María Teresa Estefanía | EDUCACCIÓN
Como es tradición, a inicios del mes de enero, el presidente estableció el nombre oficial del año, y como todos los años, esta frase es señal de los temas prioritarios de la agenda política y social del país. El nombre del 2019 es “Año de la lucha contra la corrupción y la impunidad”, y si damos una mirada a varios de los hechos ocurridos durante el año pasado, claramente la frase no es casual. Por citar algunos hechos, en julio se desactivó el Consejo Nacional de la Magistratura (CNM), tras ser públicos audios que revelaron cómo jueces y fiscales negociaban e intercambiaban favores con miembros del CNM; o como, durante todo el año, los titulares de los principales periódicos del país hacían seguimiento a los juicios de varios de nuestros ex presidentes, líderes políticos, servidores públicos y empresarios en el Caso Lava Jato, en su mayoría acusados por delitos de lavado de activos, tráfico de influencias o colusión agravada.
Si bien ambos hechos contaron con la desaprobación de la población, cabe preguntarnos como sociedad en qué medida estamos dispuestos a aceptar o tolerar algún nivel de corrupción o la justificamos dependiendo de la situación o de las circunstancias específicas. En el estudio Internacional de Cívica y Ciudadanía (ICCS 2016), el cual busca conocer cómo los jóvenes están preparados para sus roles como ciudadanos, se encontró que un 34.8% de los estudiantes peruanos reconocen a la democracia como sistema político y comprenden que las instituciones y leyes pueden promover valores democráticos, mientras que solo el 8.8% puede justificar y evaluar posiciones políticas o leyes en función de principios democráticos. En este estudio se aplicó un cuestionario únicamente dirigido a los cinco países Latinoamericanos participantes (Chile, Colombia, México, Perú y República Dominicana) y se les preguntó en qué medida están de acuerdo con determinados actos de corrupción comunes en nuestras sociedades.
En el caso de Perú, los resultados son preocupantes, un 37.1% considera aceptable que un servidor público reciba sobornos cuando su salario es muy bajo, o el 49.5% ve apropiado que un trabajador del Estado utilice los recursos de la institución donde trabaja para su beneficio personal. Un 33.5% está de acuerdo con que los candidatos brinden beneficios personales a cambio de un voto y el 43.7% piense que es aceptable pagar coimas a un servidor público para obtener algún favor. Prácticas como el nepotismo son consideradas apropiadas ya que un 36.8% de estudiantes está de acuerdo con que un funcionario público le consiga trabajo a sus amigos.
En el ICCS 2016 participaron adolescentes entre 13 y 14 años, sus respuestas son el reflejo de lo que perciben de la sociedad, a través de los medios de comunicación, las conversaciones familiares o las prácticas directas que se observan en la escuela.
Ante estos resultados, ¿cuál podría ser el rol de la escuela para que los estudiantes rechacen actos de corrupción? La escuela, al ser un dispositivo social, se espera que no solo tome una posición técnica, sino política con respecto a las habilidades para vivir en democracia que desea lograr en los estudiantes. El actual Currículo Nacional de la Educación Básica (CNEB), busca que al egresar los estudiantes “promuevan la democracia como forma de gobierno y como un modo de convivencia social (…). Reflexionen críticamente sobre el rol que cumple cada persona en la sociedad y aplique en su vida los conocimientos vinculados al civismo, referidos al funcionamiento de las instituciones, las leyes y los procedimientos de la vida política”[1]. A fin de lograr el perfil de egreso, se busca que docentes y directivos, en coordinación con la familia, trabajen de manera articulada para desarrollar, entre otras competencias, que convivan y participen democráticamente, es decir que nuestros niños y jóvenes “actúen en la sociedad relacionándose con los demás de manera justa y equitativa, reconociendo que todas las personas tienen los mismo derechos y deberes”[2]. Para lograr esta competencia, es necesario que desarrollen la capacidad de construir normas y asumir acuerdos y leyes, capacidad fundamental para la convivencia entre pares.
Esta competencia y capacidad no se trabajan de manera aislada en un área específica, sino que se van construyendo en el cotidiano, en las interacciones que se dan tanto fuera y dentro del aula, y en cómo se relacionan directivos, docentes, estudiantes y padres de familia. El problema viene cuando la cultura política promovida en la escuela, suele ser jerárquica y autoritaria consolidando la desigualdad y la injusticia como formas de pensar las relaciones sociales.
Los resultados del ICCS muestran que los estudiantes con mayores niveles de conocimiento cívico y ciudadano tienden a rechazar las prácticas de corrupción. Ante esta relación, contamos con evidencia para afirmar que el problema no es solo un tema de mejorar las actitudes o la buena convivencia, sino que es necesario conocer y apropiarse de los principios democráticos, y desarrollar habilidades complejas como justificar o evaluar una política pública. Cabe mencionar que menos del 10% de estudiantes peruanos pueden establecer conexiones entre los procesos de organización social y política, y los mecanismos legales e institucionales, y es por ello, las grandes dificultades encontradas para justificar la separación de poderes entre el Poder Judicial y el Poder Legislativo; y solo un tercio de la población comprende el concepto de democracia representativa como sistema político y que las leyes permiten proteger los valores y principios relevantes en una sociedad.
Naturalizar prácticas de corrupción es uno de los mayores impedimentos para la construcción de sociedades democráticas, y por tanto para confiar en las instituciones públicas y en el sistema político en general. La corrupción se enraíza en el tejido social, presenta consecuencias económicas, sociales y políticas, y afecta directamente los intereses públicos, la gobernabilidad y la moral social. Si bien lo que ocurre en la escuela es un reflejo de cómo estamos como sociedad y, por tanto, no se debe esperar que la escuela “arregle” todos los problemas del país, también la escuela es el lugar por excelencia en donde aprendemos a convivir, tiene el potencial de ser un espacio para el aprendizaje del respeto por las diferencias, la posición en minoría, la pluralidad y la defensa del disenso. A fin de lograr estudiantes menos tolerantes a la corrupción es necesario reconocer que cuando buscamos una educación integral, las competencias relacionadas a la formación cívica y ciudadana forman parte de la construcción de sociedad que nos merecemos como país.
Lima, 11 de febrero de 2019
[1] Currículo Nacional de la Educación Básica (2016), página 14.
[2] Currículo Nacional de la Educación Básica (2016), página 106.