Salvador del Solar
El incremento de nuestra capacidad de consumo
no hará de nuestro país un mejor lugar para convivir
Estos tiempos serán recordados como aquellos en los que hicimos del crecimiento económico el supremo objetivo nacional y la medida última de nuestro éxito como país.
Ha calado tan profundamente en nosotros esa idea, que a menudo sentimos que las iniciativas que respaldamos no tendrán legitimidad suficiente si no sabemos subrayar las ventajas que representan para la economía.
Así por ejemplo, a propósito de la discusión sobre la unión civil, la ex ministra Verónica Zavala publicó hace unos días una sólida columna haciendo referencia a estudios que demuestran, desde la perspectiva del desarrollo, que discriminar resulta económicamente perjudicial.
Dicha perspectiva es por supuesto válida y la información pertinente y valiosa. No obstante, un argumento así no debe jugar un rol central en el debate. Porque si hoy defendemos la igualdad por los beneficios económicos que promete, mañana podríamos justificar la vulneración de otros derechos fundamentales por los costos que podríamos ahorrarnos.
Algo similar ocurre con la columna publicada también recientemente por el Ministro de Educación, Jaime Saavedra. Luego de hacer un balance de los avances y retos pendientes del sector, quien lidera una de las carteras mejor llevadas de este gobierno, concluyó diciendo que “no se crece para invertir en educación, sino que se requiere invertir en educación para sostener el crecimiento.”
La frase reproduce el rasgo central de estos tiempos al sugerir que si hay una buena razón para fomentar la educación —o para defender la igualdad, en el ejemplo previo— es porque al hacerlo podremos cumplir con el mandamiento máximo del monoteísmo imperante: promoverás el crecimiento económico por sobre todas las cosas.
Concebir la educación como una herramienta esencialmente orientada a la generación de ganancias personales, empresariales y nacionales tiene mucho que ver con la extrema pobreza que vivimos en lo político.
Porque definirnos como meros agentes de la Población Económicamente Activa no puede más que llevarnos a conformar una ciudadanía políticamente indiferente y profundamente desconectada de la preocupación por lo público.
¿Seguimos formando ciudadanos?, se pregunta Leon Botstein, presidente del prestigioso Bard College, en un ensayo publicado esta semana. Porque si valoramos vivir en una democracia, señala, es un peligro formar a nuestros jóvenes para que se perciban a sí mismos solo como actores privados y no también, como es indispensable, como ciudadanos comprometidos con el bien común.
En su lúcido libro “Sin fines de lucro”, la filósofa Martha Nussbaum es enfática al señalar, en contra de lo que nos gustaría creer, que “producir crecimiento económico no significa producir democracia”.
Como estos tiempos que vivimos han demostrado más allá de toda duda, el incremento de nuestra capacidad de consumo no hará de nuestro país un mejor lugar para convivir.
Necesitamos, recalcan Nussbaum y Botstein, que la educación desarrolle en nuestros jóvenes las habilidades que fortalecen la vida democrática: la capacidad crítica, la habilidad de discrepar sin insultar y la empatía e imaginación para entender la perspectiva del otro.
Al revés de lo propuesto por nuestro respetado ministro, no necesitamos invertir en educación para incrementar el crecimiento; necesitamos que la economía crezca para que nuestros jóvenes puedan recibir una mejor educación y vivan también, en consecuencia, en un país con mayor igualdad.
FUENTE: El Comercio, Sábado 21 de marzo de 2015