Edición 61

El prejuicio es invisible a los ojos

Hace 30 años pensamos que trasladar el protagonismo del profesor al estudiante a lo largo del proceso pedagógico era cuestión de aplicar técnicas e instrumentos. Es hora de despertar.

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Luis Guerrero Ortiz | EDUCACCIÓN

«El orden que uno les imponga influirá indiscutiblemente en sus temperamentos, y si los niños se acostumbran desde muy temprano a un orden determinado, más tarde supondrán que éste es algo perfectamente natural, pues no se darán cuenta de que les ha sido impuesto en forma artificial… Con el tiempo, los niños olvidan todo cuanto les ocurrió en la primera infancia. Si en aquella etapa podemos despojarlos de su voluntad, nunca más volverán a recordar que tuvieron una»
Sulzer, 1748 [Alice Miller, Por tu propio bien]

La maestra Elena empieza su clase planteando una «situación significativa» que representa un comportamiento no deseado en el campo de la salud. Luego les propone a sus alumnos resolverla «investigando» qué dicen los libros sobre el comportamiento contrario. Les dice a continuación que deben hacer un informe para comunicar sus resultados y les da un formato con una estructura ya definida. Les señala qué deben leer para para poder llenar correctamente todos los ítems que allí se indican. El informe debe incluir, además, una opinión sobre la situación negativa inicialmente planteada. Les dice que antes, deben leer un pequeño texto redactado por ella donde expresa una opinión bastante crítica de esa situación. Elena, una persona amable y muy dedicada a sus estudiantes, se siente satisfecha de su clase, porque siente que no ha descuidado ningún detalle.

La escena descrita, bastante común aun en nuestros días, representa el ejemplo perfecto de una clase dirigida, donde el estudiante no piensa ni decide nada, sino que debe limitarse a seguir una secuencia de instrucciones. Representa también el ejemplo perfecto de una clase aparentemente activa, porque se le asigna al alumno una serie de tareas, pero absolutamente centrada en la información, no en la que él pueda ser capaz de producir, cotejar, reflexionar y utilizar para producir una opinión fundamentada, sino en la que debe encontrar en alguna fuente autorizada y transcribir después sobre un papel o una computadora.

Las raíces históricas del prejuicio

Varias ideas pedagógicas reivindicatorias del papel protagónico del estudiante en sus experiencias de aprendizaje, que empezaron a florecer marginalmente a lo largo del siglo XIX hasta hacerse sentir con más fuerza a mediados del siglo XX, empezaron a impregnar las políticas educativas tres décadas atrás. Como todos sabemos, la noción de un estudiante como sujeto pasivo, receptor acrítico de conocimientos prefabricados, empezó a emprender un largo viaje hacia la noción de un estudiante como sujeto activo, capaz de producir conocimientos a partir de una reflexión crítica e informada sobre la realidad. Un largo viaje que parece no encontrar puerto seguro hasta la fecha, pues las raíces de la noción anterior habían resultado demasiado profundas y extremadamente difíciles de arrancar.

Johann Georg Sulzer, profesor y filósofo alemán nacido a inicios del siglo XVIII, fue autor de ideas pedagógicas de amplia difusión y aceptación en Europa incluso desde el siglo anterior, como las expresadas en el epígrafe (Miller, 1998). Sulzer defendía el derecho de los adultos de imponer tempranamente a los niños una visión del mundo, con el fin de que las hagan suyas creyendo que esa manera de ver las cosas era algo tan natural que no merecía discusión alguna. Sostenía, además, que la verdadera autonomía del niño consistía en aprender a hacer siempre la voluntad de sus padres, aún en su ausencia, y a tal extremo que llegara a confundirla con la suya. Había que despojarlos pronto de su propia voluntad, decía Sulzer, porque ésta nunca los conduciría a nada bueno.

Era explicable. Como nos recuerdan Morante y Gómez (2005), para los reformadores humanistas y moralistas de hace dos y tres siglos, los niños «nacían desnudos, endebles, faltos de juicio y con los gérmenes de vicios y virtudes. Dada esa condición y su maleabilidad, era preciso dedicarse a su dirección y cuidado a fin de que pudiesen llegar a ser sujetos racionales, buenos cristianos y súbditos ejemplares». Los mismos autores advierten la vigencia de estas concepciones en la escuela de hoy, que «niega las experiencias reales de los niños, se les trata de manera condescendiente y se subestima su capacidad para formarse opiniones e ideas», en razón de su ‘inmadurez’, esforzándose por evitar que se equivoquen o se confronten con retos.

Cuando las políticas públicas empiezan a hacerse portadoras del viraje de la pedagogía, las ideas sobre el protagonismo de niños, niñas y adolescentes en su aprendizaje, empiezan a ser trasladadas desde las experiencias focalizadas en determinados lugares e instituciones, a una escala nacional. Pero una cosa es que las normas, empezando por el currículo escolar, señalen con toda claridad que la educación debe ahora dirigirse a formar generaciones pensantes y autónomas, capaces de construir nuevas realidades con sentido del bien común, y otra muy distinta es la subestimación con que la sociedad en su conjunto, incluidos padres y maestros, han seguido considerando a la infancia y la adolescencia, así como la forma en que han seguido percibiendo el derecho de los adultos a imponerles una manera de entender la vida.

¿Por qué subestimamos hoy a los estudiantes?

Esta subestimación no solo está asociada a la edad, sino también a otros factores, que terminan echando más leña al fuego del prejuicio. Uno de ellos, como es ampliamente conocido, es el relativo a las condiciones sociales. El otro, a las características individuales de los estudiantes.

Sobre lo primero, Ángela Del Valle (2000) lo explica con mucha claridad: «Hoy no es totalmente aceptable la idea de que solo el entorno social daría las claves para acercarse a lo que es el éxito o fracaso en la escuela», ya que los estudios sobre eficacia escolar iniciados en la pasada década del 60 han venido demostrando hasta la fecha, medio siglo después, que «la escuela es un elemento esencial para compensar desigualdades, puesto que existen muchas escuelas con resultados positivos a pesar del entorno social poco favorecedor». A pesar de las evidencias, sin embargo, la objetiva correlación estadística entre bajo rendimiento y pobreza nos siguen llevando a la generalización, y por lo tanto a la desestimación del poder de escuelas y maestros para revertir la influencia de los factores sociales.

Sobre lo segundo, es bastante conocida la investigación de Rosenthal y Jacobson realizada en 1968 sobre el efecto de las expectativas de los docentes en el aprendizaje de sus estudiantes, un fenómeno denominado efecto Pigmalión (García Vargas, 2015). Si el maestro cree que determinados alumnos no llegarán muy lejos, su creencia se convertirá en una profecía autocumplida, pues al considerarlos desahuciados no se dedicará a ellos y de algún modo les hará sentir su falta de confianza, lo que a la vez afectará su motivación y su compromiso con el aprendizaje. Picó Lozano (2014) cita varios estudios que identifican las causas específicas de estas bajas expectativas: el rendimiento previo del alumno, ciertas características familiares, el género, la cultura, su estatus socioeconómico, sus características físicas, determinados rasgos de su personalidad y de su conducta, como la inseguridad o la sociabilidad, etc.

Por su parte, Palomo del Blanco (2014) refiere investigaciones que demuestran la relación entre el juicio del profesor, las atribuciones que hacen los estudiantes a su propio desempeño, las consecuencias psicológicas que esto tiene en ellos y su expresión en el rendimiento. «Los resultados muestran que los patrones de atribuciones de los estudiantes subestimados son desadaptativos (atribuir el éxito más a causas externas y variables como la suerte y menos a internas y estables como la habilidad) …y poseen una motivación menor (menor expectativa de éxito, autoconcepto académico más bajo y mayor nivel de ansiedad) que los sobreestimados». Los estudios concluyen que «Los estudiantes subestimados que son considerados como más débiles por sus profesores pueden manifestar menor expectativa de éxito, mayor ansiedad y un autoconcepto más bajo».

Pero hay más. Pino y Arán (2019) reportan otro estudio dirigido a conocer las concepciones de niñas y niños de 8 a 12 años de edad, sobre la inteligencia, sus características y la valoración que hacen de sus propias capacidades intelectuales, bajo la premisa de que sus creencias y atribuciones influyen significativamente en su experiencia escolar. «Los resultados manifiestan que el manejo de contenidos escolares constituye la categoría principal a la hora de conceptualizar el contructo de inteligencia. Información que, junto a elementos referidos a un rendimiento escolar exitoso, conforman parte significativa de la teoría situada de las concepciones de inteligencia que manejan». En otras palabras, están convencidos de que es más inteligente no el que piensa más sino quien recita mejor los conocimientos impartidos por sus profesores, idea que se refuerza con el reconocimiento que usualmente otorga la escuela al que recuerda con mayor fidelidad las clases recibidas.

Foto: Maikelo Lolz
Sin razonamiento ni autonomía las competencias no son viables

Cuando hace veinticinco años se introdujeron los métodos activos a las escuelas, a manera de llave mágica para el cambio de paradigmas en la educación nacional, se pensó que trasladar el protagonismo del profesor al estudiante a lo largo del proceso pedagógico era solo cuestión de aplicar determinadas técnicas e instrumentos. No tendría que ser tan difícil. Tales técnicas se han convertido ahora en premisa básica de toda sesión de aprendizaje, dando por sentado que todos los profesores sin excepción las va a utilizar estando convencidos del potencial de sus estudiantes, muy seguros de su capacidad de pensar y de tomar decisiones con autonomía y que, por lo tanto, pueden proponerles una experiencia donde se desempeñen con libertad, sin miedo a equivocarse, y donde todos ellos puedan llegar a sus propias conclusiones.

Lo cierto es que esto no ocurre comúnmente. Aún profesores como Elena, cuyo caso presentamos al inicio, identificados con su rol, comprometidos con sus estudiantes, deseosos de hacer bien las cosas, hacen uso frecuente de los métodos que dan participación a los estudiantes, pero siguen convencidos a la vez de dos cosas: que sus alumnos no están capacitados para razonar bien por sí mismos y que su obligación como maestros es hacer que acepten la verdad de las cosas.

Naturalmente, «razonar bien» es razonar como adultos o, más precisamente, razonar como sus maestros. Y «la verdad de las cosas» es todo aquello que los adultos o, más exactamente, sus maestros consideran bueno y verdadero. Esa era más o menos la forma de ver las cosas de fray Vicente de Valverde cuando le entregó una ejemplar de la biblia a Atahualpa en 1532, la misma que después fue arrojada al piso por el Inca provocando su asombro y su indignación. ¿Cómo podía ser posible que no pensara igual que él? Demás está recordar que nuestras poblaciones indígenas fueron consideradas durante la colonia en una escala inferior a la de los seres humanos, es decir, como seres no racionales, y que aún en la República, en la que ya se les reconocía como personas, fueron vistas, en el mejor de los casos, como niños.

Del Valle sostiene que solo docentes profundamente convencidos de la capacidad de aprender de sus alumnos pueden contrarrestar sus prejuicios. Yo agregaría algo más: convencidos de su capacidad de pensar y de elegir razonadamente su propia manera de insertarse en el mundo. Fuera de eso, las competencias del currículo no tienen viabilidad.

Esto es tan cierto en la educación presencial como en la educación a distancia. Naturalmente, es esperable que, si estos prejuicios subyacían en nuestros modos de enseñar en los tiempos pre-pandemia, tales prejuicios sigan vivos este nuevo escenario. Prejuicios que, por cierto, difícilmente reconoceremos como tales y que tenderemos a justificar con toda clase de argumentos. Porque los prejuicios suelen ser invisibles a los ojos de quien discrimina y muchas veces también, lamentablemente, a los ojos de los discriminados.

En este nuevo escenario la distancia aporta una complicación adicional, porque perdemos control sobre las condiciones que garanticen la autonomía de los estudiantes, dejándola a la voluntad poco predecible de las familias, en el contexto de sus particulares (y muchas veces difíciles) circunstancias. Pero mucho hacemos si, cuando menos, las actividades que les proponemos dejan a los estudiantes el suficiente margen de libertad para investigar, reflexionar, decidir y arriesgar ideas, aún si el resultado no es exactamente el esperado por su docente; o aún si en casa no encuentra la sintonía esperable con esta necesidad.

Una cosa es cierta. Si no logramos identificar, cuestionar y desterrar el prejuicio y la imposición en nuestras prácticas pedagógicas, la ruta que conduce a la formación de ciudadanos democráticos y capaces de afrontar retos con autonomía estará sembrada de callejones oscuros, los mismos que nos harán caminar en círculos al infinito.

Lima, 6 de julio de 2020

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

Del Valle López, Ángela (2000), Rendimiento escolar: infraestructura y medios de enseñanza-aprendizaje. Universidad Complutense de Madrid

García Vargas, Javier (2015), El efecto Pigmalión y su efecto transformador a través de las expectativas. Revista Perspectivas docentes N° 57, Textos y contextos, México

Menjura Escobar, María Inés (2014), Expresiones de las inteligencias de niños y niñas y concepciones de los maestros sobre inteligencia en el contexto de la educación preescolar. Centro de Estudios Avanzados en Niñez y Juventud alianza de la Universidad de Manizales y el CINDE

Miller, Alice (2009), Por tu propio bien: Raíces de la violencia en la educación del niño. Barcelona. Tusquets editorial.

Palomo del Blanco, María del Pilar (2014), El autoconcepto y la motivación escolar: una revisión bibliográfica. International Journal of Developmental and Educational Psychology, vol. 6, número 1, 2014, pp. 221-228. Asociación Nacional de Psicología Evolutiva y Educativa de la Infancia, Adolescencia y Mayores. Badajoz, España

Picó Lozano, Marta (2014), La importancia de la motivación en el rendimiento académico de los estudiantes de Educación Secundaria Obligatoria. Universitat de les Illes Balears. Facultad de educación.

Pino Muñoz, Mónica M. y Arán Filippetti, Vanessa (2019), Concepciones de niños y niñas sobre la inteligencia: ¿Qué papel se otorga a las funciones ejecutivas y a la autorregulación? Mayo-agosto. 2019, Vol. 7, N° 2: pp. 269 – 303

Romero Morante, Jesús y Luis Gómez, Alberto (2005), La coparticipación de la escuela en la producción social de la “infancia”. notas críticas sobre moratorias, desarrollo personal y crecimiento político. Publicado en: Dávila, P.; Naya, L. Mª (Coords.). La infancia en la historia: espacios y representaciones, vol. II. XIII Coloquio de Historia de la Educación. San Sebastián: Espacio Universitario/EREIN, 2005, pp. 415-426

Luis Guerrero Ortiz
Docente, graduado en la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP), con estudios completos de maestría en Política Educativa en la Universidad Alberto Hurtado de Chile, y posgrados en Terapia Familiar Sistémica (IFASIL), Periodismo Narrativo y Escritura Creativa (Escuela de Periodismo Portátil de Buenos Aires). Ha sido profesor principal en el Instituto para la Calidad de la PUCP y consultor de UNESCO en políticas de formación docente. Socio fundador de ENACCION y de Foro Educativo. Ha sido consultor de GRADE (Proyecto FORGE) y asesor pedagógico en el Ministerio de Educación (Despacho del Ministro) entre el 2001-2002 y el 2010-2013. Ha sido asesor en la Oficina de Educación de UNICEF y el Consejo Nacional de Educación; profesor principal de la Escuela de Directores y Gestión Educativa de IPAE; ha sido docente de posgrado en la Universidad Católica y en la Universidad Antonio Ruiz de Montoya. Es miembro del Consejo Consultivo de Enseña Perú. Escribe ficción en su blog El río de Parménides.