Esto también importa

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Elvira Lindo / El País

Nuestra educación sexual fue inexistente, pero el deseo de romper con la tradición que sometía a nuestras madres hizo que algunas investigáramos la manera de ser libres.

La intimidad de las mujeres sigue siendo un misterio. Lo apuntaba la semana pasada, cuando escribía sobre la desconocida sexualidad de las mujeres mayores de sesenta años. Lástima que los artículos no traten de lo que su autora pretende sino de lo que el lector prefiere, porque resultó que el affaire del Nobel peruano con una socialité ensombreció el resto de mis consideraciones y, en nuestra empecinada tendencia (marca España) a convertirlo todo en un plebiscito, unos se mostraron a favor y otros en contra de dicha relación. Pero lo que yo pretendía, sin conseguirlo, era reflexionar sobre los malentendidos que siempre rondan el asunto de la sexualidad femenina: si la mujer es mayor, madura o anciana, porque se le sobreentiende jubilada del juego amoroso, y si la mujer es muy joven, en esta época en la que debería contar con más armas para tener relaciones satisfactorias, evitar embarazos indeseados o infecciones que pongan su salud en riesgo, resulta que un porcentaje alarmante de chicas mantiene relaciones de cualquier manera y no sabe o no puede o no quiere pedir ayuda en sus primeros pasos.

En este asunto, las mujeres con experiencia o con experiencias deberíamos romper un tabú al que seguimos contribuyendo. Sobre todo, las que fuimos adolescentes en los setenta y jóvenes en los ochenta, aquellas que rompimos con el protocolo de iniciación habitual en la generación de nuestras madres, que aún valoraban la llegada al matrimonio con el himen intacto, ese himen que ahora algunas descerebradas pagan porque les sea reconstruido. Deberíamos contar por qué si las chicas liberadas (como se decía entonces) quisimos romper con el mito de la virginidad y buscamos por nuestra cuenta información, fuimos al ginecólogo en secreto, elegimos método anticonceptivo y tratamos de no quedarnos embarazadas, aunque la sombra del aborto estuviera muy presente en aquella juventud, por qué, pregunto, no hemos contribuido luego a que se avanzara más en este aspecto; por qué en estos tiempos en los que se habla de sexo tan burdamente en la televisión, convirtiendo la intimidad en algo impúdico, y tantos personajillos se empeñan en contarnos sus hazañas sexuales, por qué sigue habiendo un porcentaje considerable de adolescentes que ignoran casi todo lo que deberían saber antes de enrollarse con un tío. Hablo en femenino no porque sean ellas las únicas que deben informarse, en absoluto, pero es obvio que las consecuencias no deseadas suelen caer sobre sus hombros y también es habitual que las chicas renuncien a parte de su disfrute a favor del de su compañero de juegos. Aunque el aspecto dedicado al placer en sí no haya sido el objetivo del estudio de Bayer que ha analizado el conocimiento que nuestras jóvenes poseen de los métodos anticonceptivos, no existe verdadera educación sexual si no se contempla la esencia de encontrarse íntimamente con alguien: disfrutar, o mejor aún, disfrutar mucho.

No estaría de más que quienes ya podemos mirar atrás con ironía y habiéndonos perdonado todos los errores cometidos contáramos cómo fue nuestro inicio, dónde, a qué edad, quién nos había facilitado alguna información y si supimos algo a través de nuestros padres. Mi padre fue pedagogo por un día y me contó algo sobre la abeja reina y los zánganos. Todavía lo estoy asimilando. En realidad yo sabía de sobra a qué se estaba refiriendo y me sentí abochornada, casi tan incómoda como cuando fui al cine con él a ver Novecento y nos vimos en el trago de contemplar juntos la escena en la que una prostituta hace una doble paja a Robert De Niro y Gérard Depardieu. Nuestra educación sexual fue inexistente, pero el deseo de dar un salto generacional y romper con la tradición que sometía a nuestras madres hizo que algunas chicas investigáramos la manera de ser libres.

El futuro no siempre trae progreso; si la educación no funciona condenamos a las chicas a retroceder. Se puede ser de apariencia tan atractiva y rompedora como Amy Winehouse, admirar su talento y descubrir luego que en las letras que ella misma compuso hay una entrega ciega a la voluntad masculina, a la satisfacción de los deseos del hombre, a una infravaloración voluntaria y orgullosa, que nos retrotrae a los tiempos de una Billie Holiday a la que destrozaron el racismo y las drogas, pero también los hombres que amó, y que actuaron más como chulos que como compañeros. Es probable que la educación sexual sea una de las materias más difíciles de enseñar, pero tampoco se puede abandonar todo a la experiencia, porque no podemos permitirnos que las chicas sigan creyendo en la marcha atrás, en que no se pueden quedar embarazadas si tienen la regla, en que no hay más que dos métodos anticonceptivos, o en que lo fundamental es hacer que su chico se corra. Porque luego está esa imagen de la chica sola, desolada, que no sabe cómo salir del lío en el que se ha metido.

FUENTE: EL PAÍS / 26 SEP 2015