Santiago Roncagliolo / El Comercio
Los amigos de Rodrigo usaban armas. Y no precisamente pistolitas: fusiles AKM O AK47, semiautomáticas UZI. El tipo de cosas que se llevan a la guerras. Los adolescentes de su barrio las portaban por debajo de la camisa, o al descubierto. Las armaban y desarmaban en sus casas, con sus hermanitos jugando alrededor. Las empuñaban por la calle, solo para pavonearse. Las armas de fuego les daban estatus. Esa es una palabra que Rodrigo usa con frecuencia. Estatus.
Él prefería mantenerse al margen. Tenía un trabajo normal en una agencia de mudanzas. Su jefe hasta le prestaba una bicicleta para ir y volver de su casa. Hasta que se produjo un enfrentamiento entre las bandas del barrio: el Comando Rojo contra el Tercer Comando. La batalla se prolongó dos o tres días. Durante ese tiempo, Rodrigo no pudo salir de su casa a riesgo recibir un balazo.
Su jefe pensó que había abandonado el trabajo y, de paso, se había robado la bicicleta. No sólo lo despidió. También lo denunció a la policía.
-Me puse furioso -recuerda Rodrigo, veinte años después de eso-. Era tan injusto… A los dieciséis años, no tienes cabeza para pensar. La rabia te gana. Se adueña de ti. Empecé a salir más con los chicos del crimen. Almorzaba con ellos. Fumaba marihuana con ellos. De vez en cuando, les echaba una mano en sus negocios. Llevaba un paquete a un lado u otro. Alertaba cuando la Policía llegaba al barrio…
Un día, huyendo de una redada policial, a uno de sus amigos se le cayó un paquete de cocaína. Rodrigo lo recogió y lo entregó a los jefes del Tercer Comando. Así se ganó fama de confiable. La confianza es un capital valioso en un mundo donde muchos venden a sus camaradas. Rodrigo fue aceptado en la organización. Durante los siguiente diez años, se dedicó a lo que llama “el crimen”.
Recibió un rifle FAL. Y se curtió en conflictos urbanos. Ganaba trescientos reales -poco más de cien dólares- por semana, y algunas primas por méritos especiales. Una vez, durante un tiroteo con la Policía, Rodrigo se quedó después de que sus compañeros salieran corriendo. Salvó la vida de su jefe. Incluso salvó a otro jefe, al que no tenía por qué proteger. Lo ayudó a saltar un muro para escapar, y su valor fue recompensado con más responsabilidad. Y estatus.
Sin embargo, él no estaba contento. Sabía que se estaba jugando el pellejo. Además, creía en Dios. Aún cree. Su fe le decía que no actuaba correctamente. Y entonces, llegó el tiroteo final.
Para su último enfrentamiento contra el Comando Rojo, en el año 2006, Rodrigo se parapetó detrás de un muro, disparando hacia adelante. No vio que un enemigo se acercaba por el costado. Dieciséis balas agujerearon su mochila y se incrustaron en las paredes. Otra le dio en el dedo que jalaba el gatillo. Una más, en el que sostenía el cañón. Perdió ambos. La tercera, le abrió la barriga en dos. La cuarta le entró por un lado, abajo de las costillas, y llegó hasta el otro. Aún está ahí. Uno puede tocar el metal del casquillo en su derecha, y ver la cicatriz por donde entró, a su izquierda.
Después del tiroteo, de milagro, uno de sus amigos lo llevó al hospital. Rodrigo ingresó ensangrentado y aterrado, pero a tiempo.
-Ese día, Dios me dio una nueva oportunidad. Una nueva vida.
Muchos de sus compañeros acabaron huyendo después de ver la muerte de cerca. El jefe al que Rodrigo salvó, ahora es pastor evangélico en Bahía. El que llevó a Rodrigo al hospital, vive hoy en Suecia. Pero Rodrigo no podía irse a ninguna parte, porque ya tenía hijos. Debía ocuparse de ellos.
Así que tenía dos problemas:
¿Cómo dejar atrás su pasado?
Y ¿Cómo evitar que sus hijos lo repitiesen en el futuro?
Marea roja
La mayoría de turistas de Río de Janeiro se alojan en las playas de Copacabana, Ipanema o Leblon. Desde ahí, Brasil es un país de caipirinhas, volley de playa y discotecas. Los más hipsters pueden optar por Santa Teresa, una zona antigua con azulejos de estilo portugués, donde acaba de inaugurarse un hotel diseñado por Phillipe Starck. Siguiendo por la costa, en los barrios con nombre de equipos de fútbol -Botafogo, Flamengo-, reside la extensísima clase media de la mayor potencia económica sudamericana.
Pero más allá, en el centro, comienza el túnel Marcello Alencar. Y termina el sueño brasileño.
Como si llevase a otro planeta, el túnel Alencar desemboca en Cajú, una zona de descascarados almacenes portuarios y plantas industriales. Entre las avenidas Brasil, Línea Amarilla y Línea Roja, se respira uno de los aires más contaminados del país. Ahí se encuentra la favela Maré.
Para entrar en la favela, hemos recibido severas instrucciones de seguridad: no llevar jeans, polos negros o lentes oscuros, para no parecer policías. Bajar las ventanillas del carro, para que se sepa quiénes van adentro. No mencionar al Comando Rojo o al Tercer Comando. No permanecer ahí después de que oscurezca. Y en ningún caso, dirigir nuestras cámaras a los jóvenes armados que circulan por las calles.
En Maré, hay más puestos de vigilancia de los que he visto en Palestina o en zonas de emergencia del Perú. Hombres con radios y chalecos antibalas se apuestan en las esquinas. Adolescentes con fusiles de asalto y pistolas circulan por las calles, caminando o en moto. Sin embargo, ninguno de ellos aparecerá en estas páginas. Si nosotros disparamos nuestros flashes, ellos dispararán los suyos.
Maré significa “Marea”. Hace sesenta años, el mar cubría toda la zona. Los migrantes que llegaron a Río para trabajar en las infraestructuras, como el puerto o el túnel Alencar, instalaron palafitas sobre columnas de madera, como las amazónicas, y se quedaron a vivir ahí. Lo hicieron todo solos. Ganar espacio al mar, construir las casas, conectarse ilegalmente a los servicios públicos… Hoy, aunque el censo oficial registra 161 mil habitantes, los trabajadores sociales calculan por lo menos 200 mil. En total, Río cuenta con 763 favelas pobladas por 1,4 millones de personas.
En los años sesenta y setenta llegaron a la Maré miles de guerrilleros angoleños que huían de la guerra. Sabían usar armamento pesado. Y entendían de organización social. En los ochenta, la cocaína entró en las grandes ciudades del Brasil, y con ella, la única actividad económica sostenible en las favelas. El Comando Rojo se convirtió en un Estado paralelo, a cargo de los servicios, los impuestos y la seguridad. En los noventa, una nueva banda, el Tercer Comando, comenzó a disputarle el terreno. Desde entonces, la edad de los soldados ha ido descendiendo. Hoy, niños de once años llevan armas de combate.
Cuando caminas por las calles de la Maré, toda la gente que ves tiene que ver con el negocio. Por supuesto, los vigilantes armados. Y algún que otro adolescente, que se lía un cigarro de marihuana en una esquina. Pero también los niñitos, que corren de un lado a otro avisando si aparece algún extraño. Y la señora que juega cartas en la vereda, que les hace de comer a los bandoleros. Y la camarera del bar, donde ellos se reúnen para escuchar forró a todo volumen, luciendo sus enormes relojes dorados. Y el mecánico que arregla sus motos. La venta de drogas es aquí lo que la minería para el Perú o el turismo para España.
El tráfico está tan integrado en la vida de la favela que incluso cumple ciertas normas para no perturbar a la comunidad. Por ejemplo, en la Maré se trabaja con cocaína y marihuana, pero no con crack. El crack vuelve demasiado locos a sus consumidores y altera la convivencia. Además, en la medida en que la bandas funcionan como el único estado real, sus miembros garantizan la seguridad: no hay asaltos ni hurtos, porque cada centímetro cuenta con vigilancia.
En realidad, las batallas más violentas ocurren cuando llega la Policía. En la Maré entra con frecuencia la tropa de élite: el Batallón de Operaciones Policiales Especiales o BOPE. Sus efectivos llegan en vehículos abiertos, armados con fusiles, vestidos con uniforme de camuflaje y acorazados. Si se encuentran en las inmediaciones, los sistemas de alerta del barrio se disparan. Las radios echan humo alertando de sus movimientos. Los padres -sobre todo, las madres- corren a sacar a sus hijos del colegio. Las motos con gente armada zumban de un lado a otro.
Cuando los BOPE desembarcan en el barrio, se desata una serie de sonidos que los pobladores conocen y distinguen. Primero, las bandas disparan fuegos artificiales para informar dónde es el ataque y llamar refuerzos. A continuación, los agentes abren fuego. En un tercer momento, las bandas responden con sus propios disparos. El sonido de las ráfagas cruza el aire al menos dos veces por semana.
Pasear por la Maré es recorrer una zona de guerra. Abundan fachadas y coches agujerados por las balas como quesos gruyere. En el tejado de Rodrigo, encuentro el casquillo de una bala perdida.
Sin embargo, para mi sorpresa, los pobladores con que hablo se ponen masivamente del lado de los traficantes. Yo los llamo “narcos” pero la gente aquí los llama “bandoleiros”, una palabra de resonancias épicas. Estos pobladores -señoras, vendedores e incluso funcionarios que rehúsan ser identificados- sienten que el Estado solo entra en el barrio para disparar, y que los narcos son su única defensa.
Según ellos, cuando la Policía asalta una “boca de humo”, como llaman a los puestos de venta de drogas, suele ser para hostigar a una banda y cobrarle sobornos. E incluso cuando no, es despiadada. El director de un colegio público afirma que los policías suelen usar los colegios como barricadas, porque saben que los traficantes no dispararán contra sus propios hijos.
Me cuesta creer estas versiones. Temo estar siendo manipulado por una mafia. Sin embargo, uno de los días que pasamos en la favela, se produce un operativo policial. En la Maré, la gente se encierra en sus casas. En la Villa Olímpica, se interrumpe la fiesta de inicio de un curso deportivo. La maestra de ceremonias usa el micrófono para ir avisando hacia dónde se desplaza la batalla, y quiénes pueden salir. Se cierra la avenida Brasil.
Al día siguiente, las noticias hablan de María Eduarda Alves, una niña de trece años muerta a balazos mientras practicaba Educación Física a las puertas de su colegio.
Por si me queda alguna duda, ese mismo día, la televisión enseña a los policías militares paseándose tranquilamente entre los heridos tras el enfrentamiento. No saben que los filma una cámara amateur, así que avanzan tranquilamente, paso a paso. Recogen del suelo un rifle y ejecutan a los heridos a sangre fría.
Al divulgarse el video, la Policía Militar tiene que comprometerse a investigar esos hechos. Pero solo en Río, los agentes mataron a más de 8000 personas entre 2006 y 2015. Y la tasa de resolución de homicidios es del 8%. Como casi nunca hay cámaras, la mayoría de los muertos -y de los asesinos- son invisibles.
El oasis
-Tengo dos edades. La verdadera y la mentirosa.
Amaro Domingues nació hace 84 años. Pero nadie puede probarlo. Sólo cuando cumplió cinco, le explicaron a su padre que debía inscribirlo en el registro civil. Como el señor Domingues no entendía de qué se trataba eso, registró como fecha de nacimiento el mismo día de la inscripción. La edad que aparece en los documentos de Amaro, 79 años, no es la de su llegada al mundo, sino la de su existencia legal.
Desde entonces, Amaro siempre se ha debatido entre la vida real y la oficial. En su pueblo había colegio, pero no profesor, de modo que no tuvo educación formal. Ya adolescente, cuando decidió entrar en la fuerza aérea, resultó que los analfabetos no podían entrar. Sus amigos de otros pueblos le enseñaron a leer y escribir por las noches. Y aprobó los exámenes del certificado escolar sin ir a la escuela.
En los años sesenta, trabajó como conductor de vehículos pesados, y entró en el sindicato de transporte urbano. Gobernaba Brasil una dictadura, y Amaro siguió curtiéndose en conseguir cosas del Estado que parecían imposibles. Luchó por abrir un colegio en la Maré. Por desviar el estero para no vivir sobre el agua. Por remplazar las palafitas con casas. Ha sido un líder de la favela durante décadas. Caminar por las calles junto a él es imposible, porque la gente se le acerca a contarle sus problemas, pedirle trabajo, o intercambiar bendiciones.
-No sé ni por qué estoy aquí -confiesa-. Ni siquiera vivo aquí. Además, estoy jubilado. Pero supongo que Dios sí lo sabe. Y si lo sabe Él, a mí me basta.
Amaro es evangélico. Todas sus palabras, especialmente sus discursos públicos, vienen acompañadas por celebraciones de la divinidad. La religión forma parte esencial de la organización social de la Maré. En cada calle, hay un salón de belleza, un colmado y un templo. Católicos, evangélicos y practicantes de cultos africanos articulan movimientos que interactúan y conviven entre sí. Hasta los bandoleros son creyentes. Por la noches, mientras hacen guardia, pequeñas procesiones transitan entre los puestos de vigilancia y rezan con ellos.
Sin duda, la religión le da al Señor Amaro la fuerza que necesita para seguir luchando. Durante el gobierno de Fernando Henrique Cardoso, cuando el ministro de deportes era Pelé, Amaro viajó a Brasilia. No paró hasta entrevistarse con el ex jugador y convencerlo de que la Maré necesitaba con urgencia un centro deportivo, algún lugar donde los chicos pudiesen pasar el día lejos de las drogas y de las armas, entretenidos en actividades más sanas.
Así nació la Villa Olímpica. La Villa Olímpica de la Maré no es solo un centro deportivo. Es el lugar de las asambleas políticas: cuando vino el alcalde, dio su discurso acá. También es el local comunal donde se realizan fiestas y eventos sociales. Y es la academia de artes. Cuando llueve, en la cancha techada se realizan simultáneamente los cursos de artes marciales, baloncesto, ballet y samba.
La Villa está situada precisamente en el límite territorial entre el Comando Rojo y del Tercer Comando, la frontera más tensa del barrio. Pero se considera zona liberada. Está prohibido entrar en ella con armas. Ni siquiera se debe entrar con mala cara. En su interior, la gente puede bañarse en la piscina, jugar a algún deporte, incluido el tenis, o simplemente dar vueltas alrededor de la cancha de fútbol. En la Maré no hay más zonas verdes ni espacios para caminar, de modo que todos están de acuerdo en preservar este santuario. Hasta los narcos guardan a sus caballos ahí: ocho hermosas bestias que pastan en la cancha de fútbol, y que no sobrevivirían en otro lugar de la favela.
Cuando Rodrigo salió vivo del tiroteo, y decidió llevarse a otro lado sus cicatrices y los dedos que le quedaban, acudió a la Villa. Pidió trabajo. Por suerte, había un cupo libre. Desde entonces, se ocupa del mantenimiento: corta el césped, limpia la piscina, pinta paredes, esas cosas.
El presupuesto público de la Villa alcanza los 210 mil reales, unos 70 mil euros, con los que hay que pagar el mantenimiento y a unos ochenta trabajadores. Después de los Juegos Olímpicos del año pasado, la ciudad terminó en quiebra. A veces, los trabajadores pasan tres meses sin cobrar. Aún así, para Rodrigo, es mejor que lo que tenía antes.
Ahora solo le queda el problema de que sus hijos no repitan sus errores. Y no es un problema menor.
Fútbol contra la guerra
Hace poco, el director de un colegio expulsó al hijo de un bandolero. El comportamiento del chico era intolerable, violento y prepotente.
Al saber la noticia, el padre del alumno se presentó en el colegio con su fusil de asalto al hombro. El personal le recordó que no podía ingresar en las instalaciones armado. Lo dejó con uno de sus guardaespaldas y se dirigió al despacho del director.
-No puede expulsar a mi hijo -explicó.
-Su comportamiento es lamentable -se defendió el director.
-Ya. Pero este colegio está cerca de nuestra casa. Si tiene que ir a otro, será en moto. Y si lo ven en una moto, lo van a matar.
El director aceptó readmitir al niño con una condición: el padre debía involucrarse en su educación para mejorar su conducta. Eso incluía tratar de no decir malas palabras frente a él ni disparar. De momento, parece que el chico mejora.
Pero en la Maré, un chico tiene otros problemas, problemas que nadie puede imaginar afuera. Desde su terraza, Rodrigo me enseña la única placita de su barrio, un laberinto de túneles y casas a medio construir, por donde ni siquiera pueden pasar los carros.
-Un niño en la plaza es un niño en peligro -dice-. Las cosas malas ocurren en segundos. Parpadeas y tu hijo puede estar ya vendiendo drogas, o usándolas, o disparando en una esquina. Aquí, todos los padres ahorramos para comprar Playstations, los únicos juguetes que mantienen a los niños encerrados en casa.
Al aire libre, sólo hay una actividad infantil sana y atractiva: el fútbol, que para Brasil, es mucho más que un deporte. En el país de las cinco Copas del Mundo, es la verdadera cultura nacional. Hay canchas en todos los barrios, y en muchas de ellas se juega literalmente las 24 horas.
En las favelas, particularmente, el fútbol representa la posibilidad de una vida mejor. Los chicos no tienen muchas posibilidades de ir a la universidad. Ni hablar de emigrar. Pero saben jugar fútbol. Para ellos, Neymar o Marcelo son más que ídolos: encarnan la mayor esperanza de triunfar sin dinero ni formación, ni fusiles, con lo único que todos tienen, que son piernas.
Cada día, al salir del colegio, Rodrigo Junior asiste a la Villa Olímpica a jugar fútbol. Cuando no puede ir, se pone de muy mal humor. Por suerte, casi siempre puede. A sus diez años, es un chico tímido y no exterioriza muchas emociones. Pero mientras juega, no deja de sonreír.
No juega un fútbol cualquiera. En la Villa Olímpica, muchas instituciones internacionales habilitan programas de formación deportiva, como la NBA y el club Flamengo. El proyecto más grande está a cargo de la fundación FC Barcelona, y se llama FutbolNet.
FutbolNet nació de la violencia. En el mundial USA 94, el defensa colombiano Andrés Escobar metió un gol en propia puerta que le costó a su país la eliminación. En venganza, de vuelta en su país, fue asesinado a balazos. A raíz de su muerte, un grupo de paisanos suyos de Medellín formó un movimiento para usar este deporte como herramienta de transformación social. Por su propia dinámica, el fútbol requiere trabajo en equipo, humildad, esfuerzo y ambición ¿Por qué no usarlo para transmitir esos valores, en vez de los contrarios?
La experiencia, llamada originalmente Futbol3, tuvo tanto éxito que fue exportada a Alemania, donde se desarrolló una metodología específica. A continuación, la Fundación FC Barcelona la adoptó, y hoy la utiliza en alrededor de cuarenta países con contextos sociales difíciles: refugiados en Costa de Marfil, adolescentes de un reformatorio en Nepal o mujeres discriminadas en Oriente Medio aprenden que son más fuertes cuando defienden a los más débiles.
-El deporte tiene un lenguaje universal -confirma la subsecretaria de deporte y ocio del municipio de Río de Janeiro, Patricia Amorim, que promueve veinte villas olímpicas en Río-. Aunque no hables el mismo idioma ni compartas la misma religión, puedes comunicarte con él. Y alcanza a todo el mundo, porque sus reglas son muy simples. Por eso, puede servir como herramienta para motivar a los chicos a estudiar y adquirir valores. Y si salvas a un chico, salvas también a su familia. Para comprobarlo, un día participo en la sesión de FutbolNet de la Villa Olímpica.
Comenzamos haciendo un ejercicio, una especie de pilla-pilla, en que los pillados se van tomando de la mano. Uno a uno, forman una red para ir capturando -y sumando- a los restantes. La idea de estos ejercicios no solo es calentar músculos, sino sobre todo, construir el sentido de equipo entre los participantes.
A continuación viene el partido. Se organiza el típico torneo triangular con tres equipos que se van turnando a cada gol, pero con reglas especiales: los jugadores que ya han hecho un gol, no pueden hacer otro. Si lo hacen, pierden. Con ese sistema, ya no tiene sentido monopolizar el balón. Los buenos tienen que contar con los demás. Otra regla anula los goles si no se han hecho después de un pase. Si quieres lucirte llevándote solo a todo el equipo contrario, tu gol no vale.
Esto es, en suma, la vieja filosofía del tiki-taka del Barça, el juego de equipo total, convertido en filosofía de empoderamiento social. Y con un añadido: jugando así, nadie se queda sin jugar. Hasta yo, un viejo torpe, hice dos goles, porque las estrellas de mi equipo no tenían más opción que pasarme la pelota.
El tercer paso de la sesión es una reflexión: guiados por los monitores, los chicos analizan lo que han aprendido en el partido, destacando los aciertos del juego colaborativo y criticando los excesos individuales.
No hay pruebas de selección para el FutbolNet. Todos pueden participar. Chicos y chicas, niños y adolescentes, buenos y malos. Y mientras juegan, saben que nada va a ocurrirles, que están a salvo de la violencia del mundo exterior.
Además, llenan su tiempo con una actividad sana. Matheus Jackson, de 17 años, es portero de las divisiones inferiores del Flamengo. Cada día, se levanta a las seis de la mañana y se desplaza en autobús dos horas para llegar a los entrenamientos. Sale de ahí a las once y regresa al barrio para encerrarse en la Villa Olímpica. Practica water polo, baloncesto, box y FutbolNet hasta la noche. Su sueño es jugar en el Barcelona. Estando aquí, entre las gigantografías de Messi, Neymar e Iniesta, es más fácil soñar que ahí afuera, entre cargamentos de cocaína y fusiles de asalto.
-Estos chicos no solo están jugando fútbol -dice Amaro-. Están jugando por el Barça. Eso les ayuda a creer que todo es posible.
De hecho, en mi breve estadía en la Maré, se logran cosas imposibles. Al día siguiente de participar en el FutbolNet, todos los chicos me saludan como a uno más del grupo. El portugués de favela no es fácil de entender para un hispano, ni siquiera para un brasileño. Sin embargo, aún sin intercambiar una palabra, ellos y yo formamos parte de lo mismo. Nos entendemos en la cancha. Y nos reímos mucho juntos.
Muchos de esos chicos son hijos de traficantes. A menudo, sus padres se disparan unos a otros. Por eso, en esta cancha de fulbito se construye un futuro más pacífico para la favela. Pero el proyecto FutbolNet valdría la pena incluso sin eso. Mientras afuera silban las balas, aquí dentro, los niños sonríen. Todo el tiempo que quieran. Y eso es el mejor regalo que pueden recibir.
Fuente: El Comercio / Lima, 3 de junio de 2017