Formación docente: con el debido respeto

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Editorial

En el pasado, era bastante común que las decisiones de política educativa se tomaran en base a la inspiración de la autoridad de turno, es decir, a una súbita iluminación que, algunas veces, podía ser portadora de genialidad, pero muchas otras, de intereses particulares que aparentaban ser públicos. Naturalmente, nos referimos a aquel tipo de autoridad –que aún no se puede declarar en extinción- a la que le bastaba su inestimable experiencia personal para (creer) saberlo todo.

Cuando el sustento técnico de las decisiones empezó a cobrar mayor valor en la gestión pública, se hizo cada vez más fuerte en los distintos sectores del Estado la necesidad de construir argumentos que las justifiquen y de apoyarse en evidencias sólidas. Tanto así que, en los últimos años, el margen para la arbitrariedad en las decisiones –una obstinada tentación en los círculos del poder- se redujo significativamente. Uno podía estar en desacuerdo con una u otra, pero ahora había que argumentar en contrario y buscar evidencias que respalden una postura distinta.

Es por eso que ha causado profunda extrañeza y preocupación que una dirección del Ministerio de Educación haya puesto en consulta un perfil de egreso para la formación inicial docente, distinto del que el propio Ministerio venía elaborando desde el 2016, validado a través de un largo proceso de estudios y consultas técnicas. Un proceso que supuso no solo definir las capacidades que debería exhibir el egresado de un instituto pedagógico (IESP), sino las que debería exhibir su formador y los directivos de la entidad para garantizar ese resultado. Un proceso que involucró a las propias instituciones formadoras –directivos y docentes- a través de sucesivas consultas, incluida una investigación de campo, y que caminó  a la par del rediseño institucional de los IESP. Una página que parece haber sido arrancada, para ser sustituida por otra, sin mediar explicación alguna.

En la época en que las decisiones de política educativa eran básicamente discrecionales, los ministros de educación no duraban más de un año en el cargo, y cada sucesor volvía a empezar de cero, denostando a su antecesor. La superación de ese estatus de precariedad parecía haberse al fin conseguido, cuando observamos continuidad en las políticas de formación docente a lo largo de seis años consecutivos, y un criterio definitivamente más técnico en la adopción de medidas e iniciativas importantes. Regresar ahora a lo que un Andy Hargreaves podría haber calificado como el estadio pre-profesional de las políticas públicas, sería muy grave. Particularmente contradictorio para un país que cree posible ingresar a la OCDE, es decir, al club de los países con el más alto estándar de desarrollo institucional.

Pero eso no es todo. Si miramos el contenido del perfil propuesto nos vamos a encontrar con una sorpresa adicional. El perfil propuesto no menciona ni toma en cuenta el Marco de Buen Desempeño Docente, norma vigente desde el 2012 y que constituye el referente obligado para la evaluación y la formación de los maestros. Las consecuencias son graves. Si la formación inicial ignora las nueve competencias profesionales del Marco de Buen Desempeño, estará perjudicando e inhabilitando a los maestros para afrontar las evaluaciones de la carrera pública, y los pondrá en inferioridad de condiciones para atender las demandas de la política educativa. Por el contrario, todos los perfiles que el ministerio de educación consultó y concertó hasta mediados del 2017 fueron hechos en armonía con las competencias del Marco.

Finalmente, no menos serio es el deficiente manejo del enfoque de competencias que exhibe esta nueva propuesta. El abecé del enfoque indica que toda competencia se formula describiendo un desempeño demostrable y, por lo tanto, evaluable. No obstante, las diez competencias planteadas han sido redactadas como objetivos generales, con un nivel de abstracción tal que se asemejan más a conceptos o principios que a acciones observables. Más aún, las evidencias de desempeño que se desprenden de ellas muestran una afinidad en muchos casos vaga, indirecta o arbitraria con la competencia, por lo que mal podrían considerarse indicios que verifiquen su cumplimiento.

Si un documento oficial de esta envergadura, que está llamado a ser modelo para institutos y universidades, muestra tan clamorosa insolvencia en el manejo del enfoque del currículo de formación, ¿qué le podremos pedir a las instituciones formadoras en términos de calidad y consistencia?

La educación nacional no merece regresar a manejarse de esta manera. Las malas prácticas en el diseño de políticas públicas, no pueden volver a regir las decisiones del sector. Menos aún en un terreno tan delicado como el de las políticas docentes, que necesitan manejarse con seriedad y responsabilidad. Es decir, con el debido respeto.

Lima, 29 de mayo de 2018