EDITORIAL
Una reciente encuesta de IPSOS, presentada a fines de octubre en la «Semana de la evidencia», revela que somos el país al que más preocupa la corrupción como principal problema nacional, no solo en Latinoamérica, sino también en el resto del mundo. Y preocupa bastante más que cualquier otro problema, como la pobreza, el costo de vida o el desempleo. La mayoría de encuestados considera que la corrupción les quita oportunidades laborales, afecta la calidad de los servicios públicos y es, además, el principal motivo por el que les avergüenza ser peruanos.
Paradójicamente, 5 de cada 10 ciudadanos admite tener una tolerancia media o alta frente a la corrupción e incluso haber participado en actos de esta naturaleza en alguna circunstancia, desde pagar una coima hasta pedir favores o privilegios en alguna ocasión.
Es sin duda un círculo vicioso. Como las reglas no se respetan, las instituciones no funcionan. Como las instituciones no cumplen su función, nos saltamos las reglas. Cuando las transgresiones de otros me perjudican porque me postergan, las rechazo. Cuando soy yo quien las transgredo porque me benefician, las acepto. El comportamiento de personajes públicos como Hinostroza o Chávarry causa un repudio generalizado. Pero, ¿pensaría igual la persona que hubiese necesitado y obtenido ayuda de alguno de ellos?
Es evidente que un país democrático no puede funcionar de esta manera. En estas circunstancias, la famosa pregunta del personaje vargasllosiano no tiene cabida. Porque las cosas se fregaron desde el origen mismo de la república, empezando por el pago a las deudas que supuso el financiamiento de las guerras de independencia, para no hablar del guano. El tráfico de influencias, los sobornos, los fraudes, la malversación, el compadrazgo, el nepotismo y, por supuesto, la impunidad, han sazonado en buena medida los casi doscientos años que tenemos como país, percibiéndose como prácticas absolutamente normales en nuestra vida institucional.
En la misma encuesta, la mayoría cree que parte importante de la solución pasa por la educación. Naturalmente, por una educación que tenga en el centro de sus preocupaciones la formación de ciudadanos críticos y responsables, capaces de sumar fuerzas más allá de sus diferencias para lograr objetivos comunes. No es la que ahora tenemos.
Según un estudio del Banco Mundial, un país cuyo desempeño promedio en las pruebas internacionales es una desviación estándar superior a otro, obtendrá cerca de 2 puntos porcentuales más de crecimiento anual del PBI a largo plazo. Ahora bien, si consideramos que las pruebas internacionales miden preferentemente la capacidad de lectura y matemática, cabe preguntarse en qué otras capacidades habría que educar a nuestros niños y jóvenes para subir más bien el índice de ciudadanía y de hábitos democráticos.
Ahora podemos decirlo por experiencia, sin ciudadanos capaces de vivir en democracia, el crecimiento económico solo servirá para nutrir la corrupción y enriquecer a unos cuantos. Es decir, a aquellos que tienen las ventajas necesarias para saltarse las reglas en provecho propio o para diseñar reglas a la medida.
Si usted pregunta a cualquier docente qué alumnos suelen tener corona en cualquier colegio, la respuesta fluirá sin dificultad: los parientes del director, de algún otro docente, de alguna autoridad local, o de cualquier padre de familia al que deban algún tipo de favor o que posea alguna clase de poder que pudieran utilizar en su contra. Tener corona significa que las reglas no se les aplican. Significa, además, que los demás estudiantes miran y sacan su cuenta del valor que les testimonia el comportamiento de los adultos. Así es como se construye país en la vida cotidiana. El país que hoy tenemos. El que la educación, la otra educación, necesita contribuir a cambiar.
COMITÉ EDITORIAL
Lima, 09 de noviembre de 2018