Jeremías Gamboa | FACEBOOK
No sé si mi abuela hubiera sido “terrorista de sus nietos” [1] si hubiera vivido para conocernos. Falleció durante su quinto alumbramiento cuando mi madre tenía apenas cinco años. Igual lo dudo. Creo que sí habría sido. Cuando mi madre y sus hermanas, todas huérfanas, preguntaban por ella, los parientes les decían que Andrea, así se llamaba, era una mujer que quería que sus hijas aprendieran a leer y a escribir como ella había aprendido en una compañía de religiosas en Huamanga, muy lejos de donde mi madre nació. Las mujeres, en esa época, no accedían jamás a la educación. ¿Fue así de verdad?
Nunca lo sabremos a ciencia cierta, pero la madre que mi madre construyó con esos relatos sí era así, y por esa razón mi madre vivió con una rabia incendiaria los cerca de diecisiete años que pasó en los Andes sin acceso a la escuela, sin saber leer y escribir, sin conocer el nombre de los planetas. Sabía pastorear, claro, y también lavar platos y enseres, y era virgen y nunca le hablaron de la regla ni de controles anticonceptivos ni de nada parecido. Llegó ciega a Lima. Ñausa. Así dice ella. De modo que cuando se educó con enormes dificultades en la escuela nocturna mientras trabajaba en el servicio doméstico, se empezó a hacer las primeras ideas de lo que quería para sus hijos cuando los tuviera.
Sí, mi madre siempre quiso ser mamá. Por eso, cuando conoció a mi padre, un chico de un pasado muy pobre de los andes que tuvo la posibilidad de recibir educación rural debido a que era varón, mi madre ya había resuelto que ambos planificarían el número de sus hijos a través de métodos anticonceptivos que tendrían que averiguar, y cuando nacieron sus primeras dos hijas, mis hermanas, les dijo todo el tiempo lo mismo que me diría a mí toda la vida: que tendríamos que educarnos no solo en la escuela sino en la Universidad. Mamá era una “terrorista” total. A tal punto llegó su extremismo que me parece incluso que presionó a sus hijas más que a mí por ir a la Universidad y educarse. Claro, yo era hombre, y el mundo iba a ser difícil para todos sus hijos, pero para ellas lo sería más. Y lo fue. Desde muy niño fui testigo de injusticias sobre las dos, acosos en sus centros de estudios y sus centros laborales, comentarios despectivos o condescendientes a sus logros intelectuales o profesionales, hostigamiento en las calle. Mamá tenía razón. De más está decir que nos enseñó a lavar los platos a los tres por igual siendo muy pequeños.
Una vez, cuando yo ya era adulto, durante un viaje a Ayacucho que hicimos juntos, mi padre me dijo algo que luego ha repetido muchas veces a lo largo de los años y que me pone feliz siempre: me dijo admiraba intelectualmente a mi mamá. Papá había leído muchos libros y, acaso por leerlos, creía, y cree aun, que mi madre era y es más inteligente que él, lo que a mí solo me demuestra la enorme inteligencia de mi padre. Ahora me queda cada vez más claro que ellos dos, sin pensarlo, formaron una especie de hogar feminista. No en el sentido del activismo o la lucha por los derechos de la mujer, porque no creían que aquello fuera posible (¿Quién lo creía antes del “mee too”?) pero sí en términos de igualdad. Todos teníamos los mismos deberes. Todos teníamos el enorme deber de luchar por educarnos. En casa, sin saberlo, había enfoque de género. A mí se me permitía llorar y ver telenovelas; a mis hermanas soñar con su educación.
Al final mis dos hermanas culminaron sus estudios en la Universidad y ambas han terminado eligiendo parejas que las admiran y que encima cocinan muy bien y lavan los platos sin que eso melle un ápice su masculinidad. A mí me gusta lavarlos también, y en la relación con las parejas he tratado de ser como mi padre. Cuando conocí a la madre de mis hijos estaba maravillado por la cantidad de obras que había escrito, por la magnitud, contundencia y calidad de su trabajo y por la pasión que tenía por su vocación teatral, pero sobre todo por la manera como se había abierto paso como dramaturga y directora en un mundo dominado por hombres, la misma lucha que habían librado, con diferentes escalas, mi madre y mis hermanas.
Luego entendí de dónde venía su fuerza. Su madre, mi suegra, se educó en la Universidad mientras las criaba a ella y a su hermana, y luego se siguió educando mientras ellas crecían y por eso para ellas resultó absolutamente natural ir a la Universidad. Sí. Hay algo que iguala a mi madre y a mi suegra pese a sus diferentes orígenes y grados de instrucción, y es que ambas serían tremendas “terroristas de sus nietos” si eso fuese necesario. Felizmente no lo es. Mis pequeños han abierto los ojos al mundo viendo mujeres fuertes y admirables, como su madre, sus tías y sus abuelas, para quienes la educación y la equidad entre hombres y mujeres es central.
A todas ellas, a Maura y a Mariana, a Susana y Rocío, a Patricia y Lucía, a todas las maravillosas colegas que escriben una literatura que nos supera y nos ilumina, y seguramente también a la presencia de Andrea, esa mujer que ya en el año de 1930 quería que sus hijas mujeres no solo lavaran platos, un reconocimiento en este día en que no hay nada que celebrar pero sí un compromiso que refrendar: Aspirar a que en algún momento el ideal de que hombres y mujeres tengan las mismas oportunidades y horizontes no sea considerado ya, en ningún sentido, un acto de terror.
Lima, 08 de marzo de 2021
[1] Una candidata al congreso declaró que si a las mujeres se les “enseña que lo que menos importa es ser madre”, se estarían “convirtiendo en una abuela terrorista de sus nietos”.