Pierre Castro Sandoval / Perú21
Si quieres saber de mi vida/ Vete a mirar al mar
Martín Adán
Esto sucedió ayer. Caminaba con mis alumnos por la Bajada Balta. Era de noche y lloviznaba. El camino de piedras húmedas brillaba como una anguila bajo la luz de los faroles. Estábamos siguiendo la ruta de un cuento de Vargas Llosa que sucede en Miraflores en los años 50. El cuento se llama Día domingo y trata de dos amigos que están enamorados de la misma chica. Miguel se le ha declarado esa mañana en el Parque de Miraflores pero Flora le ha dicho que lo tiene que pensar y lo deja tirando cintura bajo los ficus de la avenida Pardo. Miguel sabe que por la tarde su pata Rubén también le va a caer y que su hermana Martha les hará corralito, así que decide evitarlo a toda costa. “No permitiré que me haga esa perrada” se dice mientras enrumba hacia el bar donde sabe que encontrará a su mancha: Los Pajarracos.
Miguel llega y les invita a todos bistecs a la chorrillana y chelas con la condición de que Rubén se quede. Rubén sabe y Miguel sabe que Rubén sabe lo que trama, pero ninguno menciona a Flora. Se beben la cerveza y la furia en silencio. Hasta que en medio de la borrachera y el ardor de los celos, terminan insultándose y retándose a nadar hasta la reventazón, en pleno invierno y bien borrachos. No les voy a contar el desenlace del cuento para que lo busquen y lo lean. Solo les adelanto que es probablemente el mejor cuento del único libro de cuentos de nuestro Premio Nobel.
La vaina es que ayer iba yo con una veintena de mis alumnos, bajando rumbo al mar de Miraflores como si nosotros fuésemos la mancha de pajarracos friolentos y enfurecidos. Cada que avanzábamos un tramo parábamos y leíamos unos párrafos para ver si Miguel y Rubén no se estaban ahogando. Leímos bajo el hermoso arco del Puente Villena, leímos sobre los autos que a toda velocidad cruzaban la Costa Verde rumbo a Magdalena y terminamos el cuento sobre las piedras de la orilla, con la espuma salpicándonos los jeans y el olor del fitoplacton despejando de smog nuestras narices.
Al terminar el cuento miramos alrededor. La playa estaba desierta salvo por un solitario viejito que pescaba con su hilo de nylon y que nos pidió que dejáramos de tirar piedras al mar porque le estábamos espantando a los peces. Mis alumnos se pusieron a recoger muymuys y conchitas, otros se sentaron a fumar un pucho y varios estuvieron sacándose fotos. Yo me quedé callado junto a ellos, oyéndolos conversar de pastrulada y media.
Esa fue nuestra última clase.
Después volvimos a subir hasta el parque y antes de despedirnos, estuve resolviendo sus últimas dudas sobre el trabajo final que tienen que presentar la otra semana. Entonces, por las preguntas tan descabelladas que me hacían, me di cuenta, no solo de que casi ninguno había leído las instrucciones que yo les había mandado, sino de que se habían olvidado casi todo lo que les había enseñado en el curso. Me di cuenta de que si en ese momento les preguntaba cuál era el conflicto de Día domingo o qué tipo de narrador usaba Vargas Llosa en este relato, iba a resetearles el cerebro. Y ya me estaban entrando las ganas de agarrarlos a machetazos cuando pensé: bueno, pero al menos de esta noche no se olvidarán. Y los dejé ir.
Fuente: Perú21 / Lima, 06 de junio de 2016