César Guadalupe / El Comercio
A propósito de la prolongada huelga de maestros en varias provincias del país, en los últimos días se ha venido discutiendo acerca de las condiciones laborales en las que trabajan nuestros docentes.
Para nadie es un secreto que los docentes son el agente central en la prestación de los servicios educativos y que, por lo tanto, la calidad de dichos servicios nunca puede ser mejor que lo que resulta de las políticas sobre formación, reclutamiento, remuneración, carrera y desempeño docente.
Tampoco es un secreto que entre finales de la década de 1970 y 1990 nuestra educación básica sufrió un marcado deterioro, que llegó acompañado por un retroceso general en las condiciones de trabajo y de desempeño de los docentes peruanos. Y pese a los progresos observados desde finales de los años noventa, aquel deterioro aún no se ha podido remontar.
Lo anterior ha derivado en un consenso acerca de la necesidad de revalorar la docencia, aunque no siempre es claro qué significa esto. ¿Un incremento constante de salarios sin que ello necesariamente se traduzca en mejores desempeños? ¿Es acaso que el problema se limita exclusivamente a lo salarial?
Parte de la dificultad en abordar exitosamente estos problemas se explica por la presencia de dos discursos que no contribuyen a encontrar las mejores opciones de política. Por un lado, existe un discurso paternalista que ve a los docentes como las víctimas de una situación presumiblemente orquestada por malas voluntades y que, por tanto, está dispuesta a exonerar a los docentes de toda responsabilidad profesional debido a su situación salarial. Es decir, se justifica cualquier deficiencia en su trabajo, incluso faltas graves, con el argumento “bueno, es que se les paga tan poco”.
Por otro lado, hay también un discurso opuesto que etiqueta a los docentes como villanos y los culpa de todos los males de la educación peruana. Esta visión, no obstante, ignora que la sociedad en su conjunto es responsable del deterioro de la situación educativa (por ejemplo, ningún gobierno obligó a universidad alguna a reducir los niveles de exigencia en la admisión a sus programas de educación).
Ambos discursos menoscaban el carácter profesional de la docencia, el mismo que no se reduce a reclamar un salario similar al de otros profesionales o tener, por decreto, el reconocimiento social del que otros grupos profesionales gozan. El reconocimiento social y la remuneración se asocian a la calidad y al valor del desempeño que un colectivo profesional puede desarrollar y, lamentablemente, tenemos problemas muy graves en este terreno.
Estos discursos también descuidan el carácter colegiado de la función profesional y la autonomía con la que un profesional ejerce su trabajo. Esto último, además, ha sido mermado por una tendencia estatal a definir centralmente varias prescripciones sobre cómo el docente debe ejercer su labor. En vez de contar con una política que habilite a los docentes a desarrollar su trabajo, en demasiadas ocasiones la política educativa ha pauteado en detalle lo que estos deben o no deben hacer en las aulas, algo que evidentemente no funciona.
La revaloración de la docencia y de los docentes pasa necesariamente por una recuperación del carácter profesional de su labor (colegialidad, autonomía, excelencia en el desempeño y una remuneración correspondiente). Para ello no basta con políticas salariales aisladas o sujetas a la lógica del reclamo y la negociación.
La carrera docente será valorada socialmente no mediante un decreto o por incrementos salariales que no se traduzcan en mejores desempeños, sino que lo será en el momento en que abordemos el problema de modo integral y mostremos a la sociedad que los docentes, como cualquier otro profesional, trabajan en una jornada de tiempo completo, muestran un desempeño acorde con la necesidad de sus estudiantes y reciben una remuneración ajustada a ello.
Fuente: El Comercio / Lima, 10 de agosto 2017