Ana Patricia Andrade | EDUCACCIÓN
A 200 años de la declaratoria de independencia del Perú, nuestro país se ha visto remecido por dos graves problemas. Primero la pandemia, al igual que el resto del mundo. Segundo, la crisis política y social del país, que ha desencadenado un vendaval en el actual escenario electoral que aun no cierra. Ambos hechos han descorrido cortinas y nos han mostrado una realidad del país que intuíamos, pero cuya magnitud no habíamos imaginado.
Primero fue la pandemia. Como se ha dicho ya incontables veces, ésta no sólo demostró lo poco preparados que estábamos como país, en términos de sistema de salud y la (precaria) situación laboral y económica de un sector importante de la población. También, de manera dolorosa, puso de manifiesto y exacerbó las profundas desigualdades en las condiciones de vida de la población. Mientras algunos “sufrimos” porque nos vimos recluidos en casa, donde se juntó el trabajo remoto (infinito) y el Aprendo en Casa u otras experiencias a distancia; otras personas perdieron sus trabajos. Además, debido a la informalidad, falta de beneficios sociales y estabilidad laboral, miles de compatriotas tuvieron que ponerse su mascarilla y salir a las calles a buscar un ingreso, exponiendo su vida y la de sus familias.
No faltaron las voces tildándolos de irresponsables. Voces desde la comodidad y seguridad de sus hogares, que demostraban falta de empatía y desconocimiento de la realidad del país. Son varias las historias de madres que tuvieron que separarse de sus hijos, para evitar exponerlos al contagio, pues acá la variable género suma a las desigualdades, como lo revelan cifras de la Organización Internacional del Trabajo.
Son demasiadas las muertes contabilizadas por esta razón. Y no podría dejar de mencionar a los caminantes. Al poco tiempo de iniciada la pandemia, más de ciento cincuenta mil personas fueron empadronadas por sus respectivos gobiernos regionales, esperando ser trasladadas a sus regiones. Muchos no pudieron esperar ni tenían medios para acceder a un transporte, y se vieron forzados a emprender el retorno a pie. Era el riesgo de morir contagiado o la certeza de morir de hambre, como refirió una de estas personas.
Ha pasado más de un año y, según cifras oficiales dadas por el INEI, el 30,1% de la población se ha visto afectada por la pobreza monetaria (45% en el área rural); y son más de 3 millones de personas que han pasado a condición de pobreza. Tal como se temía, la situación se agravó y ese será el escenario que tendrá que afrontar el gobierno en el próximo quinquenio. El quinquenio del bicentenario y de la reconstrucción económica y, a juzgar por lo que estamos viviendo, también social. No sólo el gobierno, sino todos en conjunto, aunque claro, con las mismas y más profundas desigualdades.
En este escenario, en noviembre del año pasado vivimos uno de los momentos más críticos en el escenario político, expresión de una crisis que ya venía de atrás, tras cinco años de (des)gobierno marcados por la inestabilidad. Aquella semana que dejó como saldo dos vidas perdidas fue posiblemente el inicio de esta etapa que estamos viviendo ya de cara al proceso electoral. Omitiré desarrollarla, pero no puedo dejar de mencionar el “caldo de cultivo” que se fue generando cuando se informó, entre fines del año pasado e inicios de este año, que no había vacunas aseguradas y, sin embargo, eran varios los que ya se habían asegurado, empezando por el presidente, la ministra de salud y sus viceministros. Sólo este hecho puso en la mesa discusiones sobre el sentido de una ética pública, del significado de actuar “correctamente”.
Así ingresamos a la etapa preelectoral, primera y segunda vuelta con dos candidatos que en conjunto 3 de cada cuatro personas no había elegido. Y en este nuevo escenario se descorrió una segunda cortina que reveló otras expresiones de desigualdad que tal vez explican las anteriores: la del miedo a perder privilegios ante la supuesta amenaza representada por una candidatura. Ese miedo dio paso a la denostación del candidato y de sus votantes, negando validez a sus demandas, opciones, expectativas, formas de hablar o de vestir. Desde ahí fue fácil dar lugar a expresiones racistas, a la negativa a aceptar que alguien venido de una comunidad rural, un simple profesor, un rondero y sindicalista, se convierta en presidente del país. Ha bastado recorrer las redes sociales para encontrar videos, memes y otras expresiones que lo corroboran. Miedo y descalificación a ese otro que es el lado postergado del Perú, a quien el Estado -que somos todos- le ha fallado a lo largo de 200 años. Esa realidad que un sector de la población ha preferido largamente negar, mirando a un costado, repitiéndose a sí mismo que solo quien se esfuerza triunfa, negándose a reconocer sus privilegios y ventajas sociales.
Y del miedo al odio hay un solo paso. De ahí el lema que algunos jóvenes decidieron colocar en sus polos, replicando una frase de Joseph Goebbels, el que fue ministro de propaganda del Tercer Reich. Me pregunto si estos chicos lo saben. Me pregunto cuánto han leído de historia, si distinguen el comunismo del socialismo, el capitalismo del anarquismo, el liberalismo clásico del neoliberalismo, si han escuchado hablar de la caída del muro de Berlín y la disolución de la Unión Soviética, del capitalismo popular y del capitalismo salvaje. Me pregunto no más sobre lo que saben, ni siquiera sobre lo que han sido capaces de analizar críticamente. No cuestiono su derecho a protestar, pero si las expresiones a las que recurren y que sólo profundizan las distancias que nos separan.
Luego vinieron los alegatos de fraude en mesa, argumentando que éstas habrían sido tomadas por familiares (supuestamente afines políticamente) o que las firmas habrían sido alteradas. Lo serio de estas argumentaciones, para salir de lo anecdótico, es lo que está detrás. Una maquinaria de abogados movilizados para auscultar las actas, buscando el mínimo error que lleve a su anulación. Miembros de una misma familia en la misma mesa no debiera llamar la atención, pasa en Lima y más aún en las comunidades rurales donde, en efecto, más o menos todos son parientes de alguien. También se pasa por alto que en muchos lugares del país es poco habitual hacer uso de la firma, razón por la cual suele ser difícil reconocerlas en las pocas ocasiones en que deben hacer uso de ella. Además ¿a nadie le han pedido en alguna ventanilla que firme de nuevo pues su firma no es exacta a la del DNI? Que si es casual o deliberado será tarea de la entidad responsable resolverlo, el problema es que hechos como estos se cuestionan solo allí donde ganó un candidato y no el otro.
No es la legalidad del procedimiento lo que está realmente en discusión. El punto crítico es este despliegue de recursos, que se suma a la inmensa campaña mediática previa a las elecciones y a la parcialización de buena parte de los medios de comunicación. Todo esto muestra una asimetría de poder puesta a disposición en favor de una candidatura, que profundiza la experiencia de inequidad, exacerba la confrontación que vivimos y pone en entredicho un proceso que ha sido reconocido por los observadores internacionales por su transparencia, por haber cumplido todos los estándares exigibles a un proceso electoral limpio.
No hemos llegado a este lamentable escenario de un día a otro. Viene de hace más 200 años y nos revela un país que a lo largo de este tiempo no logró deshacerse de su impronta colonialista, caracterizada por grupos sociales segregados y desiguales en derechos. 200 años en los que no hemos logrado formarnos como una República de iguales, cohesionados en torno a un sentido de bien común y como ciudadanos y ciudadanas comprometidos con la democracia, en sus actos cotidianos y no sólo cada 5 años ni solo cuando gana el que más nos gusta.
Resulta inevitable mirar a la educación y cuestionarnos. Lo que estamos viviendo, en el comportamiento ciudadano y en las personas que pretenden asumir la presidencia del país (por no mencionar también a ciertos medios de comunicación y grupos de poder), desnudan varias debilidades de la educación del país, de lo que se enseña y aprende en las instituciones educativas de básica y de superior. La formación ciudadana, el sentido de ética, la conciencia del otro, son parte de la formación de las personas a lo largo de la vida. O debieran serlo.
Las familias tendrían que ser los espacios donde se sientan las bases de todo esto, aunque esto no es lo que necesariamente ocurre, pero la escuela y las instituciones de educación superior son los espacios donde se debe garantizar que todas y todos desarrollemos aquella capacidad de convivir en democracia que como país hemos abrazado y que está en la Constitución, en el Acuerdo Nacional, en la Ley General de Educación y en el Proyecto Educativo Nacional, por mencionar nuestros principales marcos de referencia.
Necesitamos aprender que hay una línea que no se puede ni se debe traspasar, que es la línea del respeto al otro, a un otro independientemente de cómo viste, habla, dónde vive y en quién cree. Aprender que para opinar hay que argumentar (nunca insultar), y hacerlo en base a información de fuentes comprobables, descartando las noticias falsas. Esto supone por supuesto ejercer aun desde pequeños escuchar y ser escuchados. Y que la democracia no es una abstracción o una palabra a la que recurrimos para hacer uso de ésta para fines propios, despojándola de su esencia, sino un sistema que se construye cada día, respetando la institucionalidad, las reglas de juego, no saltándolas según mi conveniencia; y comprometiéndonos en su defensa cuando se ve amenazada.
Finalmente, dos reflexiones complementarias. Hay momentos de la historia en que toca asumir nuestros temores y prejuicios e intentar sostener una mirada justa, equitativa, crítica a lo que vivimos y que lejos de ayudar, socava la estabilidad democrática. El clasismo y racismo del que estamos investidos es casi una herencia colonial. Nos toca a cada uno hacer nuestra propia introspección y evaluar cuánto este escenario ha puesto a prueba ese respeto esencial al otro.
Lo segundo, lo más sensible, es que buena parte de este clasismo que estamos viendo proviene de jóvenes y adultos muchos de los cuales se han formado en instituciones educativas consideradas de élite y que han crecido con una cuota de privilegios, que no niega sus esfuerzos o el de sus familias, pero que son privilegios al fin y que, sin embargo, no les ha alcanzado para aceptar que todos los habitantes de nuestro territorio son parte de un mismo país y tienen los mismos derechos, aunque vistan, hablen y piensen diferente.
Lima, 10 de junio de 2021