Luis Guerrero Ortiz / EDUCACCIÓN
En 1996, Jaques Delors, presidente de Comisión Internacional sobre la Educación para el Siglo XXI, presentaba a la UNESCO su informe La educación encierra un tesoro, donde se afirmaba que la misión de la educación debía ser la de «permitir a todos sin excepción hacer fructificar todos sus talentos y todas sus capacidades de creación». Ese mismo año, el destacado educador brasileño Paulo Freire publicaba su libro Pedagogía de la autonomía, donde sostenía que «enseñar no es transferir conocimientos, sino crear las posibilidades para su propia producción o construcción». Howard Gardner, el investigador de Harvard creador de la teoría de las inteligencias múltiples, diría después que, en adelante, lo esencial en la educación de las personas debiera estar en posibilitarles «pensar como se piensa en las principales disciplinas», es decir, aprender sus maneras de investigar, razonar y producir conocimiento, antes que limitarse a reproducir las afirmaciones y datos generados por ellas.
Veinte años después, estas tesis representan un consenso muy extendido en la comunidad internacional y han teñido de manera notoria las reformas y políticas curriculares del siglo XXI en todo el planeta. Sin embargo, donde no han logrado echar raíces profundas es en la comunidad docente ni, paradójicamente, en el sentido común del ciudadano promedio. En ambos casos, continuamos anclados a la idea que se ha tenido de la educación desde el surgimiento de los sistemas educativos a finales del siglo XVIII, es decir, a la idea de la educación como transmisión, acumulación y reproducción del conocimiento.
Desde las reformas curriculares de fines del siglo XX, las políticas de formación docente en el Perú, en general, han permanecido atrapadas en un falso dilema: enriquecer el repertorio didáctico de los profesores aportándole metodologías activas o subsanar los vacíos de su formación inicial, reforzando sus conocimientos disciplinares. Es decir, no se han hecho cargo del impacto profundo que ha representado este cambio de horizonte de la educación en las tradiciones pedagógicas fundacionales de los sistemas educativos, ni de la consiguiente ruptura con un modelo de rol docente no apto para producir el tipo de resultados que los nuevos currículos han empezado a demandar a las escuelas.
Si ya no se espera de los sistemas educativos que mantengan la función difusora de conocimientos con la que nacieron en los albores de la revolución industrial, insostenible además en el contexto de sociedades con muchísimo más acceso a la información que las de hace tres siglos, sino que enseñen más bien a producirlo, la primera ruptura de la que hay que hacerse cargo está en el modo de relacionarse con el conocimiento. El docente ahora tiene que propiciar en los estudiantes una relación más crítica con la información y estimular su capacidad de pensar, pues generar nuevo conocimiento supone saber hacer uso reflexivo y creativo de ella de cara a desafíos complejos de la realidad.
La segunda ruptura tiene que ver con el modo de relacionarse con los estudiantes. Si se trata de aprender a razonar como lo hacen las disciplinas, a decir de Gardner, y a construir conocimientos como afirma Freire, el aprendiz ya no puede seguir siendo un receptor pasivo. Necesita más bien indagar, opinar, debatir, cotejar, entrar en diálogo crítico constante con sus compañeros y con el profesor. Para que esto ocurra, el docente ya no puede monopolizar la palabra ni acaparar protagonismo, por el contrario, debe saber interactuar en el aula con distintos puntos de vista, así como con la diversidad de estilos y temperamentos de las personas que los sustentan.
Ambos cambios suponen giros de 180 grados en aquello que David Tyack y Larry Cuban denominaban «gramática escolar» (2001), es decir, en el conjunto de reglas, hábitos y prácticas que estructuran cotidianamente el trabajo pedagógico de los maestros en las escuelas, naturalizando una manera de enseñar básicamente centrada en el docente. En 20 años de reforma curricular en el Perú, las políticas de formación docente no han logrado modificarla sustancialmente. Si bien es cierto se ha logrado introducir en los hábitos de enseñanza algunas pautas metodológicas para propiciar una mayor participación de los estudiantes en actividades didácticas, en general, la enseñanza continúa centrada en las intenciones del docente, en los contenidos que quiere dejar fijados en sus alumnos y en los plazos establecidos por la administración para completar un programa de estudios.
Ocurre que un cambio en las reglas de la vieja gramática escolar trastoca por completo el concepto de enseñanza, modifica el rol docente y representa un giro en el sentido mismo de la profesión. La relación crítica y creativa con el conocimiento como nexo entre la teoría y la práctica, no es la lógica con que los centros de formación docente preparan a los futuros maestros ni es lo que observan hacer en los espacios de práctica pre-profesional. La interacción empática y reflexiva con los estudiantes, respetando su diversidad, tampoco es un rasgo que la caracteriza ni que se encuentra con facilidad en las escuelas del mundo real. Una enseñanza volcada en las necesidades de la persona que aprende obliga al docente a descentrarse, a vincularse con la subjetividad de sus alumnos, a abrirse a su diversidad en lo que aporta como recurso y en lo que representa como desafío.
Michael Barber y Mona Mourshed (2008) sostienen que «los sistemas educativos con más alto desempeño reconocen que la única manera de mejorar los resultados es mejorando la enseñanza: el aprendizaje ocurre cuando alumnos y docentes interactúan entre sí. Es por ello que mejorar el aprendizaje implica mejorar la calidad de esta interacción».
No obstante, la capacidad de interactuar con los estudiantes desde una relación más crítica con el conocimiento, no ha formado parte de las acciones formativas dirigidas a los docentes en ejercicio, manteniendo tercamente su foco en las didácticas. Podría decirse que el aprendizaje de didácticas activas puede hacerse de dos maneras: entrenando las habilidades que requiere la interacción social, el pensamiento divergente y el manejo reflexivo de procesos inductivos de aprendizaje; o aprendiendo a reproducir una secuencia instruccional salpicada de momento de interacción, reflexión y participación. Sensiblemente, la formación docente se ha enfocado básicamente en lo segundo, saltándose sus prerrequisitos y dejando un amplio margen de error a la posibilidad de un manejo diestro de este tipo de metodologías.
Por fortuna, existen hoy en día mejores condiciones que en periodos anteriores para dar un giro significativo en las políticas de formación. El año 2012 se aprobó el Marco de Buen Desempeño Docente, un importante instrumento de política que define las nueve competencias profesionales a las que deben dirigirse las políticas de formación y evaluación docente en adelante. Tres de ellas plantean tres tipos de desempeño para lograr efectividad en la enseñanza: la generación de un clima de aula motivador y colaborativo, la conducción flexible de la clase teniendo en cuenta la diversidad del aula y la evaluación permanente de los progresos de los estudiantes.
En otras palabras, generar interés en lo que se necesita aprender es todo un arte que el docente debe saber manejar, tanto como el lograr que todos se apoyen mutuamente en ese empeño. Conducir la clase manejando situaciones inesperadas sin perder el foco en el propósito es otra habilidad fundamental, tan importante como la de sostener la motivación del grupo a lo largo del todo el proceso y el propiciar el uso consistente del conocimiento en la resolución de situaciones retadoras. Finalmente, necesita demostrar también habilidad para observar, registrar y valorar los avances y dificultades de sus alumnos, a fin de poder prestarles el apoyo que cada uno necesita en el momento oportuno.
Solo estas tres competencias echan bastante más luz al escenario del aula, dejando atrás la imagen del docente como un simple aplicador de secuencias didácticas universales y planes predefinidos, sea por ellos mismos, por los autores de algún libro escolar o por la propia autoridad educativa. Pero en la media que retan la cultura, necesitan ser objeto de formación a largo plazo.
Hoy contamos con 372,232 docentes que trabajan en instituciones educativas públicas, siendo que el 29% de ellos se desempeñan en las zonas rurales. El Estado ha invertido solo este año 2017, 534 mil millones de soles en acciones de formación docente. Esta inversión podría optimizarse si en adelante ponemos el acento –por primera vez en la historia de las políticas formativas en el país- en metas graduales de cambio en la calidad de las prácticas pedagógicas antes que en los montos de inversión o en las cuotas de cobertura. Un paso que hoy se puede dar porque estas competencias ya cuentan con estándares de desempeño y progresiones por niveles de logro, que permiten dibujar itinerarios formativos susceptibles de ir avanzando de menos a más.
Adicionalmente, la estrategia de acompañamiento pedagógico al docente, a la que se ha dedicado un porcentaje significativo del presupuesto invertido en acciones formativas en lo que va del año, ha evolucionado notablemente respecto del estándar en el que inició el año 2007, ganando mayor institucionalidad. Se cuenta, por ejemplo, con procedimientos de selección de acompañantes basados en un perfil y una evaluación técnica, así como con una propuesta formativa para estos agentes. La planificación del acompañamiento se hace ahora en base al diagnóstico de las necesidades formativas de los docentes acompañados y hay un sistema de seguimiento y evaluación de la estrategia, en base a indicadores comunes. Además, se vienen realizando diversos estudios sobre su implementación desde los últimos 5 años, a fin de recoger evidencias que permitan corregir sesgos o errores y mejorar de manera continua.
Finalmente, está en proceso de culminación un posgrado en gestión escolar con liderazgo pedagógico para 15 mil directores y directivos de instituciones educativas públicas, el primero de su tipo, enfocado en el desarrollo de capacidades de gestión de la calidad de la enseñanza y el desarrollo del currículo. La expectativa es empezar a dar un giro en el enfoque de la gestión escolar y hacer del director no un simple administrador sino un agente activo a favor de la mejora de los aprendizajes. En paralelo, hay medidas en marcha para irlo despejando gradualmente de la sobrecarga administrativa que ha pesado históricamente sobre sus hombros y que lo ha vuelto prisionero del circuito burocrático del Estado.
Naturalmente, toda política educativa por bien concebida que fuere, corre riesgos de distorsión cuando entra en proceso de implementación, pues el Estado en general y el sector público de educación en particular es una organización voluminosa, compleja, lenta y heterogénea en sus niveles de calidad en la gestión de los procesos que pone en marcha. Hecho que se complica aún más en un territorio tan vasto y diverso como el que representa el país y en un escenario con intereses tan diversos, algunos extremadamente sensibles y reactivos a los cambios en el statu quo. Eso vuelve aún más críticas las medidas de seguimiento, los sistemas de alerta y los mecanismos de respuesta rápida ante los problemas, tanto como la coordinación entre el Estado Nacional y los Gobiernos Regionales.
No obstante, Linda Darling-Hammond (2001) sostenía con razón que «cuando todo está dicho y hecho, lo realmente decisivo para el aprendizaje de los alumnos siguen siendo los compromisos y las competencias de los profesores… Aunque aspectos como los estándares, la financiación y la gestión son soportes esenciales, el sine qua non de la educación es si los profesores son capaces de conseguir que todos y cada uno de los alumnos diferentes accedan a aprendizajes relevantes». Confiamos en que esa consciencia se consolide y amplíe no solo al interior del Estado sino de la sociedad misma, pero sobre la base de un concepto radicalmente distinto de la profesión docente, mucho más pertinente con el tipo de aprendizajes que el país y nuestras jóvenes generaciones necesitan lograr.
Lima, 6 de noviembre de 2017