En la piel de un escritor

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Jaime Cabrera Junco

Novelista disciplinado. Lector minucioso. Magnífico ensayista. Maestro. Gran persona. Discípulo adelantado de Henry James. Todas estas son algunas definiciones sueltas sobre Alonso Cueto (Lima, 1954), escritor peruano que después de Mario Vargas Llosa es el de mayor presencia en actividades literarias en Lima y en el extranjero. Desde su primer libro, La batalla del pasado (1983), hasta su última novela, La pasajera (Seix Barral, 2015), hay un cambio que salta a la vista: un creciente interés de la realidad social como tema literario. Su padre fue el filósofo, educador y poeta Carlos Cueto Fernandini, quien se desempeñó, además, como director de la Biblioteca Nacional del Perú y ministro de Educación en la década de 1960. Su madre, Lilly Caballero Elbers, de 89 años, es educadora y fue pionera de las bibliotecas infantiles escolares en nuestro país. Con solo esa información podría creerse que ser escritor era inevitable; sin embargo, no fue hasta la muerte de su padre, cuando él tenía 14 años, en que sintió que las palabras escritas sintetizaban mejor lo que acontecía a su alrededor. La poesía de César Vallejo fue un refugio para la sensación de pérdida y orfandad. «Creo que no habría escrito de no haber sido por la muerte de mi padre», confiesa en La piel de un escritor (Fondo de Cultura Económica, 2014), un libro que sintetiza su experiencia como narrador. No se trata de sus memorias ni de un manifiesto, sino de una serie de reflexiones sobre la lectura y la escritura de ficción. Un ensayo que sirve de punto de partida para esta extensa conversación.

En La piel de un escritor usted expresa su visión sobre la literatura y el arte de contar historias. Allí define el acto de escribir como «un descubrimiento de uno mismo». En más de 30 años publicando libros, ¿qué es lo más importante que ha descubierto de sí mismo?

La narrativa es una exploración permanente, es una búsqueda en la que uno se va redescubriendo. Lo fundamental es que uno descubre que todas sus certezas y sus convicciones quedan de lado. En realidad, lo que hay en torno a uno mismo es una gran pregunta, una gran ambigüedad. Por ejemplo, yo pensaba que el tema de la muerte de mi padre había quedado superado –él murió cuando tenía 14 años, hora tengo 60–, pero me he dado cuenta de que en lo que escribo siempre está presente el tema del padre. Es algo que pensé que había quedado atrás, pero como dijo Martin Amis, «uno escribe sobre las obsesiones que no sabía que tenía, sobre las preocupaciones que ignoraba».

Siempre se ha referido a lo que debe y no debe hacer alguien que pretenda escribir ficción. Pero empecemos por definir: ¿quién es un escritor?

Un escritor es aquella persona que siente la urgencia de contar historias y de utilizar el lenguaje como expresión de la vida. ¿De dónde viene la urgencia, la disciplina y la dedicación para escribir? No lo sé, pero un escritor debe sentir esa urgencia. Además, hay dos cosas fundamentales que debe tener un escritor: nunca perder el asombro por la vida y al mismo tiempo asombrarse por la capacidad que tienen las palabras para darle una nueva intensidad, esplendor y ambigüedad a las experiencias de la vida.

¿Por qué seguir escribiendo, sobre todo en el Perú, donde la literatura importa muy poco a muchos?

Es cierto, escribir es una actividad clandestina, que no encaja en el sistema. A la gente le sigue pareciendo raro que uno sea escritor a pesar de que en el Perú tenemos una gran tradición de escritores. El trabajo de escritor no es como el del abogado, médico o ingeniero. Es un trabajo que no entra en el sistema, y es que la obra literaria tiene que ser una crítica a la realidad y al sistema social en que uno vive, pero también una crítica a uno mismo y al lector. En el Perú las condiciones para ser escritor son mucho más graves porque es un país en el que la lectura importa muy poco. Pero no solo en el Perú, también en el mundo. Como dijo John Steinbeck, ser escritor es un oficio que hace que el de apostador de caballos resulte sólido, seguro y rentable.

Usted establece una diferencia entre ser un escritor y ser un contador de historias. Lo primero –afirma– se refiere al dominio del lenguaje, y lo segundo a la narración propiamente dicha. ¿Por qué plantea que el lenguaje debe estar ante todo al servicio de una historia y no considera que debe haber un equilibro entre ambos aspectos?

Hay muchas opciones cuando uno es escritor. Uno puede privilegiar el uso del lenguaje, uno puede ser un escritor que cree un sistema de resonancias y de tonos musicales con el lenguaje sin argumentos, sin historias, sin personajes y sin conflictos. Es posible, es una actitud muy respetable. Incluso para mí hay algunos libros importantes que tienen esas características. Sin embargo, por temperamento, instinto o tal vez porque vivo en esta sociedad me siento inclinado por ser un contador de historias. Me parece que contar y escribir una buena historia es extraordinariamente difícil. No hay nada más difícil que estructurar una intriga, dosificar los puntos de conflicto, detallar la evolución de un personaje, definir sus búsquedas, equilibrar todo eso con una exploración de su mundo interior y de los personajes que lo rodean. Por otro lado, una obra tiene que ser compleja, interesante, debe ser una exploración de los límites de nuestra conducta. Pero también una novela tiene que ser entretenida. A mí no me parece que una novela deba ser aburrida. El aburrimiento tiene demasiado prestigio.

¿Esto podríamos resumirlo en que es más importante el «qué se cuenta» que el «cómo se cuenta»?

No, no es más importante. La forma es algo fundamental. La razón por la que un escritor es un escritor es por su forma. Es decir, la razón por la que Borges es Borges, o Joyce o Rulfo, no es por sus ideas o por sus puntos de vista o por sus visiones del mundo, sino por la forma que le han dado a sus obsesiones personales y sociales. Este es un asunto que se olvida con mucha frecuencia: un escritor es considerado como tal por la forma personal que le ha dado a sus historias. En esta ecuación, la forma es inseparable de las historias y afín a todas.

Esta postura de privilegiar la narración por encima del lenguaje se evidencia en su obra, cuya prosa sencilla permite una lectura fluida y en orden cronológico de la historia. ¿Nunca ha intentado narrar de manera distinta?

No es privilegiar la narración sobre el lenguaje, sino crear una ecuación en la que ambas tienen la misma fuerza y se reclaman mutuamente. Pero la línea que no sigo es la de la pura forma, sin argumento, personajes y conflictos. Tiene que haber una gran forma y una historia que esté a la altura de ella.

¿No ha intentado explorar otras formas de narrar?

Es que creo que lo que le da sangre a la forma es la historia. Lo que le da sangre, huesos y estructura son los destinos de los personajes. Un escritor tiene que interesarse en la gente. No me parece que a un escritor no le importen los seres humanos. El asombro ante la vida es un asombro ante la variedad de personajes en la galería de lo humano.

¿Por qué sostiene que la construcción del personaje está al servicio del argumento de una novela? «Es la tarea inicial, crucial de un escritor», afirma.

Creo que el personaje y el argumento no pueden separarse. El personaje se construye por las cosas que hace, las cosas que piensa y siente. De una novela muchas veces recordamos al personaje en su intimidad y no necesariamente en sus acciones. Esa idea de novela de personaje y novelas de acciones no me parece una dualidad válida, me parece que todo está en relación.

¿Qué hace que una historia sea buena y trascienda?

Una historia es buena y trascendente porque nos revela a un personaje que es universal, que expresa de una manera dramática ciertas características esenciales de todos nosotros. Cuánto hemos aprendido de la ambición con Macbeth, cuánto hemos aprendido de los sueños e ilusiones con El Quijote. No aprendido en el sentido de adquirir conocimiento, sino aprendido en el sentido de que hemos visto que estos personajes pueden llegar a situaciones límite para satisfacer estas características. Las grandes obras nos cambian la vida. Nos revelan algo sobre nosotros mismos que no sabíamos que estaba allí. Esta es una idea general, no hay una fórmula para escribir buenas historias. La fórmula no existe, uno escribe las historias que puede.

Usted dice que en realidad un escritor no escribe para nadie, sino para sí mismo. ¿Por qué publica entonces?
Es una buena pregunta. Escribir para uno mismo significa que uno escribe siguiendo los dictados de su inconsciente. Tú no escribes pensando en que esto le va a gustar al público, a la crítica, a fulano o a mengano. Tú escribes para ti mismo en el sentido de que tienes que ser fiel. Uno escribe para compartir las experiencias íntimas. Te diría que esa es la otra razón por la que es muy difícil ser escritor: hay que ser muy valiente no solo porque estás en una profesión poco valorada, sino porque tienes que expresar el fondo de tus experiencias. Tienes que ser brutalmente sincero y mostrar lo más recóndito, oscuro, humillante y vergonzoso. Tienes que mostrar las cosas que tú sientes o aquellas que son las más bochornosas. Tienes que atreverte a decirlas. Uno en su día a día intenta ocultar eso a otros y a uno mismo. Si la literatura va a tener una vida, si va a tener una tensión, una existencia propia, esas experiencias profundas tienen que estar ahí. Uno no puede escribir con máscaras o disfraces. El coraje de expresar lo que realmente a uno lo mueve es un requisito para un escritor.

¿Cree que hoy en día se publica mucho sin pulir una obra? Dice usted que por lo menos una novela debe tardar en escribirse dos años.

Borges decía que trabajaba muchísimo en sus textos y que cuando ya estaban muy elaborados recién llegaban «los honores de la imprenta». Era un momento muy especial. Ahora publicar es hasta cierto punto banal, mucha gente publica. Es muy bueno por un lado, pero también tiene un aspecto negativo porque hace que la gente se apresure en hacerlo.

¿La necesidad de escribir es tan urgente que uno debe renunciar a un trabajo? Usted, por ejemplo, renunció a ser editor del suplemento El Dominical, del diario El Comercio, para dedicarse a escribir…

Renuncié para poder escribir mi novela La hora azul. Uno puede llegar a esos extremos para lo cual se requiere un poco de irresponsabilidad. ¿Por qué? Porque uno tiene que vivir de acuerdo a uno mismo. Cierta vez, un alumno de un taller de escritura me decía que no sabía si tenía talento. La respuesta fue que si lo que realmente uno quiere hacer es sentarse a escribir no debe interesar si uno tiene o no tiene talento. El talento es lo de menos, se buscará a través del esfuerzo y la disciplina.

LA HORA AZUL, LA NARRATIVA PERUANA Y EL COMPROMISO

La conversación con Alonso Cueto se realiza en dos ambientes: en la terraza de su casa, en Miraflores, y en la biblioteca. Es en este último lugar donde se sintetiza el universo de este escritor. Están sus libros ordenados alfabéticamente, algunos heredados por su padre, Carlos Cueto, entre ellos primeras ediciones de Las ínsulas extrañas, de Emilio Adolfo Westphalen, o Travesía de extramares, de Martín Adán. Hay tesoros personales como todas las obras de Borges, Mario Vargas Llosa y Henry James. En su biblioteca hay muchas fotografías. Y en prácticamente todas aparece Cueto con su característica barba que ahora se ha recortado totalmente. Mide un metro con 97 centímetros. Recuerda que por su estatura se burlaban en el colegio y rescató esa experiencia para su novela El susurro de la mujer ballena (2007) en la que una adolescente obesa es víctima de lo que hoy se conoce como bullying. Utiliza regularmente el Facebook, escucha música por Youtube y ve películas en la computadora. Hablando de cine, este año se estrenará la versión cinematográfica de su novela La hora azul, en la que aparece en un breve cameo. Si no fuera escritor, le hubiera gustado ser músico. Alguna vez tocó la guitarra en las calles de Madrid para poder vivir mientras trabajaba en su tesis sobre el poeta Luis Cernuda. Horas antes de que se produzca esta charla, trabajaba en un prólogo para una nueva reedición de El amor en los tiempos del cólera, de Gabriel García Márquez.

Cuando presentó La hora azul en Lima, se dijo que asistíamos a una suerte de «renacimiento» de Alonso Cueto. ¿Qué tanto jugó el Premio Herralde en el estatus como escritor que tiene ahora?

Lo que hizo el premio fue algo de enorme importancia en mi vida: la ocasión de tener lectores en alrededor de quince lenguas. Compartir con muchas más personas esta historia es algo que cambió mi perspectiva en relación con los lectores. Es muy enriquecedor tener un premio de prestigio, pero son cosas que pasan, que quedan atrás. Al año siguiente otra persona gana el premio y ya está, uno es parte de la historia. ¿Qué tanto le debe esta novela al informe de la Comisión de la Verdad y Reconciliación?

Ese es un tema del que creo que se ha hablado. Le tengo un enorme aprecio al informe de la Comisión de la Verdad y a su presidente Salomón Lerner, pero no leí el informe antes de escribir la novela. Leí otros libros. Pero bueno, estas son especulaciones.

La crítica desmerecía esta apuesta por la reconciliación entre los mundos del protagonista de La hora azul y de las víctimas de la violencia. ¿No hay una visión paternalista de Adrián Ormache cuando narra lo que observa en Ayacucho y en San Juan de Lurigancho?

El personaje viene de la clase alta y descubre en su vida un trauma, una brecha y entra a un mundo desconocido. Es posible que en ese ingreso haya una actitud de paternalismo del personaje, pero mayor es su curiosidad, sus deseos de reconocimiento, de un buceo en una zona de la realidad y del país que ignoraba. No soy nadie para hablar de esto, es un asunto de los lectores. El escritor no debe meterse a opinar, interpretar o valorar a sus personajes. Quiero decir que el personaje puede tener esta actitud, pero eso no refleja mi manera de pensar.

¿Ha leído las novelas inspiradas en este periodo? Por ejemplo, Un lugar llamado Oreja de Perro, de Iván Thays o La violencia del tiempo, de Miguel Gutiérrez.

He leído la novela de Iván. Leí Criba, de Julián Pérez, que también me gustó mucho. No leí La violencia del tiempo. Lo único que he leído de Miguel Gutiérrez es Hombres de caminos.

¿Hay una gran novela sobre la violencia política peruana?

Creo que hay una gran novela sobre la violencia latinoamericana que es La guerra del fin del mundo, de Mario Vargas Llosa. Es una gran novela que puede aplicarse a otros países.

En su más reciente novela, La pasajera, explora nuevamente las consecuencias de la violencia interna en la vida de dos personajes. Esta vez nos presenta a un excapitán del Ejército que combatió a Sendero Luminoso, y a una mujer que fue ultrajada por militares. ¿Por qué nuevamente centrarse en este periodo de nuestra historia?

El tema de la guerra de Sendero Luminoso, como revelación de quiçenes somos, nos sigue conmoviendo hasta hoy. Descubrimos todavía masacres, entierros clandestinos, y todo tipo de atropellos. Pero lo que me interesa especialmente como escritor es el modo en que esa guerra destruyó las conciencias de quienes se vieron involucrados en ella. A un escritor le interesa lo que pasa, pero solo en la medida en que tiene una repercusión sobre la percepción de sus personajes. La pasajera es la historia de un taxista que un día recoge a una mujer. De pronto se da cuenta de que es la misma cuya violación él organizó en el cuartel en Ayacucho unos años antes. Ella no lo reconoce al inicio pues está apurada en regresar a su casa. La premisa de la historia es un encuentro casual. Siempre recuerdo esa frase de Cortázar según la cual el azar hace muy bien las cosas.

¿El punto de partida de esta novela también fue un episodio real como en La hora azul?

El punto de partida fue mi vocación de pasajero de taxi. Soy un pasajero de taxis permanente y con mucha frecuencia me he topado con exmilitares que hacían taxi y que me contaban de sus historias. Muchos de ellos, en trayectos largos, terminaban confesando su culpa. Creo que todos necesitaban contárselo a alguien. Contar siempre es una liberación.

¿Este contexto, de la guerra interna, era el ideal para presentar un thriller?

El pasado siempre ha sido un gran tema para mí, no sé por qué. Creo que mis novelas podrían ser definidas como unas historias de crímenes, en las cuales el sospechoso principal es el pasado.

¿A usted le ha costado, más que a otros, colocarse como escritor por cierta resistencia de la crítica o de otros escritores, incluso hasta por una cuestión de clase?

No, no creo, pero tampoco sé lo que es «colocarse». Nunca me lo he planteado, pero creo que ningún escritor se plantea eso realmente. Lo que uno hace es lo que realmente cuenta. La literatura es una cuestión tan privada, tan personal, que nunca he pensado en eso.

Han pasado diez años de esta polémica que surgió en Madrid entre los denominados escritores andinos y criollos, ¿Cómo ve en retrospectiva este episodio?

Nunca entendí esa polémica. Lo único que recuerdo vagamente es que se decía que había una mafia que controlaba los medios y que algunos escritores estábamos detrás. Es un tema que me parece ridículo, banal y falso. Tú que has trabajado en periódicos debes de saberlo. Pero no hay que darle ninguna importancia más allá de eso.

Fernando Ampuero decía que si de algo sirvió esta polémica fue para que algunos escritores «andinos» publicaran en las editoriales transnacionales…

(Ríe unos segundos y se queda en silencio).

Alguna vez manifestó que pertenecer a la clase media tenía la ventaja de tener al alcance historias de la clase alta limeña y de la baja también. Literariamente siempre se ha dicho que retrata mucho mejor a la clase alta, ¿está de acuerdo?

Las críticas pueden acertar o no y la verdad es que aquí no tengo nada que decir. Son opiniones de lectores y todas son respetables. Lo que sí me interesa mucho es el habla, todos los tipos de habla. Una de las razones por las que vivo acá es para oír a la gente hablar. Me acuerdo que una vez Julio Ramón Ribeyro me contó que cuando él vivía en París juntaba en su casa a todos los peruanos que encontraba para oírlos hablar y después utilizar el habla en sus cuentos. Reproducir el habla es una de las cosas más difíciles en una novela.

Si un escritor no está comprometido con su realidad, como señala usted, entonces ¿hasta qué punto es necesaria y válida su participación en el debate político?

Un escritor debe estar comprometido con su realidad personal, con las cosas que lo conmueven. No debe estar comprometido con la realidad que lo rodea, puede estarlo si es que esa realidad lo atrae o motiva. A mí sí me conmueve lo que pasa en el Perú. Ese compromiso es puramente individual.

¿No pronunciarse en sus columnas sobre política es una forma de hacer política?

He escrito algunos temas de política en las épocas de elecciones. He mostrado mi repudio por el fujimorismo y por todo lo que representa. A la hora de escribir mis columnas busco que haya más comentarios sobre temas culturales. Creo que los temas políticos son abordados por muchísima gente y los temas culturales se discuten poco. Trato que haya también un espacio para el comentario de libros y autores. Es un modo de proteger, estimular e informar sobre actividades que tienen que ver con el pensamiento y con la conciencia del mundo en el que vivimos. La política me interesa mucho.

¿Cómo ve la aparición de nuevos escritores peruanos? A algunos de ellos usted los conoce.

Sí hay una serie de escritores como Francisco Ángeles, Jeremías Gamboa, Iván Thays, Claudia Salazar, Katya Adaui, Johann Page, Luis Hernán Castañeda, Jennifer Thorndike, Alina Gadea, Susanne Noltenius, entre otros que ahora no recuerdo. Hay un escritor que quisiera destacar porque no ha tenido la atención que merece: es Ulises Gutiérrez, quien tiene historias muy bien contadas como The Cure en Huancayo y Ojos de pez abisal. Es un escritor que necesita ser más valorado.

¿Hay un afán por desmarcarse de una tradición narrativa en estos autores?

Hay de todo. Hay novelas que son más personales, de exploración. En los años sesenta, las grandes compañeras de la literatura eran las ciencias sociales y la historia, pero con la aparición de Roberto Bolaño eso cambió. Desde su obra hacia adelante, lo fundamental ya no es la relación entre la novela y una realidad tangible que ella representa, sino la novela como un ente autónomo. Este es un concepto nuevo que tiñe estas obras de escritores jóvenes en América Latina. Sin embargo, hay muchos otros escritores que siguen con una consigna histórica, realista y social de sus novelas.

¿Por qué el realismo sigue teniendo tanto peso en la tradición narrativa peruana en comparación con otros géneros como el fantástico, el policial o el de ciencia ficción?

El Perú es un país con una tradición realista, a diferencia de Argentina que tiene una tradición fantástica con Cortázar, Borges, Bioy Casares o José Bianco. La literatura fantástica tiene pocos cultores en el Perú, en el que destacan escritores como José Güich o anteriormente, Clemente Palma. La tradición realista se debe en gran parte a que la historia y los conflictos de la sociedad han tenido un peso importante en nosotros. No es que en Argentina no lo tengan, pero digamos que, evidentemente, el peso de la historia en el Perú es mucho más denso y más antiguo que el de la historia argentina, que es más reciente.

Abelardo Oquendo sostiene que en nuestras letras son más las desavenencias que las discusiones o debates. ¿Hay mucha envidia en nuestro medio literario?

La envidia es un sentimiento humano muy extendido. Un escritor tiene que aprender con los años que los críticos son lectores. El crítico es un lector más y no necesariamente un lector privilegiado. Un crítico es alguien cuya opinión hay que tomar en cuenta, al igual que la opinión de otros lectores, aunque no sean críticos. Las obras podrían quedar, en cambio, no sé si las críticas van a quedar. Es difícil pensar en una crítica que uno recuerde dentro de un tiempo.

¿Considera que en nuestro medio literario se lee teniendo en cuenta el nombre de los autores y no el libro como obra en sí?

Puede ser, es posible.

¿El que existan pocos premios o reconocimientos a escritores alimenta este problema?

Si hubiera más premios o reconocimientos habría más ataques y acusaciones. En cierto modo es mejor que haya pocos premios porque eso protege la intimidad, la soledad de un escritor. El arma más importante para un escritor es la soledad, la intimidad y el estar con uno mismo. Los tesoros de un escritor son el dolor, la soledad, la frustración. Uno nunca puede perder la inseguridad, es algo fundamental. Un escritor que sienta que está seguro de sí mismo, que sienta que es una persona con talento y éxito, está perdido. La palabra «éxito» es una palabra horrorosa.

LA ‘COCINA LITERARIA’ Y LO QUE VIENE

¿Cómo escribe? Alguna vez dijo que utilizaba una tablilla de madera con hojas y recién después pasaba esta primera versión a la computadora.

Antes escribía todo a mano, pero ya no. Me parecía que escribir a mano establecía una relación más cercana con las palabras. De hecho, muchas novelas como Grandes miradas y La hora azul las escribí así. Ahora escribo directamente en la computadora, pero lo que sí hago es que cuando tengo una versión la imprimo y al revisarla en papel encuentro problemas que no veo en la pantalla. El papel te da una verdad, una concreción que no te da la pantalla.

¿Tiene algún rito que sigue al momento de escribir?

Hace algunos años necesitaba mucho del silencio. Buscaba trabajar en la madrugada, estar a solas. Pero como el silencio es imposible, trato de usar los ruidos de alrededor como experiencias que puedan servir a lo que escribo. Si dos personajes están dialogando y pasa una ambulancia, trato de aprovechar el ruido de la ambulancia para insertarlo en lo que escribo. Las cosas banales o rutinarias de la vida hay que insertarlas, no defenderse y oponerse a ellas. Un profesor mío llamado Carlos Gatti decía que los tres grandes bienes que escasean en nuestra época son el tiempo, el espacio y el silencio. Esto es lo más difícil de buscar para un escritor, pero hay que tratar de encontrar un reducto donde uno pueda tener eso. Si no lo puede tener, hay que aprovechar los ruidos.

¿Qué rutina sigue cuando se encuentra trabajando en una novela?

Cuando estoy empezando, trato de escribir todos los días 500 palabras. No es una regla, pero me siento muy contento cuando he logrado eso. Cuando estoy corrigiendo, corrijo unas diez páginas diarias, o al menos siete. No es un trabajo, hay algo de placer en hacerlo. Hay personas que dicen que soy muy trabajador, pero no lo siento así. Esto no tiene mérito, tiene que ver con una urgencia inexplicable.

¿Cuál es el siguiente proceso? Hablaba hace un momento de que imprimía y corregía a lapicero. ¿Y luego?

Luego de los cambios hechos con lapicero paso las correcciones a la computadora. Muchas veces leo en voz alta lo que he escrito, lo cual me parece una prueba irrefutable. Lo más importante es mantener la música del texto, que es una música con significados, con tiempos de acciones y situaciones. Esto es indispensable para que el lector se entregue al texto.

¿Desde cuándo comenzó a utilizar la fotografía al momento de escribir?

Muchas veces cuando estoy describiendo a un personaje busco fotos de una serie de revistas y las pego porque veo que las personas de esas revistas se parecen al personaje que estoy comentando o creando. Trato de rodearme de un universo en el que todo lo que estoy imaginando sea verdad. Tengo que creer que lo que estoy imaginando es real, si no, cómo voy a pensar que alguien va a compartir esa realidad conmigo.

¿Cómo se vislumbra de aquí a unos años?

En constante actividad literaria. Espero tener nietos dentro de unos años. Me veo rodeado de amigos, de mi mujer, con quien acabo de cumplir un aniversario más de matrimonio. La vida de un escritor tiene que ser tranquila para que su imaginación sea desbordada. Si tu vida es desbordada, no vas a tener tiempo de que la imaginación lo sea. Un escritor tiene que rodearse de la tranquilidad y la calma. Tienes que romper todos los diques en tu imaginación. Para eso necesitas tener un lugar donde trabajar, comer bien, dormir bien, tener amigos a los que puedas ver de vez en cuando. Y desde esa estructura mínima de la vida cotidiana, hacer todo lo que quieras con tu imaginación.

¿Un escritor debe seguir escribiendo mientras pueda o mientras tenga algo nuevo que decir?

Mientras tenga algo nuevo que decir. Pero que le nazca, no algo que le sirva como un pretexto para publicar y recibir elogios o premios. Debe cultivar su mundo interior y que ese mundo interior siga siempre activo. Pero lo importante es escribir, no ser escritor. Ser escritor es una imagen social, lo importante no es el «ser», sino el «hacer» de todos los días.

¿El retiro es una opción?

Cuando no tenga algo que contar. Nunca he tenido bloqueos, nunca me ha pasado que no se me ocurra nada. Más bien, mi problema es que se me ocurren demasiadas cosas y no tengo la capacidad de manejar más de una novela al mismo tiempo.

FUENTE: El buen salvaje / 23/04/2015