Edición 69

Enseñar y evaluar competencias: balón en el travesaño

No hay ciencia oculta en la pedagogía orientada al desarrollo de competencias, pero a pesar de los años transcurridos, el balón no entra al arco ¿Nos falta ensayar más o es que nos basta el empate?

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Luis Guerrero Ortiz | EDUCACCIÓN

A veces los procedimientos, términos, pasos y condiciones que empleamos para aplicar un determinado enfoque al campo de la enseñanza nos abruman a tal extremo, que nos hacen perder de vista su esencia misma. Peor aún, desacreditan enfoques y nociones de enorme importancia para la pedagogía contemporánea, llevándonos a asociarlos con experiencias de rigidez y complejidad desalentadoras.

Es lo que ocurre con el enfoque curricular, la pedagogía constructivista y el desarrollo de competencias. Si la puerta que conduce al desarrollo de competencias en niñas, niños y adolescentes tuviera una llave maestra que nos facilitaría el acceso sería una sola: la oportunidad de pensar y decidir por sí mismos. Más aun, no solo es la llave que abre la cerradura, sino la condición básica para iniciar esa ruta. Si la obviamos, cualquier ruta que emprendamos nos conducirá a cualquier lugar menos a las competencias que demanda el currículo. Es decir, nos saca de la carretera y absolutamente todo se desvirtúa.

A veces nos sorprendemos de encontrar sesiones de clase cuyo título ya delata la intención de dejar una enseñanza a los estudiantes, es decir, sesiones diseñadas para que el estudiante, después de hacer muchas actividades, adopte finalmente el título como una afirmación verdadera y se apropie de ella a modo de moraleja. Por ejemplo:

  • Pertenecemos a una familia y debemos respetar a nuestros padres
  • Hay que cuidar el medio ambiente y no arrojar desperdicios en la calle
  • Debemos alimentarnos bien y consumir alimentos nutritivos
  • Cepillarse los dientes después de comer es un hábito saludable
  • Vivimos en comunidad y cuidamos los espacios públicos
  • No hay que desperdiciar el agua porque es un bien para todos
  • Y un largo etcétera…

No faltará quien me diga ¿y qué tiene esto de malo? Pues solo una cosa: si esa es la intención de la sesión, entonces ya sabemos que no vamos a proporcionarle al estudiante una experiencia reflexiva, donde él se sienta retado a pensar, indagar, inferir y decidir, sino una experiencia direccionada en la que será inducido a hacer suya una conclusión que ya fue determinada como válida por sus maestros de antemano. Antes, estos contenidos se dictaban o se hacían copiar de la pizarra. Ahora les pedimos a los alumnos que los saquen de alguna fuente, los transcriban en algún formato y nos lo comuniquen después. Es decir, hemos variado el camino para, después de muchas vueltas, llegar a lo mismo: transmitir información que como adultos consideramos verdadera, en la expectativa de que sea recordada y repetida por los estudiantes.

Dice Emilia Ferreiro, la destacada pedagoga argentina, que luego de cuarenta años de actividad profesional, termina siempre haciéndose una misma pregunta: ¿Por qué es tan difícil admitir que los niños piensan? Por que allí donde va, se termina tropezando con la misma dificultad: la resistencia de los docentes a conceder al estudiante la posibilidad de tener un pensamiento válido.

Si la reorientación de la enseñanza al desarrollo de competencias, es decir, al cultivo de las capacidades reflexivas y autónomas de niñas y niños en contextos desafiantes, no se ha abierto paso a gran escala en nuestro país, es porque no hemos logrado superar precisamente este obstáculo formidable. Insistimos en proponerles actividades con un desenlace anticipado por nosotros y tan estructuradas en su ruta que no quede la menor posibilidad de error, producto de alguna decisión autónoma del alumno. Es decir, experiencias controladas y dirigidas de inicio a fin, que están más cerca del modelo de instrucción programada de Skinner que de las bases pedagógicas del currículo.

Lo terrible de esta situación es que hacemos así las cosas bajo la cobertura de un manto de palabras extraídas del propio currículo nacional, proyectando la sensación de que estamos implementándolo cuando, en verdad, estamos en ruta regresiva hacia un modelo de enseñanza que alguna vez soñamos con haber dejado atrás. En el fondo, pareciera que solo hemos renombrado los clásicos procedimientos didácticos instruccionales, directivos en esencia, y orientados al aprendizaje de contenidos. Quizás los estudiantes de hoy ya no copian pizarras y tengan la oportunidad de realizar actividades que antes no hacían, pero al igual que entonces, no se les suelta la cuerda para que piensen y decidan por sí mismos las tareas que les proponemos. Al igual que entonces, les anticipamos lo que deben de concluir, pensar, creer y repetir.

Esta resistencia a proponer actividades que propicien aprendizajes reflexivos tiene otra explicación: el tiempo. Más de dos décadas después de haber reorientado la enseñanza escolar hacia el desarrollo de competencias, que representan aprendizajes cualitativos y que necesitan un tiempo de maduración, nadie nos ha quitado la aprehensión por los plazos. Cumplir lo programado a cabalidad en el tiempo previsto sigue siendo mucho más importante que consolidar aprendizajes. Es evidente que dar oportunidad al análisis, la controversia, el debate y la investigación toma más tiempo, y si eso conspira contra el cumplimiento del programa, eso es lo que sacrifico. Si hay quienes puedan percibir el absurdo de esta situación, quizás se resistan a creer que para muchos esto es lo natural.

En ese contexto, preocupa entonces no solo la persistencia de este problema sino también nuestra conformidad. Veinte años después, pareciera que el statu quo nos bastara, que esta pérdida fatal de perspectiva no nos perturbara, que lo más importante fuera que la gran maquinaria del sistema no se detenga y siga funcionando, no importa en qué dirección ni con qué propósito.

Lo cierto es que, si este factor se llegara a resolver o, cuando menos, se empezara a atacar a fondo, entonces y solo entonces un currículo por competencias podría tener viabilidad en nuestro medio. Pero para que eso ocurra, tendríamos que percibir como problema lo que nos hemos acostumbrado a ver como natural. Mientras tanto, muy a pesar de nuestros sinceros esfuerzos por hacer las cosas bien -porque nadie se confunde o equivoca de mala fe-, el balón seguirá rebotando una y mil veces en el travesaño.

Lima, 05 de abril de 2021

Luis Guerrero Ortiz
Docente, graduado en la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP), con estudios completos de maestría en Política Educativa en la Universidad Alberto Hurtado de Chile, y posgrados en Terapia Familiar Sistémica (IFASIL), Periodismo Narrativo y Escritura Creativa (Escuela de Periodismo Portátil de Buenos Aires). Ha sido profesor principal en el Instituto para la Calidad de la PUCP y consultor de UNESCO en políticas de formación docente. Socio fundador de ENACCION y de Foro Educativo. Ha sido consultor de GRADE (Proyecto FORGE) y asesor pedagógico en el Ministerio de Educación (Despacho del Ministro) entre el 2001-2002 y el 2010-2013. Ha sido asesor en la Oficina de Educación de UNICEF y el Consejo Nacional de Educación; profesor principal de la Escuela de Directores y Gestión Educativa de IPAE; ha sido docente de posgrado en la Universidad Católica y en la Universidad Antonio Ruiz de Montoya. Es miembro del Consejo Consultivo de Enseña Perú. Escribe ficción en su blog El río de Parménides.