguntas abiertas que los reten a pensar y no a recordar, para manejar controversias y aprovechar el error como una oportunidad para aprender, para hacer una síntesis mental de ideas diversas en el momento en que se proponen, para controlar su ansiedad por el tiempo y, sobre todo, su angustia por llegar pronto a «la verdad», tal como él la entiende.
Sin esas habilidades, es posible que el docente realice la actividad didáctica de buena fe, pero se aburra a mitad de camino al ver que sus estudiantes proponen hipótesis descabelladas, hacen preguntas aparentemente fuera de lugar, se les ocurre tomar el camino más largo para hacer las cosas, le preguntan a él en vez de pensar por sí mismos, se burlan de las ideas de un compañero, se demoran en pensar una respuesta o solo aciertan en una parte de ella. Si eso pasa, el docente puede ceder a la tentación de buscar atajos y ponerse a insinuar las respuestas que espera o a decir la primera mitad de ella para que completen en coro la segunda. Puede también, después de dejarlos hablar por un rato, impacientarse y agarrar la tiza para ofrecerles una explicación detallada en la pizarra o no disimular su fastidio cuando un estudiante plantea una idea errónea.
Un momento. Pero ninguna de estas habilidades estaba prevista en mi diseño de taller. Lo que yo había previsto era trabajar con los docentes ésta y otras actividades didácticas, útiles para desarrollar las competencias del área. Y lo había hecho en la certeza de que hay que darle al docente ideas prácticas sobre cómo enseñar, que no hay que llenarlo de teorías disciplinares sino más bien ofrecerles didácticas, para que sepan trabajar los contenidos de las disciplinas de una manera activa.
Pero estaba cometiendo un error.
Las didácticas que quiero enseñarle a mis docentes no son para que sus estudiantes aprendan contenidos disciplinares, sino para que desarrollen competencias que les permitan utilizar esos conocimientos al afrontar retos de la vida real. Eso es lo que me pide el currículo escolar. Por lo mismo, esas didácticas requieren del profesor un conjunto de habilidades que antes no necesitaron cultivar, sencillamente porque ni el currículo ni su forma de enseñar se las demandaba.
¿Qué pasa si mi taller no las incluye? ¿Qué pasa si ninguna otra oportunidad posterior de capacitación las considera? ¿Qué pasa si lo único que enseñamos a los docentes son repertorios de actividades didácticas para trabajar las distintas áreas del currículo? Adivinaron. En el mejor de los casos, suponiendo que nos concedan el beneficio de la duda, van a tomar nota de ellas y van a reproducirlas en su aula siguiendo tal cual la secuencia de pasos indicada, pero buena parte de ellos cometiendo probablemente errores graves en el manejo de los procesos y las situaciones, distorsionando su sentido. Porque una cosa es conocer un instrumento y estar enterado de cómo se utiliza, otra muy diferente es tener la habilidad para utilizarlo con provecho y sin perjuicio de ninguna clase.
Según el Marco de Buen Desempeño Docente, el éxito de un docente en el aula depende básicamente de tres competencias pedagógicas clave: la de producir un clima lo suficientemente motivador como para que todos quieran aprender; la de conducir la clase de modo que todos aprendan de manera reflexiva y crítica a solucionar problemas relacionados con sus experiencias e intereses; y la de evaluar continuamente los progresos de sus estudiantes para tomar cada vez mejores decisiones pedagógicas y retroalimentarlos oportunamente. Comprenderán que disponer de un buen repertorio de didácticas para cada área curricular es apenas una de las herramientas en las que el docente podría apoyarse cuando ponga en práctica la segunda competencia, pero no le será suficiente.
Poder propiciar aprendizajes reflexivos y críticos, solo eso, según el Marco de Buen Desempeño, le exige al profesor saber utilizar los conocimientos en la solución de problemas reales, saber promover el pensamiento crítico y creativo, manejar conceptos de manera actualizada, rigurosa y comprensible para todos, demostrar sensibilidad con las fluctuaciones del interés de sus estudiantes, y también manejar diversas estrategias pedagógicas. Si el taller que estoy diseñando se enfoca solo en esto último, no puedo pronosticar que la irá bien, así aplique las secuencias didácticas al pie de la letra.
Ustedes me dirán que el tiempo destinado al taller –digamos, un día o dos- no alcanza para aprender todo esto. Pues bien, eso significa que un taller no me basta si lo que busco es desarrollar en los docentes las competencias pedagógicas que le permitirán enseñar de un modo más eficaz. Deberé entonces planificar varias acciones formativas. Pero si he reservado tiempo y recursos solo para un taller, donde he previsto enfocarme básicamente en didácticas de una o varias áreas curriculares, entonces no le llamemos a eso una acción formativa, sino informativa.
La razón es muy sencilla. Al término del taller, lo que el docente se llevará no son capacidades pedagógicas sino solo nueva información sobre actividades didácticas interesantes. No está mal, contar con esa información es necesario, solo tenemos que reconocer que no le estamos dando la oportunidad de desarrollar las habilidades que necesita para utilizarlas como es debido. Aprenderme el manual de instrucciones para volar un avión no me vuelve un piloto ni un libro de recetas me convierte en chef.
Volvamos al principio. Estoy diseñando un taller para capacitar docentes en estrategias para desarrollar una de las competencias del área de ciencia y ambiente para niños de segundo grado: «Indaga, mediante métodos científicos, situaciones que pueden ser investigadas por la ciencia». Tengo un conjunto de actividades didácticas que están pintadas para enseñar eso de una manera activa y eficaz. Hasta ahí estamos bien. Ahora debo pensar en qué capacidades necesita desarrollar el docente para manejar ese tipo de metodologías, que son inductivas, que demandan pensar, que requieren interacción, que suponen poner en práctica el conocimiento, es decir, que van en sentido contrario a las formas expositivas y repetitivas de enseñanza a las que está habituada una gran cantidad de docentes. Todas las áreas del currículo de educación básica requieren el uso de metodologías activas e inductivas, por lo que todas las actividades didácticas recomendadas para desarrollar competencias lectoras, matemáticas, personales, etc. van a requerir del docente estas mismas habilidades.
En conclusión, el taller que debo diseñar y su secuela de acciones formativas complementarias deberán colocar en agenda, necesariamente, el desarrollo de esas competencias pedagógicas y no solo repertorios didácticos específicos. Más aún si ese diseño lo realizamos desde alguna de las tres instancias gubernamentales y estamos comprometiendo recursos públicos. Solo tengamos en cuenta que para desarrollar competencias no me basta hacer trabajos grupales y aplicar una que otra técnica participativa en dos o cinco días de taller. El reto de la planificación es mayor.
Dice Javier Murillo que hemos vivido mucho tiempo atrapados en la oposición entre conocimiento disciplinar y saber pedagógico, pero que son las competencias profesionales las llamadas a superar esa falsa dicotomía. En ese contexto, la didáctica por sí misma no puede lograrlo. Jan Amos Comenius afirmaba en el siglo XVII el poder intrínseco del método racionalmente fundado. Cuatro siglos después debería quedarnos claro que seguimos necesitando metodologías sólidas, pero sobre todo personas capaces de manejarlas con la empatía y racionalidad necesarias, más aun cuando lo que está en juego es la formación de otros seres humanos.
Lima, 02 de mayo de 20016