EDITORIAL
Todo el mundo lo dice y lo repite en estos días a tenor de los resultados electorales: un país partido por la mitad, con votos que reflejan más que la adhesión a una propuesta el rechazo a la postura contraria, necesita ponerse de acuerdo. Todos lo declaran: sin acuerdos no habrá gobernabilidad y el conflicto será otra vez la normalidad de la vida política y social en los próximos años. Todos dicen que nadie quiere eso y que hay que poner al país por delante. Nadie quiere seguir viviendo en crisis.
El problema es que, más allá de las declaraciones públicas, todas a favor del consenso, lo que hemos vivido en las últimos años es una manera de hacer política que consiste en auto promoverse como la mejor opción de gobierno mintiendo con descaro o exagerando deficiencias para desacreditar al rival. ¿Eso va a cambiar? ¿Es posible que la clase política aprenda de un día para otro a comportarse con el respeto y la apertura que exige una democracia civilizada? ¿O vamos a seguir en el mismo juego?
El otro problema, como también se viene advirtiendo en estos días, es que los niveles de descalificación del otro han escalado al máximo nivel del desprecio, ya no a sus ideas o propuestas sino a las personas mismas. Se han cruzado todos los límites, recurriendo incluso a la difamación y la falsificación deliberada de información. No tenemos que estar de acuerdo en todo, podemos tener visiones diferentes de los problemas y las alternativas que debemos abordar, podemos tener serias objeciones morales a los antecedentes de unos u otros y no ser condescendientes ni con el delito ni con la manipulación de la información, la intimidación o el chantaje, pero ¿Hay algún margen para el entendimiento? ¿Podrán sentarse a conversar los que se han tildado mutuamente de ladrones y asesinos? ¿Se van a escuchar? ¿O esa opción es inaceptable e inmoral y solo queda prolongar la batalla hasta que uno de los bandos quede aniquilado por completo? Hasta ahora, todo pareciera indicar que la opción es esta última, pues nos están haciendo caminar sobre una delgada línea roja y las furias de algunos los están poniendo casi al borde del sicariato.
En educación, como en tantos otros campos de la vida pública, se juegan intereses. Unos económicos, otros políticos, otros gremiales, otros confesionales y algunos individuales, guiados por la ambición o el encono. ¿Se van a deponer para “poner al país por delante”? ¿O se van a seguir defendiendo a cualquier precio haciéndonos creer que esos intereses son también los del país? Hemos sido testigos por muchos años de cómo lo que se declara a la prensa es una cosa y otra muy diferente la forma en que se actúa en el terreno de juego.
Fanatismo, dogmatismo, racismo, son palabras ajenas a la democracia, pero son las que han caracterizado el debate electoral. Un debate protagonizado además por esa generación adulta que cederá la posta a las más jóvenes, dejándoles el testimonio de un autoritarismo e intolerancia extremos. A 200 años de nuestra independencia, Alberto Vergara dice que somos ciudadanos sin República. No hay república democrática, eso está claro, pero ¿Hasta qué punto sí somos ciudadanos y de qué tipo? Tal vez heredamos los sesgos de los ciudadanos de la Antigua Grecia, que no admitían a la mesa de las conversaciones a las mujeres, los esclavos y los extranjeros. En la nuestra también hay excluidos o apestados. Parecemos más bien miembros de tribus distintas, enrolados cada cinco años en una barra brava donde sólo se conversa entre iguales y se trata como enemigos a los ajenos, aún si los ajenos forman parte del mismo país. Un país cuyas fronteras, para muchos, empiezan y terminan donde inician y acaban sus propios intereses.
Necesitamos acuerdos en educación que no impliquen hacer borrón y cuenta nueva una vez más, para reducir la brecha entre el currículo prescrito y el enseñado; para darle carácter formativo a la evaluación de los aprendizajes; para fortalecer las competencias profesionales que permitan a los docentes trabajar en aulas heterogéneas y en función de aprendizajes reflexivos; para articular las políticas de medición de la calidad con la de aprendizajes sin recurrir a los rankings ni al recurso del palo y la zanahoria; para avanzar en el licenciamiento de universidades e institutos y acompañar a estos últimos en su tránsito hacia Escuelas de Educación Superior desde estándares más exigentes; para mejorar la Carrera Pública y la política de bienestar docente, entre otros tantos temas que requieren continuidad y fortalecimiento.
Nadie tiene que renunciar a sus convicciones ideológicas para conversar y hacer posible que la educación camine, aunque sea a paso lento, pero hacia adelante y no hacia atrás.
Lima, 10 de junio de 2021
COMITÉ EDITORIAL