Edición 18

El psicólogo escolar: nuevos retos, nuevas funciones

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Luis Guerrero Ortiz / Para EDUCACCIÓN

Para nadie es un secreto que los psicólogos han sido comúnmente convocados a la escuela para hacerse cargo de estudiantes con problemas de aprendizaje o de comportamiento, cuando no de crianza y, por lo mismo, de conducir escuelas de padres. Hacerse cargo, es decir, tomar responsabilidad directa en la solución de estos temas. En esa misma perspectiva, ahora se les requiere para afrontar el bullying y la función de tutoría, sin dejar de atender además toda suerte de casos problemáticos o situaciones límite al interior del alumnado. Este tipo de demandas son, sin duda, congruentes con el viejo paradigma de la salud que la definía como la ausencia de enfermedad y, en consecuencia, que invitaba a concentrarnos básicamente en curar las patologías y disfuncionalidades de las personas.

A pesar de que la psicología del aprendizaje, la del desarrollo y la neuropsicología han hecho contribuciones esenciales a la educación a lo largo del siglo XX, la enseñanza propiamente dicha y, por lo tanto, el trabajo del profesor, no ha sido hasta ahora considerado un campo de trabajo directo ni indirecto para la psicología escolar.

Esta situación necesita empezar a cambiar.

Si hacemos un rápido repaso de los nuevos desafíos que ofrece la educación de niños y adolescentes, tendríamos que empezar por el principio. Desde hace 20 años el currículo escolar ha incluido un «área de desarrollo personal» y, a partir de allí, ha entrado en el vocabulario de docentes y formuladores de políticas curriculares, los temas de identidad, autoestima, autonomía, colaboración, convivencia o manejo de las diferencias. Es decir, han ingresado a la lista de propósitos de la educación básica. Donde no han entrado jamás es a la lista de estrategias pedagógicas ni actividades didácticas que empezaron a producirse desde entonces, las cuales se dedicaron a iluminar en esencia sólo una zona del currículo: la lectura y la matemática.

Eso quiere decir que el docente nunca tuvo en sus manos orientaciones claras sobre cómo se enseña y se aprende todo eso. Tampoco tuvo oportunidades para compenetrarse en el significado de estos nuevos aprendizajes ni para desarrollar las habilidades que requería la conducción de procesos dirigidos a lograrlos con éxito en grupos humanos de generaciones más jóvenes.

Esto segundo agrega una dificultad adicional. El viraje del currículo escolar de contenidos a competencias puso sobre el tapete la necesidad de adoptar estrategias interactivas e inductivas de enseñanza, es decir, metodologías que saquen al profesor de la tarima sobre la que estuvo parado por décadas ofreciendo largos discursos a sus estudiantes, para ponerlo en comunicación directa y constante con todos y cada uno de ellos. Metodologías que, además, partan de lo particular para llegar a lo general, que permitan a los estudiantes llegar al conocimiento de las cosas a partir de experiencias vividas, reflexionadas y discutidas en clase con intensidad.

Lo interesante es que el manejo de estas metodologías supone un profesor con una cuota importante de habilidades sociales. Es decir, un profesor que demuestre empatía, que sea capaz de comunicarse de manera asertiva, que tenga control de sus impulsos, que sepa escuchar de manera activa, que sepa leer las emociones que están detrás de los comportamientos, con la flexibilidad necesaria para relacionarse con distintos tipos de personalidad, sin juzgar ni perder la calma. Supone además un profesor conocedor de técnicas y procedimientos específicos a los que la psicología en sus diversas vertientes ha aportado desde hace mucho tiempo.

Por ejemplo, en el campo de la motivación. Está muy difundida entre los docentes la errónea creencia de que motivar es entretener o relajar a sus estudiantes antes de empezar las clases u, ocasionalmente, en medio de ellas. La noción de motivación intrínseca es tan desconocida como los procedimientos capaces de suscitarla. Por lo mismo, se desconoce también el comprobado papel que juegan determinadas emociones a favor y en contra del aprendizaje o los criterios para distinguirlas. Por citar solo un ejemplo, Mihály Csíkszentmihályi, psicólogo de la Universidad de Claremont, California, se ha hecho mundialmente famoso por su teoría del fluir y sus contribuciones a la comprensión del rol de las emociones en la productividad intelectual de las personal. Hay, entonces, de donde cosechar.

Es también el caso del trabajo en equipo, tan difundido y presentado como valioso en las escuelas desde la última década del siglo XX. Porque una cosa es agrupar estudiantes y asignarles una tarea, y otra muy diferente es conducir el proceso de maduración de los grupos hacia equipos autónomos y productivos. Lo primero es lo que se suele hacer, con resultados muy heterogéneos y, en general, poco satisfactorios, por las dificultades naturales de todo grupo novel para entenderse y manejar sus diferencias. Lo segundo supone un conocimiento básico, a nivel teórico y práctico, del proceso de conformación y desarrollo de equipos competentes de trabajo.

Otro desafío que plantean al docente las pedagogías inductivas e interactivas es el manejo de las diferencias y el afronte de conflictos. Hace bastante tiempo que los conflictos han sido finalmente aceptados como eventos absolutamente naturales e inevitables de la convivencia social, en base al simple argumento de la diversidad humana. Es imposible que las personas estemos siempre de acuerdo en todo, por lo que las diferencias de opinión, valoración o perspectiva pueden surgir espontáneamente en cualquier momento. Los maestros, sin embargo, seguimos pensando que el conflicto es algo indeseable, una disrupción de la natural armonía que debe imperar en el aula y, por lo tanto, una anormalidad que debe ser evitada o extirpada de plano.

Desde el ángulo de la psicología social y la comunicación humana se ha estudiado el fenómeno del conflicto, contando hoy en día con enfoques, criterios y metodologías muy precisas para caracterizarlo según su origen, sus motivaciones, las posturas y los intereses en juego, así como para afrontarlo a través de estrategias diversas, cuya selección necesita ajustarse siempre a las características de cada situación. Kathryn Girard y Susan Koch, por ejemplo, vienen aportando a este campo a través de estudios y publicaciones notables desde hace por lo menos 20 años, tendiendo puentes entre la teoría y la práctica en el manejo de conflictos en las escuelas.

Naturalmente, ninguna de estas estrategias incluye el grito, la ofensa, la amenaza, el golpe o el chantaje ni ninguna técnica de condicionamiento relacionada a premios y castigos. Este conocimiento, sin embargo, no forma parte ni de la formación inicial del docente ni de los programas de capacitación que se le ofrecen cuando está en ejercicio. Su transferencia al docente, demás está decirlo, tampoco forma parte de los encargos que se les hace a los psicólogos escolares.

Ahora bien, el currículo escolar demanda en varias partes no sólo el estímulo continuo a la reflexión de los estudiantes sino también al desarrollo de su pensamiento crítico y creativo. Ambos tipos de pensamiento se pronuncian siempre juntos, pero resulta que son cuestiones muy diferentes. Aunque se puede promover un aprendizaje reflexivo en distintos ámbitos de trabajo curricular, el desarrollo del pensamiento crítico es un arte de otra talla sobre el cual la psicología cognitiva ha investigado y teorizado mucho, ofreciendo hoy en día referentes muy importantes para nutrir estrategias prácticas enfocadas a ese objetivo.

Sobre pensamiento creativo hay todavía más tomos en la biblioteca, conteniendo estudios, estrategias, experiencias y planteamientos prácticos desde diversos enfoques. Las investigaciones de Howard Gardner, por ejemplo, ha hecho contribuciones de gran importancia a este campo desde la neuropsicología. No es el único. Demás está decir que la creatividad humana no transita por los mismos caminos que el pensamiento lógico y que necesita un abordaje distinto en el aula, cuyas principales variables están ampliamente identificadas. Lamentablemente, tampoco en este campo hay propuestas en la oferta formativa del docente ni demandas a la psicología desde la escuela.

En el terreno de la convivencia escolar hay igualmente mucho campo por desbrozar y varios malos entendidos que despejar. Al psicólogo escolar se le llama ahora para que asuma el problema del bullying, en la misma lógica de delegación de problemas con la que siempre se le ha convocado. La premisa de este razonamiento es simple y muy conocida: los alumnos acosadores son patológicos, ellos y sus familias, y por lo tanto corresponde que los maneje un especialista. Así, hecho el traslado al psicólogo, el profesor podría continuar concentrado en «lo suyo», es decir, en instruir, libre de interrupciones.

Esta manera de ver las cosas presenta varios problemas. En primer lugar, los estudiantes que actúan como acosadores nutren sus actitudes hostiles y discriminadores de varias fuentes. Quizás la principal, por la gravitación que tiene en su vida cotidiana, es la propia escuela. Dentro de la institución educativa se puede observar sin dificultad la existencia de prejuicios, segregación, agresión, maltrato, arbitrariedad y abuso, así como de privilegios y pleitesías, en las relaciones entre adultos y niños o entre adultos y adolescentes. La escuela siempre ha sido un reflejo de la sociedad a la que pertenece. Si un estudiante vive esta misma experiencia en casa, encontrará en la escuela el ambiente propicio para confirmar la validez de estos comportamientos. Atribuir el acoso escolar a la familia es más bien, queriendo o sin querer, una manera de invitarnos a mirar para otra parte cuando buscamos explicaciones al fenómeno.

Nos guste o no, el bullying resulta sólo la punta del iceberg de una convivencia quebrada o inexistente en muchas escuelas. Debajo de él está la práctica, abierta o solapada, del castigo físico o humillante, la discriminación institucionalizada (por ejemplo, el hábito de enviar a los “peores” a las secciones B, C y D en colegios grandes), el abuso sexual en todas sus formas, la venta de notas, la estigmatización de alumnos inquietos, los privilegios al estudiante familiarmente vinculado a personas con cierto grado de poder, entre otras distorsiones por todos conocidas. La pregunta es: ¿Vamos a pedirle al psicólogo escolar que aborde el problema del bullying atacando solo uno de sus factores, es decir, el menos comprometedor para la institución? De otro lado, ¿hacerlo es tarea solo del psicólogo escolar?

Pero el currículo también habla de formar en los estudiantes la capacidad de establecer relaciones constructivas con sus pares, integrándose, cooperando, consensuando ideas, respetando derechos y haciendo respetar los suyos. Este es también un campo donde la psicología puede aportar criterios y recursos. Uno de los méritos de Daniel Goleman, por ejemplo, más allá de sus tesis sobre la inteligencia emocional, es haber puesto en vitrina una bibliografía notable de investigaciones que vienen trabajando por años en la relación entre conducta social, emociones e inteligencia.

¿Quiere decir que este tema también vamos a delegárselo al psicólogo escolar? De ninguna manera, porque esta clase de habilidades, de naturaleza socioemocional, se forman día a día y con el ejemplo, no en el gabinete del especialista. Por esta razón, los docentes tenemos la responsabilidad de empezar por aprender a distinguir la cualidad del defecto en la conducta social de los alumnos, abriendo mejor los ojos para las potencialidades, habilidades y méritos antes que para las (supuestas) «abolladuras» de cada estudiante.

Digamos, un niño asertivo puede pasar por malcriado cuando expresa de forma directa una queja o un pedido que contradice las expectativas del profesor, por el solo hecho de decirlo y no por hacerlo de manera agresiva. Un adolescente empático y solidario puede expresar su identificación con un compañero arbitrariamente sancionado por la maestra, y entonces pasará por insolente. Una muchacha puede actuar generosamente con una compañera que extravió sus cosas en el bus, compartiendo útiles y lonchera, sin que el docente se percate siquiera del hecho ni, por lo tanto, lo refuerce en clase. ¿No somos acaso los docentes quienes tenemos que aprender a distinguir el trigo de la paja en la conducta de sus estudiantes en la vida cotidiana del aula?

Por último, otro ámbito que no figura en la lista de pedidos al psicólogo escolar tiene que ver con el manejo del estrés en los profesores. Todos sabemos que los encuentros y desencuentros recurrentes con los alumnos a lo largo del año, en el continuo afán no siempre exitoso de ejercer influencia sobre ellos, es una fuente inevitable de estrés, que puede multiplicarse en la relación con las familias, dada la heterogeneidad de posturas, perspectivas y disposiciones de los padres con las que el docente debe lidiar. ¿Cuántas frustraciones, desencantos, rabias, tristezas y hasta odios o afectos y preferencias no siempre bien disimuladas surgen en esta experiencia, sin que el docente tenga espacios ni oportunidades para hablar de ellas?

Todos sabemos que si una persona no identifica ni discierne sus emociones, termina actuando bajo sus impulsos de manera ciega. El ejercicio continuo de la psicoterapia clínica, por ejemplo, le demanda al psicólogo espacios de supervisión donde pueda descargarse emocionalmente, reflexionar sobre sus propias actitudes y tomar distancia de sus reacciones. Esos espacios no los tiene el docente ni conformarlos constituye una demanda de la educación a la psicología.

Como puede apreciarse, las relaciones entre psicología y educación al interior de la escuela necesitan ser replanteadas urgentemente, para que el psicólogo escolar no siga siendo –alejado del aula y del trabajo docente- el clínico que resuelve en el gabinete los problemas emocionales de los estudiantes, el aplicador de pruebas que identifica sus eventuales problemas de aprendizaje, el tutor ocasional que se hace cargo de la vida personal de un alumno en crisis o el experto en prevención de drogadicción y embarazo adolescente. Es decir, el encargado de atender alumnos fallados o en riesgo de malograrse. La enseñanza, aquella que se requiere para la calidad de aprendizajes que hoy se demanda a la escuela, emerge como un terreno crítico sobre el que hay que volver la mirada y en el que esta colaboración interdisciplinaria requiere encontrar nuevos cauces y propuestas.

Lima, 06 de marzo de 2016

Luis Guerrero Ortiz
Docente, graduado en la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP), con estudios completos de maestría en Política Educativa en la Universidad Alberto Hurtado de Chile, y posgrados en Terapia Familiar Sistémica (IFASIL), Periodismo Narrativo y Escritura Creativa (Escuela de Periodismo Portátil de Buenos Aires). Ha sido profesor principal en el Instituto para la Calidad de la PUCP y consultor de UNESCO en políticas de formación docente. Socio fundador de ENACCION y de Foro Educativo. Ha sido consultor de GRADE (Proyecto FORGE) y asesor pedagógico en el Ministerio de Educación (Despacho del Ministro) entre el 2001-2002 y el 2010-2013. Ha sido asesor en la Oficina de Educación de UNICEF y el Consejo Nacional de Educación; profesor principal de la Escuela de Directores y Gestión Educativa de IPAE; ha sido docente de posgrado en la Universidad Católica y en la Universidad Antonio Ruiz de Montoya. Es miembro del Consejo Consultivo de Enseña Perú. Escribe ficción en su blog El río de Parménides.