Diez jóvenes peruanos, graduados en diversas profesiones, vivieron una impensable metamorfosis a cuatro mil metros por encima del nivel del Océano Pacífico, en las gélidas alturas de la Cordillera de los Andes. Alejados de las comodidades y ventajas de la ciudad a lo largo de dos duros años, todos ellos fueron invadidos por el deseo de migrar hacia la profesión menos rentable y peor valorada socialmente en el Perú. Todos ellos se probaron como maestros en escuelas rurales o en instituciones públicas muy pobres, y decidieron quedarse en la educación para siempre, dejando atrás sus carreras iniciales y, en varios casos, sus auspiciosos proyectos personales de vida. Esta es su historia.
«Me quedaba a veces en la casa de algunos de mis niños a dormir y al día siguiente veníamos juntos a la escuela. Ese día me quedé en casa de una niña que vivía a tres horas de camino, ubicada al fondo de una quebrada. Llegamos cansadas, casi al anochecer. Al rato me dijo “Profesora ya tenemos lista su habitación” y me llevó a un pequeño cuarto, al único de la casa, donde dormían ella, su hermanita y sus padres. Ahí me habían puesto una cama. Hacía tanto frío y estaba tan oscuro que ni siquiera pude cambiarme. Sentí miedo. Me pregunté entonces qué hacía allí, sola, lejos de mi familia, a tres mil quinientos metros del suelo. Habíamos acordado contarnos historias antes de dormir y lo hicimos, pero no me sentía cómoda. Lloré mucho y me dormí recién a las tres de la mañana. A las cinco y media me levanté y salí de la casa. Entonces contemplé el mejor amanecer que había visto en mi vida. Vi también al padre de mi alumna ordeñando su vaquita. Mi alumnita apareció y me pidió que pase a la cocina a tomar desayuno. Entré, había un fogoncito, y por la calamina entraba un pequeño rayo de luz que iluminaba el rostro de mi anfitriona. Entonces me dije, ya sé por qué estoy aquí. Esto es un regalo. Entendí que estaba ahí por algo más grande».
Erika se frota disimuladamente los ojos. El recuerdo la conmueve. Ese fue el momento más difícil de su experiencia en aquella escuelita rural en Gordillos, Cajamarca, y, al mismo tiempo, el que ratificó su decisión. Una decisión incomprensible para sus colegas, que la veían como una abogada con un gran futuro profesional; y para su familia, que no entendía el motivo para abandonar una carrera en la que habían invertido tanto, para irse a trabajar y a vivir, literalmente, a la punta de un cerro.
Ericka Plasencia, abogada, se inclinó por el derecho cuando estaba en el colegio. Me cuenta que la razón fue su temprano deseo de luchar contra las injusticias. Conforme fue creciendo sabría, además, que esa carrera podía remunerarla bien. Acababa de emplearse en una notaría en Cajamarca y estaba recién casada cuando se le presentó la oportunidad de ser maestra en la escuelita del Centro Poblado Gordillos, distrito de Llapa, provincia de San Miguel. Lo dejó todo.
Vocaciones tardías han existido siempre. Charles Perrault, escritor de cuentos de hadas, también fue abogado y además bibliotecario de la Academia Francesa. Fue recién a los 55 años que se convirtió a la literatura y escribió Cuentos de mamá ganso, su primera obra. Pulgarcito, La Cenicienta, La bella durmiente, vendrían después. Daniel Defoe, considerado padre de la literatura inglesa, fue comerciante y recaudador de impuestos además de activista político, antes de volverse escritor. A los 59 años publicaría su primera gran novela, Robinson Crusoe.
Pero el caso de Ericka no es un hecho aislado.
Mutaciones en serie
Lourdes, una experta en ciencias contables, finanzas y comercio exterior, tuvo una caída cuando subía a la escuelita de Cotas, en Huancavelica, a dos mil ochocientos metros sobre el nivel del mar. Era mayo del 2019 y para entonces, con años de entrenamiento en calidad de servicio, ella ya había identificado lo que esa escuela necesitaba y lo que podía hacer por ella. Tuvo una fisura. Esa rodilla ya no le permitiría caminar en trocha, cerro arriba y ninguna de las prescripciones médicas era viable. Allí no había piscina para hacer terapia, solo un río de aguas heladas; tampoco un suelo parejo que le permitiera caminar recto. Además, la idea de tener tres meses la pierna inmovilizada le parecía imposible. Frustrada, estuvo a un paso de renunciar. Después de todo, ella tenía una profesión rentable. No lo hizo. Mis alumnos me necesitaban, me dice, me debía a ellos. En menos de treinta días, rengueando, ya estaba de regreso a Cotas.
Lourdes Oviedo, 38 años, también quería ser abogada, pero las urgencias económicas de la familia la inclinaron por las ciencias contables. Pasó casi veinte años en el mundo de la administración y trabajaba muy bien considerada en una agencia de aduanas. Tenía prometido un ascenso como parte de un proyecto de gestión de la calidad que demoraba en concretarse y la oportunidad de irse a una escuela rural en Cotas, Huancavelica, se le presentó justo en el trance de esa espera. La tentación fue irresistible. Claro, la empresa había invertido en capacitarla y temía que la renuncia le trajera problemas. Era un dilema moral. Su jefe la sorprendió: “Si es por el bien de la educación del país, adelante, te felicito”. El 31 de diciembre se despidió de sus compañeros y el 2 de enero ya estaba en Huancavelica.
Otra fue la historia que ocurrió en Huaripampa, región Ancash, a tres mil trescientos metros sobre el nivel del mar. Nayvi, licenciada en Marketing, justo en su primer año de docencia en la escuelita de esa comunidad, nos la cuenta. «Estuve a punto de tirar la toalla varias veces por varios motivos. Desde las dificultades para movilizarme cada día hasta la escuela y el tiempo que invertía, hasta el esfuerzo que suponía enseñarles inglés a adolescentes difíciles y la poca retribución que sentía al término de cada jornada. Era desmotivador, pero yo estaba aquí buscando algo, no sabía qué, por eso no me fui. Fue como un sentido, un propósito lo que hallé y lo encontré en el aula. Ahora enseñar me alegra, me es fácil, descubrí que esto es lo que me apasiona».
Un padre emprendedor, con una concurrida sastrería de ropa a la medida, tiene derecho a imaginar para sus hijas un curso de vida parecido. Ese deseo influyó en Nayvi Pablo, 26 años, hija del próspero sastre, pues estudió la carrera de Marketing con una motivación empresarial. Su padre era también promotor de un proyecto social que quería dotar de bibliotecas a zonas rurales de Huancavelica, su región natal. Ella gestionaba la estrategia de mercadeo en redes. Su búsqueda de buenas ideas en la web dio con la oportunidad de ser maestra en una escuela rural. Le llamó la atención. «A mis veinte años había participado de un voluntariado con niños en Brasil como asistente de docencia. Esto era diferente. Quisiera probarlo, me dije. No le conté a nadie para evitarme problemas, solo dije que era un trabajo, un contrato, y me fui».
El sobresfuerzo que supone enseñar en condiciones difíciles se suma al que demanda habitualmente ejercer seriamente la docencia. Ángela, economista, enfermó de los nervios a mitad del primer bimestre, en su primer año como maestra en un colegio de Pachacútec, Ventanilla Alta, Lima. «Tenía que hacer dieciséis planificaciones semanales, elaborar material, preparar la clase, revisar exámenes, era abrumador, me dio otitis aguda. No puedo con este nivel de estrés, me dije. No estoy hecha para esto». Enseñaba matemáticas de primero a quinto de secundaria. Jeff Keller publicó a inicios de los 2000 un libro cuyo título recogía una frase bastante trajinada: la actitud lo es todo. La experiencia nos indica que eso no siempre basta. Pero a veces sí. Angela descubriría que no era la carga de trabajo sino la actitud con la que estaba asumiendo su rol lo que le hacía sufrir. Admite que estaba muy cerrada sobre sí misma, que era poco empática con sus estudiantes y no tenía una relación fluida con ellos. «Había llevado mal las cosas desde el inicio, no era que no pudiese o que los chicos se estuvieran portando mal, yo había elegido una mala estrategia».
¿Se puede amar la literatura y elegir la economía como profesión? Ángela Quillatupa, 33 años, nos dice que sí. Ella quiso ser escritora cuando salió del colegio, pero un incidente cambió su decisión. Vísperas de la navidad de 2005 un asentamiento humano se incendió y muchas familias lo perdieron todo. Entonces sintió que las herramientas de la literatura no le permitirían ayudar a las personas necesitadas y eligió estudiar economía, una carrera que su padre hubiese querido seguir y de la que siempre se hablaba en casa. Ángela ya era bien considerada en CENTRUM, la escuela de negocios de la Universidad Católica, cuando se le presentó la oportunidad de ser maestra de escuela. Renunció a todo y no se arrepiente.
Las transiciones felices también duelen
Rito de pasaje. un concepto acuñado en 1909 por Van Gennep, antropólogo francés, describe las diversas transiciones que atravesamos en nuestra vida. Es un ritual de tres fases. La primera es la separación, dejar atrás la posición habitual, la que nos estructura. La segunda es la transición, dejar de ser parte de nuestro mundo anterior sin aún llegar al nuevo. La tercera es el arribo a un nuevo estadio y nuevas responsabilidades. Para María Zelia de Alvarenga, psiquiatra brasilera, el tránsito es el más complejo, «pues reclaman la muerte de la inocencia, la implantación de la lucidez de la responsabilidad y, fundamentalmente, el encuentro con el otro que piensa, siente, actúa diferente, pero que atrae y fascina, invita a estar juntos».
Un rito de pasaje, entonces, podría permitirnos no solo expandir la mente sino redefinirnos. Eso no quiere decir que no se sufra. Yosselin, comunicadora, estaba de regreso a la escuela de Uchuhuayta, Ancash, a tres mil seiscientos metros sobre el nivel del mar, después de una excursión al monte con sus nueve alumnos, cuando a uno de ellos le empezó a doler muy fuerte la cabeza. Apuraron el paso para buscar una pastilla al llegar, pero una vez en el aula, el niño se cayó y empezó a convulsionar. Por suerte, conocía el protocolo y lo puso de costado para evitar que se golpee la cabeza. El muchacho sollozaba. Cuando la convulsión terminó lo llevaron a la posta médica. No le diagnosticaron epilepsia, sí una fuerte anemia que, sumada al estrés, derivó en ese episodio. «Me fui a mi cuarto y lloré todo lo que pude, fue una situación muy traumática para mí. Me dio mucho miedo. La responsabilidad que sentí fue enorme».
Cuando en la década de los 90, César Hildebrandt hacía entrevistas por televisión y Alejandro Guerrero presentaba sus famosos reportajes, una niña de ocho años los veía con admiración. Era Yosselin Amaya, hoy de 29 años. Ella siguió la carrera de comunicación inspirada en ambos periodistas. Ya hacia prensa cuando se enteró de la convocatoria para enseñar en una escuela rural. Aunque le faltaba un pequeño tramo para graduarse, tenía el encargo de cubrir noticias dolorosas: homicidios, suicidios, accidentes fatales. No la hacía feliz recoger el sufrimiento de las víctimas. Una de sus entrevistadas en un programa radial hizo la convocatoria y terminada la entrevista la abordó. Yo quiero ir, le dijo. Y se fue.
La escuelita de San Lorenzo Bajo, Cajamarca, está ubicada a dos mil ochocientos metros sobre el nivel del mar. Subir y bajar de allí supone tres horas de caminata. A Natalia, también comunicadora, le tocó ser maestra en esa escuela donde tenía solo cuatro niños como alumnos. Luego de su primera semana de clases, tuvo que bajar a la carretera para ir a su alojamiento. Pero ese día llovió torrencialmente. El trayecto fue tan duro que el solo hecho de pensar que esa sería su ruta habitual durante los próximos dos años la hizo dudar de su decisión. Exhausta, empapada, la ruta le dio tiempo de reflexionar si valía la pena el sacrifico. Al final, concluyó que sí, que sus niños eran cuatro seres humanos con derecho a recibir una buena educación, una que les ayude a transformar sus vidas. No renunciaría.
Hay quienes entran a la universidad seguros de lo que quieren. Otros no. Natalia Thornberry, 34 años, tenía muchos intereses cuando entró a la universidad, desde la psicología y la antropología hasta las artes escénicas. Al final eligió la comunicación porque le permitía un rango más amplio de acción. aunque nunca abandonó su pasión por el teatro. Ella quería algo que le permitiera contribuir con la sociedad. Por eso, su proyecto de investigación consistió en enseñar cine a adolescentes en comunidades rurales. Trabajaba en producción teatral cuando, precisamente, le llegó la oportunidad de enseñar en una escuela rural. No lo dudó. Sus padres no objetaron, pero el resto de la familia sí. «Estábamos muy preocupados por ti».
Hay más historias parecidas. Luigi Zanatti, psicólogo social, estudió antes ingeniería y tenía proyectado dedicarse exclusivamente a la psicoterapia. Terminó enseñando en una escuela pública de Ventanilla, Callao. Sannia Barboza, ingeniero agrónomo, primera en el orden méritos durante los cinco años de su carrera profesional, tenía proyectado trabajar en una empresa transnacional. Terminó de maestra en una escuela rural de la comunidad de Chao, Trujillo. Deyli Ferrel, contadora pública, estudió esa carrera inducida por la familia y, según cuenta, en el libro del destino estaba escrito seguir el curso de vida que sus padres habían imaginado para ella. Pero se fue como docente de una escuela rural unidocente en Tambillos, Ancash, en plena pandemia. Ellos también tuvieron momentos oscuros y estuvieron a un paso del arrepentimiento. Todos decidieron, además, estudiar educación como segunda carrera. Luigi y Deyli ya obtuvieron su título, Sannia tiene en agenda su especialización como docente de matemática. Por lo demás, Natalia, Lourdes, Ángela, Yosselin, ya se profesionalizaron como docentes. Nayvi ha llevado cursos sobre educación por competencias y estudia una especialidad en psicoterapia humanista. Ericka hizo un diplomado en prevención de la violencia de género en el aula y estudia educación en diversidad, cultura y género.
¿Cómo explicar esta metamorfosis hacia la docencia en jóvenes egresados de carreras mejor rankeadas en el mercado laboral que la educación? ¿Por qué dejar las comodidades de la vida urbana para ir al encuentro de niños y adolescentes de comunidades tan alejadas? ¿Por qué renunciar a trabajos bien remunerados para emplearse como maestros con un sueldo significativamente menor?
Santidad o compromiso social
Hasta el siglo XVIII, la enseñanza estaba controlada exclusivamente por religiosos y la idea misma de una buena educación se asociaba naturalmente a la religión. La idea de vocación aludía a personas de una moral ejemplar y el acto de enseñar se consideraba una obra de caridad. Pero aquí no parece haber una motivación religiosa ni una intención caritativa. Ninguno de ellos luce envuelto en un áurea de misticismo y su performance es muy laica. Son personas de carne y hueso, con aficiones y debilidades como cualquier ser humano.
Ericka boxea, escribe poemas y monta bicicleta, tiene manía por el orden y se reconoce una mujer impulsiva. Lourdes pinta, lee y hace danzaterapia, pero dice que es muy procrastinadora. A Nayvi le gusta leer, bailar, lee el Tarot y le fascina el ayahuasca, pero es muy introvertida, maniática del orden y le tiene fobia al bullicio. Ángela estudió música, sabe tocar muy bien el violoncello y nos cuenta que, desde que perdió su USB, rechequea diez veces el mismo lugar antes de dejarlo. Natalia escribe, teje, ama el teatro, pero tienen obsesión por la simetría, cada vez que ve algo torcido lo endereza. Yosselin escribe cuentos y tiene un blog donde los publica; es, a la vez, impaciente y algo acelerada. Sannia pinta con acuarela, escribe historias y poemas, pero tiene fijación con el orden, necesita preverlo y organizarlo todo. A Deyli le encanta viajar y explorar lugares, se reconoce extremadamente sensible. Luigi juega fútbol y también se sabe un procrastinador compulsivo.
Si no es un llamado celestial a almas predestinadas a la perfección, ¿qué es entonces lo que dispara esta motivación por migrar de profesiones tan diversas hacia la docencia?
Los nueve casos relatados tienen un denominador común: forman parte del contingente de cuatrocientos jóvenes de diversas profesiones convocados en la última década a trabajar por dos años consecutivos como docentes de escuelas muy pobres. Escuelas situadas en zonas donde los profesores de carrera no suelen querer ir. Ocho de cada diez deciden quedarse a trabajar en educación o a volverse maestros.
Nos los dice Franco Mosso, economista, cofundador y actual director general de Enseña Perú, una asociación civil creada el 2009 como parte de Teach For All, una red internacional de organizaciones independientes con filiales en cincuenta países. Su objetivo es, precisamente, reclutar y capacitar a profesionales de diversas carreras para enseñar por dos años como maestros en escuelas ubicadas en zonas de pobreza.
«Nunca pensé que iba a ser mi misión de vida, cuando empezamos el proyecto con Álvaro Henzler, esta era apenas una de las cuatro cosas en las que estaba trabajando. Mis planes eran graduarme e irme con mi hermana a vivir a Canadá y a seguir estudiando allá, mi padre nos esperaba». Franco, sin embargo, se quedó en el Perú y se quedó en la educación, aunque también hizo su rito de pasaje y, como todos, estuvo a punto de renunciar varias veces.
¿Por qué se quedó? «Cuando estaba enseñando en los primeros colegios con los que nos asociamos me conecté con diversas personas, comencé a pasar más tiempo con docentes, directores y estudiantes, pude ver en qué lugares estaban. La conexión con ellos me inspiró, sentía que era un círculo bueno, que esa conexión me convertía en mejor persona, tenía la intuición de que eso impactaría en mis hijos cuando los tuviera. Sentía también que cada minuto podía poner algo a favor de otras personas y del país. Me preguntaba por qué les estaba pasando esto a esos niños, porque tenían que estudiar en condiciones tan duras. Visitaba pueblos, me conectaba con personas que me hacían recordar a mi abuelo o a mi padre y su historia familiar. La familia de mi padre es de Loreto, de zonas rurales con escaso acceso a la educación. Era una mezcla de indignación e inspiración lo que sentí. En algún momento, entre 2009 y 2010, me dije: esto es lo que quisiera que sea mi vida». Lo dice un economista formado en la exigente Universidad del Pacífico y con maestría en Harvard.
El promedio de edad de los profesionales que reclutan está entre los 23 y 25. Cada año son varios los que renuncian. «No la hago, esto es muy fuerte». Se van porque no creen dar la talla, por presión familiar o porque no sentirse suficientemente acompañados. Sucede que varios, pasándola mal, no piden ayuda hasta que entran en crisis. Pero la mayoría se queda, nos dice Franco.
¿Por qué alguien como Angela Quillatupa, que ha sido funcionaria del Ministerio de Economía, se traslada a la educación a pesar de todo? Momentos como estos podrían explicarlo: «Una vez hicimos como un taller con todos los muchachos de quinto de secundaria, les pedimos escribir cartas a sus padres o a las personas que sintieran más cercanas y significativas en sus vidas. Fueron varios los que me escribieron una carta a mí. Me sorprendió. No tenía idea de cuánta repercusión estaba teniendo mi trabajo en las vidas de mis estudiantes».
A Lourdes no le desagradaba su carrera original, pero sentía a la vez que el mundo del comercio exterior y las finanzas giraba alrededor de los productos, no de las personas. Sentía que se estaba deshumanizando. «Educación, por el contrario, es un modo de vida, es un conjunto de experiencias donde la persona está en primer lugar, puedes ver al otro y puedes verlo sin prejuicios, puedes ver su corazón».
Para Natalia, la educación es una carrera muy gratificante. Permite acompañar un proceso y eso le apasiona, ver cómo empieza y cómo termina un estudiante luego de una serie de experiencias. «Me encanta ese vínculo con las personas, es de las cosas más lindas de la carrera, no concibo un docente que no haya creado vínculo cercano con el estudiante. Y, claro, también te obliga a mirarte a ti misma todo el tiempo, a tratar de ser tu mejor versión siempre».
A Nayvi la educación le ha dado un propósito personal. «Vine a esta experiencia como un libro en blanco, buscando algo. Ahora todo tiene un sentido, puedo retribuir lo que he aprendido, lo que he encontrado, todo lo que me apasiona. Incluso me ayudó a sanar mi yo adolescente. Ahora sé que quiero ayudar a que más chicos puedan vivir una vida más significativa. Me siento muy bendecida, muy agradecida también».
Yossy tiene motivos similares: «Descubrí que desde esta profesión podemos aportar mejor. Todo es muy genuino. No nos vamos a volver millonarios, eso es seguro, pero hay satisfacciones más importantes. He conocido profesores que trabajan con todo el amor del mundo, conscientes del impacto de su rol y que aceptan esa responsabilidad. Siento que soy más necesaria en educación que en mi carrera anterior».
Para Luigi, esta experiencia le ha permitido descubrir la complejidad del país. «En la escuela convergen distintos actores con motivaciones diversas, distintas formas de pensar y entender el mundo, y todo eso te lleva a valorar o cuestionar lo que piensas, a encontrar el punto en donde todo confluye, aun asumiendo alguna pérdida para lograrlo. Estar en el aula te da una perspectiva totalmente distinta, si sabes apreciarla».
Sannia siente que vivió una transformación personal. «Cuando empecé a conectar con mis estudiantes, a conocer sus historias personales, sus experiencias de pobreza, violencia y maltrato, recordaba mi propia historia de vida, cuánto me costó salir adelante y tener una carrera universitaria, cómo me hubiera gustado que alguien venga y me diga tú puedes, lo estás haciendo excelente. Ahora, esa persona era yo para mis estudiantes. Ahora yo podía hacer el cambio. La educación es una herramienta transformadora, con ella puedes lograr grandes cosas, te da un propósito, me hace sentir plena».
Franco tiene claro lo que esto significa, más allá de las ganancias personales. «Creo que en la siguiente generación que va a liderar la educación peruana, habrá un grupo conformado por estos muchachos, no sé de qué tamaño, pero ahí estarán. Por eso, siento la urgencia de que logren tener sólidas reflexiones sobre lo que significa tomar la posta, sobre la historia de nuestro país y de su educación, sobre el camino recorrido hasta ahora, que sean capaces de entrar al dialogo y al debate. Mi expectativa es construir eso en la próxima década».
La controversia
Hay quienes cuestionan que a profesionales no docentes se les permita enseñar en un aula por carecer de la preparación necesaria. Es verdad, la docencia es una profesión compleja que ya no consiste en hablar por horas delante de una clase. También es cierto que, matices más matices menos, en buena medida seguimos en lo mismo. Acompañar procesos de crecimiento en habilidades de pensamiento y resolución de problemas, los grandes retos de la educación actual, demanda cualidades especiales.
Ahora bien, todos nuestros entrevistados cuentan que ninguno entró al aula sin una preparación previa y que se les acompañó siempre, técnica y socioemocionalmente. Claro que eso no los libra del error. Susana Frisancho, destacada psicóloga y catedrática de la Universidad Católica, ha discutido con argumentos determinados procedimientos empleados por algunos de estos jóvenes en su labor de enseñanza. Técnicamente, sus críticas son correctas. Visto globalmente, sin embargo, el tema parece ser bastante más complejo.
Veamos. Una cosa es interesar a profesionales de diversas carreras a estudiar pedagogía para ingresar a la docencia en las escuelas públicas y fortalecerla ¾en países como Finlandia se estudia otra carrera antes de hacer la de docencia¾ y otra muy diferente es permitir hacer docencia a profesionales de diversas carreras para persuadirlos luego de quedarse en la educación. La primera ruta no parece haber ganado a muchos. La segunda está ganando un contingente numeroso de jóvenes que, además del valor agregado de su primera carrera, ingresa motivado y comprometido.
El Reglamento de la Ley General de Educación dice que es obligación del Estado peruano asegurar la universalización de la educación y que eso implica «contar con docentes y profesionales no docentes competentes y en cantidad suficiente para atender las necesidades del servicio educativo». Más aún, desde 1949 el ministerio de educación condecora a profesionales de diversas carreras «que destacan por su aporte significativo a la educación». Las llamadas Palmas Magisteriales tienen como distinción mayor la categoría de Amauta, y en los últimos 72 años ha sido otorgada, entre otros, al escritor y periodista Ricardo Palma, a los arqueólogos María Reiche y Julio César Tello, al psiquiatra Honorio Delgado, al antropólogo y escritor José María Arguedas, al escritor Julio Ramón Ribeyro, al economista Carlos Amat y León, al sociólogo Julio Cotler. El Estado peruano también ha condecorado a diversos profesionales que, sin ser docentes o intelectuales de renombre como los mencionados, ejercen o han ejercido la docencia y cuya trayectoria represente una contribución a la educación nacional.
A pesar de todo, la discusión estará siempre abierta. En una sociedad tan diversa, lo que a unos entusiasma, a otros les molesta. En todo caso, los jóvenes que han dado aquí sus testimonios están abiertos a ser auscultados desde la percepción de sus estudiantes, de sus padres y de los directores de las escuelas en las que trabajaron, así como desde las evidencias de progreso de sus alumnos. Esa es otra historia para contar. Lo que no parece ser discutible es que esta experiencia a ellos les cambió la vida.
Lima, 14 de julio de 2022