Candelaria Ríos Indacochea | EDUCACCIÓN
Cuando le preguntan a Juana por qué prefirió recibir una lancha en compensación a la violación de su hija, en vez de denunciar ante la UGEL al docente agresor, ella responde que allí no hacen caso, que se cubren entre ellos, sería perder tiempo, dinero en viajes para exponerse a maltratos y al final igual va a seguir enseñando en otro lado.
Tomasa como directora de escuela andina rural de frontera, sí hizo la denuncia ante la UGEL cuando supo que uno de sus docentes acosaba a las estudiantes de secundaria. Hacerlo, casi le cuesta la vida, pues el denunciado intentó arrojarla de un puente. La salvó un exalumno que la providencia hizo que pasara por ahí.
A pesar de sus diversos intentos, Carla no logró ser escuchada sobre el acoso verbal y bromas en doble sentido que le hacía su jefe inmediato en aquella oficina del Minedu. Renunció, decepcionada del sector.
Juana, Tomasa y Carla son mujeres reales que sufren y enfrentan en silencio diversas formas de violencia de género en el sector educación. Sus nombres han sido alterados, pero sus historias se repiten una y otra vez, formando un engranaje que sostiene la cultura de la violación y las desigualdades de género.
La cultura de la violación es un término usado para describir sociedades que, como la nuestra, normalizan la violencia sexual, ignorándola, minimizándola, o incluso fomentando actitudes misóginas. Este fenómeno incluye, por ejemplo, lenguaje sexista, cosificación de la mujer, subvalorar el testimonio de la mujer, piropos o acoso callejero, bromas de connotación sexual, manoseo, acoso sexual, consumo de pornografía o “pasar el pack” en un chat. Por otro lado, se naturaliza el comportamiento violento del hombre, e incluso se pone en duda la masculinidad y heterosexualidad del hombre que no es cómplice o que denuncia estas violencias.
Sostener la cultura de la violación incita la conducta violenta de los hombres, incrementando la probabilidad de que más mujeres, niñas, niños y adolescentes sufran alguna forma de violencia sexual. Además, se genera un clima de impunidad para los agresores, que alimenta un círculo vicioso que crece en espiral cualitativa y cuantitativamente, afectando a la sociedad en su conjunto.
La escuela es parte de la sociedad, una parte que la reproduce, pero que también tiene la potencialidad de cambiarla, formando en ciudadanía para la igualdad de género.
Desde hace varios años, el Ministerio de Educación, la sociedad civil organizada, una gran masa de docentes y personal directivo, sindicatos docentes, madres y padres de familia, como las y los estudiantes vienen librando una batalla sostenida de abajo – arriba y de arriba – abajo, para liberar a las escuelas de toda violencia basada en género, en especial la perpetrada por personal que trabaja en las instituciones educativas.
Esta batalla se libra de abajo hacia arriba porque es en las instancias de gestión descentralizada, e incluso en otras instancias de administración de justicia penal y administrativa donde la naturalización de la violencia, la culpabilización a la víctima, y las masculinidades tóxicas encuentran un cajón de resonancia que se traduce en impunidad para los agresores y revictimización a las víctimas y a sus entornos. La batalla continúa de arriba hacia abajo en el marco de la Ley de reforma magisterial, Ley N° 29944 y su reglamento, que expulsa del sistema educativo a los docentes con sentencia firme por delitos contra la libertad sexual. Se ha subido la valla, y se requiere vigilancia para que no se vuelva a bajar.
Durante las semanas pasadas, la batalla llegó al último piso del Ministerio de Educación y se hizo pública. Posiblemente no es la primera vez que en alta dirección sucede una situación de acoso o de vulneración de derechos, pero podemos decidir que sea la última.
Para lograrlo, es necesario que, como ciudadanía y comunidad educativa, seamos constantes en aplicar “tolerancia cero” a cualquier forma de violencia, incluyendo el hostigamiento y acoso sexual, escuchando a las víctimas desde la empatía y no desde la revictimización o la duda, redefiniendo las masculinidades para que los hombres ya no sean agresores ni cómplices, así como sancionando socialmente, administrativamente y/o penalmente según lo amerite cada caso y nuestro rol.
Es necesario que estudiantes, familias y docentes aprendamos formas igualitarias de relacionarnos, para que las próximas generaciones no tengan que enfrentar la pandemia silenciosa de la violencia de género. El actual reto de la formación en ciudadanía y civismo implica hacer frente a las desigualdades étnico-raciales, culturales, lingüísticas, por sexo, orientación e identidad sexual, por condición de discapacidad, y toda forma de subordinación que mantenga las injusticias sociales.
Estas acciones implican tener la misma constancia y persistencia con que se manifiestan las conductas violentas. Es decir, tantas veces sea necesario señalar y vigilar una violación de los derechos de las mujeres, tantas veces habrá que hacerlo, porque el miedo y la violencia se alimentan del silencio.
Si no se ha hecho antes como sector, ahora es la oportunidad para las nuevas autoridades educativas, para el MINEDU y el gobierno de trazar una nueva línea, y elevar la valla un poco más para garantizar que todo el sistema educativo asuma su rol de combatir la cultura de la violación y contribuya a la construcción de una sociedad más igualitaria y menos violenta.
Lima, 12 de octubre de 2021