Pedro Pérez del Solar
Abres la puerta; tu boca se estira en una sonrisa que quiere abarcarnos a todos. Nos haces pasar; pones en la mesa un platito con galletas, otro con paté. Pareces dichosa: “Ya baja mi gordito”.
No hubo uno que no se sorprendiera de tu invitación. Sí, reconociste, habías estado confundida. Vaya novedad. “Pero eso ya pasó”.
Carmen tiene sus dudas; recuerda tu boda, planeada con la prisa de quien desea ante todo largarse de la casa paterna. “¿De verdad lo quieres?”. “Aprenderé a quererlo”, respondías sobreactuada, tus ojos apuntando a una nube invisible.
Tu marido se hace esperar. Te mueves veloz de la sala a la cocina, ida y vuelta. “¿Qué te sirvo? ¿Cerveza, whisky, un roncito?”. De arriba llega un ruido de caño abierto.
Sonia tiene la mejor de las voluntades: “¿Y si de verdad se ha enamorado?”.
Carlos no cree en cambios; todavía, cada vez que suena su teléfono a medianoche, piensa: “Luciana, otra vez Luciana”.
Es que nos habías llamado de emergencia tantas veces; salíamos corriendo a donde fuera para hallarte con los dientes cuarteados y las mejillas amarillas de tensión. Calmarte nos tomaba horas y diversas estrategias:
Sonia te permitía utilizar su teléfono, te invitaba helados y te llenaba de pastelitos. Tú discabas inútilmente mientras veías tu cuerpo tomar la forma que le regalaban los alfajores, los remolinos de crema, los helados: fresa, vainilla, lúcuma, chocolate.
Carlos te observaba con detenimiento sin llegar a comprenderte. Hacía lo que podía: “Aprende a fumar, el tabaco relaja”. Y tú dale que el cáncer y que seca la piel y que qué van a decir.
Carmen te llevaba a su casa, se sentaba cerca, muy cerca de ti, te pasaba un brazo sobre el hombro, te decía, con sabiduría que a los demás nos faltaba: “No me cuentes nada, solo déjate acompañar”, y tú te dejabas, a veces más, a veces menos.
Yo, en cambio, me sometía a tus monólogos (“sí, Luciana; no, Luciana; ajá”). De haber hablado, mis palabras habrían atravesado tu cabeza sin causar el menor remolino: brisa que entra por una oreja, sale por la otra. Te entendía, Luciana, pero qué difícil soportarte.
Lo habíamos visto solo un par de veces antes de la boda; parecía un tipo tranquilo, una de esas personas que en vez de protestar prefieren encerrarse en una habitación a que el estéreo les reviente la cabeza. Recuerdo su mueca triste al final de la fiesta; un poco borracho, nos abrazó uno por uno y nos dijo “amigos…” sin saber cómo continuar. Nos sorprendimos cuando nos contaste lo de los vidrios, lo de la arena en tus vestidos.
Habías pasado varios meses sin dar la cara (“será la felicidad”, decía Sonia) cuando llegaste donde Carlos, sonriente, como trayendo la buena nueva: “Me largo, ya no lo aguanto; lo voy a dejar”. “Déjalo, pues”, dijo él, pensando que era una broma. Carlos cuenta que te dio un ataque de risa nerviosa y repetiste, entre carcajadas: “Me largo, ya no aguanto; lo voy a dejar”. Era la frase que habría de convertirse en tu favorita, la que abría tus conversaciones, esas descripciones minuciosas que me niego a repetir y que fuiste llevando de puerta en puerta a casa de tus viejos amigos. No habías aprendido a quererlo y ahora no sabías cómo librarte de él. Fueron meses de recibirte, de oír una decisión terminante que jamás se llevaba a cabo. Era difícil largarse a fin de mes —decías—, que la plata no alcanzaba. Peor aun a principios, que él llegaba sonriente y cargado de regalos. ¿Cómo destrozar así, de modo tan cruel, a un pobre tipo? “Déjalo a medio mes”, te dijo Carlos.
Cuando empezamos a evitarte, cuando el chirrido de tus dientes llegó a impedirnos la concentración, llegó un tiempo en que pusiste toda tu esperanza en las recomendaciones de los expertos, que te sentaban y te hacían repetir: “Tengo un problema y quiero solucionarlo”. Tú intentabas seguirles la corriente, pero al rato te olvidabas y dormías, llena de pastillas, soñando unos dedos como chorizos.
Era sábado cuando nos convocaste a todos en un parque. “Lo he dejado”, anunciaste. “Ajá”, dije, por decir algo. “Lo he dejado, de verdad”, insististe. Luego empezaste a llorar. Hablaste del gordo acercándose sigiloso con una bolsa plástica en la mano. Nos contaste, una vez más, sus vicios bestiales, el papel hecho trocitos que dejaba humedecerse en tu sopa. Carmen se fue a casa, no quería oír más. Sonia te escuchaba sin cerrar la boca. Aseguraste, achicando los ojos: “Casi lo mato”. Pero sabíamos que la desesperación nunca te llevaría a eliminarlo, acaso sí a disparar una bala sobre tu propia frente. Carlos te subió a su automóvil; dijo que te dejó en la puerta de un hostal.
No ha pasado más de un año y aquí estamos. Tus cuatro amigos de siempre, sentados en tu sala como si nada hubiera pasado, comiendo galletas con paté y haciendo tiempo mientras tu gordito termina de mudarse de traje, ponerse cómodo. No has cambiado tanto, aunque tu sonrisa lleva un cuarto de hora petrificada y debe haber empezado a dolerte. Ya hemos notado esos tics: oler minuciosamente las galletitas antes de hincarles el diente, escarbarte las orejas con el pulgar, rascarte la cabeza (“atajos al cerebro”, diría Carlos).
Sonia me contó que nunca te fuiste. Era solo un paseo, un pícnic. Tenías demasiado miedo a que en tu ausencia él le arrancara las hebillas a tus zapatos. “Me fui al campo”, le explicaste al volver. Pero eran las doce de la noche y el campo estaba demasiado lejos. Tenías los ojos secos de haberlos llorado por horas. Nos habías jurado: “Esto es mi maleta” (si es una bolsa de playa, Luciana), “esto es una reserva en el hotel” (es un recibo de la panadería, Luciana). Estate tranquila, nunca pasa nada. Él te mima, te sienta sobre sus rodillas, te da golpecitos en la espalda. Escuchamos sus pasos, empezando a bajar la escalera.
Carmen se sirve otra galleta; “riquísimo paté”, comenta.
Fuente: El Comercio / Lima, 18 de setiembre de 2016