Luis Guerrero Ortiz
«La economía mundial no se centra en lo que se sabe, sino en lo que se puede hacer con lo que se sabe», ha dicho en repetidas ocasiones el responsable de Educación de la OCDE y director de las pruebas PISA, Andreas Schleicher, para dejar en claro que las demandas del mercado laboral en el planeta ya no pasan por la capacidad de retener y repetir información sino por la de hacer buen uso de ella. Precisamente, la cualidad de utilizar el saber de manera pertinente para lograr objetivos definidos en situaciones concretas, es lo que se denomina «competencia» desde hace ya más de 20 años.
No es ninguna novedad reconocer que, en general, al docente peruano le ha costado mucho transitar de una pedagogía centrada en la entrega sistemática y dosificada de información, con fines básicamente de reproducción, a una pedagogía que prepare más bien para el uso inteligente de esa información, de cara a la solución de un problema o a la respuesta a un desafío determinado.
Basta visitar cualquier escuela del país para darnos cuenta de que ese tránsito no ha sido exitoso en la mayoría de los casos y, por si hiciera falta más evidencias, los bajos resultados que obtenemos en las pruebas PISA, a pesar de los progresos, lo demuestran con claridad: adolescentes peruanos que están a un paso de concluir su escolaridad, pueden haber acumulado mucha información desde que entraron a la escuela, pero trastabillan, resbalan y caen cuando les piden que la utilicen, no que la repitan.
¿Cuáles son los principales obstáculos pedagógicos para que esta transición pueda completarse con éxito, sin traumas, confusiones ni mixturas que se traduzcan en retrocesos? La lista puede ser larga, pero ensayemos algunas hipótesis.
En primer lugar, para muchos docentes no termina de estar claro qué es lo que tienen que hacer ahora con la información. Si antes se trataba de exponerla y explicarla para que el alumno la recuerde y la repita, ¿qué toca hacer hoy con ella en favor de las competencias? En este dilema, el propio currículo no ayuda mucho. Cuando el currículo escolar vigente plantea, por ejemplo, la construcción de la identidad y la convivencia democrática a estudiantes del 5to grado de primaria, la noción de «construcción» nos sugiere acción, nos remite a un proceso activo que involucra al estudiante en la creación de algo que no está dado previamente, que hay que producir. Esto está muy bien pues esa es, en efecto, la lógica de desarrollo de una competencia.
Sin embargo, el mismo currículo le pide a continuación al profesor que enseñe una serie de temas relacionados con la pubertad, la identidad, la autoestima, la familia y la escuela. Luego, cuando enumera las capacidades que también tiene que desarrollar, las remite a esos mismos temas y utiliza para definirlas verbos como éstos: reconoce, identifica, evalúa, reflexiona, indaga, describe. Estos verbos sugieren un determinado tratamiento de la información, un tratamiento racional, reflexivo, que facilite su comprensión, que la convierta en conocimiento, lo cual es muy bueno, pero… ¿en qué momento se le pide al profesor que enseñe a sus alumnos a utilizar esa información para construir su identidad y un modo de convivencia democrático, cuando menos en el aula? Si esa demanda no es explícita, si nadie le pide al docente crear oportunidades para que el estudiante haga eso, entonces no hay competencia posible. Este problema, como se ha dicho tantas veces, se repite en varias áreas curriculares.
En segundo lugar, además de esta confusión respecto a la nueva manera de relacionarse con la información, existe también la dificultad de muchos docentes, justamente, para poder hacer eso bien. Utilizar de modo reflexivo la información y el conocimiento en general para resolver situaciones y modificar circunstancias, no resulta fácil para nadie que se haya habituado más bien, a lo largo de l0s años, a retener y reproducir datos, conceptos y explicaciones, así como a darle valor de verdad a toda afirmación que provenga de la autoridad. Este hábito convierte las ideas en estereotipos, en verdades inmutables que por principio no dialogan con ninguna realidad.
¿Cómo identificamos una forma estereotipada de razonar y actuar? Por ejemplo, cuando enfrentamos una situación compleja y retadora en el aula o en la escuela, echando mano de una forma de actuar o de razonar que en general nos parece correcta, independientemente del contexto y las circunstancias. Es decir, cuando elegimos no mirar la situación, cuando nos rehusamos a examinarla, cuando los datos nos sobran y sentimos que podemos prescindir de ellos para tomar una decisión. Actuar de manera competente significa todo lo contrario, supone situarse en la realidad que se busca modificar para poder lograr un propósito. Si no estoy habituado a proceder así en mi actividad profesional, me será difícil enseñar a mis alumnos a hacer eso con la información que pueda poner a su disposición.
En tercer lugar, el concepto de motivación intrínseca le resulta completamente extraño a la tradición escolar. Para aprender a actuar de manera competente se necesita un involucramiento total con la situación a resolver y el desafío que representa. Eso significa interés, voluntad, deseo de afrontarla y resolverla, una identificación plena con la meta y con el proceso que supone llegar a ella, con todas sus exigencias. Está demostrado por la ciencia que sólo en esas condiciones es que se hace posible una mente activa, una elevada concentración y un alto nivel de productividad intelectual. Esto le exige al docente una forma de enseñar que tome en cuenta la necesidad de generar interés y curiosidad en sus alumnos en cada clase, como condición necesaria para lograr su compromiso con el proceso de aprender.
No obstante, la tradición pedagógica en occidente es fundamentalmente prescriptiva. Se enseña lo que se debe aprender porque es bueno en sí mismo y porque es ley. Luego, el estudiante tiene la obligación de aprenderlo, sea que lo acepte y le guste o no. Salvo honrosas excepciones, todas las generaciones de maestros nos hemos formado así y nos hemos hecho adultos creyendo que el agrado y el deseo no juegan ningún papel relevante en este asunto de aprender. Ciertamente, hay algunos docentes que confunden las cosas de buena fe y creen que sí se puede hacer algo al respecto, esforzándose por lograr que el alumno se relaje o divierta antes de empezar una clase aburrida. Pero, ¿cómo lograr que les interese la clase en sí misma y no sólo el entretenimiento inicial? No hemos tenido éxito en lograr que la mayoría de docentes acepten que eso no sólo es posible sino indispensable para que las competencias puedan lograrse.
En cuarto lugar, muchos docentes no tienen claro qué hay que hacer para convertir un proceso de aprendizaje en una experiencia interesante para niños, púberes o adolescentes. Este es otro déficit de la formación inicial, que no nos prepara realmente para saber cómo enseñar a personas en distintas etapas de la vida, sino solo para saber qué es lo que se les debe enseñar. Toda la literatura sobre competencias subraya la necesidad de empezar el proceso partiendo de una «situación de aprendizaje», la misma que debe proponer un problema en una circunstancia bien delimitada. El asunto es que formular un planteamiento que represente un problema interesante para los estudiantes, supone conocerlos bien y esforzarse por razonar desde su perspectiva y sus intereses.
Aquí empiezan los problemas. Los docentes estamos más bien acostumbrados a formular planteamientos de clase que consideramos necesarios e importantes en sí mismos, sin que nos preocupe mayormente cuánto interés pueda despertar en el alumno, tenga la edad que tenga. Esa es la pedagogía prescriptiva en acción: se hace lo que se debe y punto, sea que los deseos de quienes deben hacerlo jueguen a favor o en contra. Alguna vez expliqué a un maestro de primaria cómo es que un problema puede ser definido como una pregunta abierta e interesante, cuya respuesta no está a la mano y requiere una indagación reflexiva. Entiendo, me respondió, entonces yo puedo preguntar por ejemplo, ¿cuál es la forma correcta de cepillarse los dientes? Naturalmente, una pregunta así está pensada desde el profesor, no desde los niños, para quienes cepillarse los dientes –algo sin duda muy necesario- no figura entre los diez primeros lugares de sus intereses generacionales.
En quinto lugar, el desarrollo de competencias exige desempeño de tareas, mucho acompañamiento al alumno durante el proceso de ejecución, así como capacidad de retroalimentación clara, oportuna y cuidadosa en distintos tramos del camino. El docente necesita observar, anotar e interactuar de manera continua con todos, teniendo en cuanta las diferencias de aptitud y personalidad de cada uno. Este rol durante la clase es fundamental, pues el proceso de aprender a utilizar lo que sabe –como lo diría Schleicher- requiere la guía de un profesor atento a los detalles.
Pero muchos docentes están acostumbrados a aplicar secuencias metodológicas al pie de la letra, es decir, siguiendo un guión predefinido y poniendo cuidado básicamente en que las actividades previstas se cumplan y se terminen dentro de los plazos. Una buena secuencia didáctica para que niños de segundo grado aprendan a producir textos escritos, puede ser aplicada de manera consciente y reflexiva o ciega y mecánica. Lo primero requiere mucha observación e interacción, lo segundo no, basta con supervisar que las instrucciones ofrecidas por el profesor se cumplan. Un programa de capacitación docente puede enriquecer el repertorio didáctico de un maestro para enseñar competencias, lo cual es muy bueno, pero no enseñarle a aplicarlas de manera interactiva y reflexiva, lo que es un gran riesgo.
No he abordado acá el problema de la evaluación de competencias, situada en las antípodas de la cultura evaluativa que prevalece en las escuelas, porque merece un tratamiento especial. Es que la lista podría seguir, pero es mejor detenernos aquí por el momento, pues las cinco cuestiones planteadas tienen suficiente densidad para entrar en la agenda de las políticas de mejora de los aprendizajes.
Guillermo Ferrer nos dijo, en reciente visita a Lima, que a ningún país le ha resultado fácil lo que mencionábamos al principio: el tránsito de una pedagogía centrada en la entrega sistemática y dosificada de información, a una pedagogía que prepare para el uso inteligente de esa información en función de responder a desafíos determinados. Consciente de esas dificultades es que Hugo Díaz suele sostener que llegar a una educación orientada a competencias en el Perú es un asunto de largo plazo. Puedo suscribir eso, pero creo al mismo tiempo, con absoluta convicción, que el largo plazo empieza hoy.
Los maestros tienen ahora en sus manos «Rutas de Aprendizaje», un instrumento pedagógico creado precisamente para orientar la enseñanza, para no dejar solo al docente en su trabajo de aula. No obstante, la aplicación de las Rutas requiere propiciar en las escuelas una dinámica que Michael Fullan denomina «aprendizaje lateral»: maestros compartiendo cotidianamente experiencias de aciertos y errores entre sí, para apoyarse unos a otros, entre otras cosas, en la superación de estas cinco barreras que he enumerado de manera sucinta.
Este tipo de esfuerzos es el que necesita tener su respaldo en las políticas, pues no hay proceso de cambio de prácticas pedagógicas en el mundo que haya tenido éxito sin acompañamiento, sin incentivos, sin recursos de apoyo. El asunto es que este despliegue de respaldos identifique previamente en cada contexto las dificultades específicas de los maestros para enseñar competencias y dialogue de manera sostenida, respetuosa, perseverante, con cada una de ellas. Es en el contexto de este diálogo pedagógico con cada realidad que deba mejorarse que herramientas como las Rutas de Aprendizaje pueden aumentar su eficacia.
Lima, 20 de enero de 2015
[Fotografía (c) BAE La Fortuna/www.flickr.com]