Alexander Huerta-Mercado / El Comercio
Imaginen un muñeco de paja usado para entrenar a los soldados en combate y al que atacan sin posibilidad de defensa. Esta figura da nombre a una falacia llamada, precisamente, “falacia del hombre de paja”, donde se crean argumentos muy fáciles de refutar y luego se atribuyen a un interlocutor haciéndolo fácil de atacar. Es decir, poner en boca de alguien algo que no dijo o exagerar lo que dijo y luego atacarlo.
Algo así ha ocurrido con la mal llamada “ideología de género” en el currículo escolar. El plan curricular del ministerio lo único que sugiere es que todos tenemos iguales derechos y eso es todo. Sin embargo, se abrió nuestra propia caja de Pandora social, que ha liberado más bien temores, agresividad y confusión.
En este artículo quiero presentar dos argumentos y un comentario para contribuir a la discusión. El primer argumento se refiere a la relación de cultura con biología y lo propongo a raíz de los comentarios que reducen la identidad sexual a un criterio biológico, lo que considero falso. El segundo se basa en una percepción de nuestra historia desde la perspectiva de género, y la propongo para que podamos entender cómo nuestras construcciones sociales provienen de una historia caracterizada por la vigilancia y el castigo. Comencemos nuestro recorrido.
La cultura es todo lo que el ser humano tiene, hace y piensa como miembro de una sociedad. Es compartida y aprendida, y podríamos decir que se instala en nuestro cerebro dándole significado a todo lo que nos rodea.
Digámoslo de una buena vez: si fuera solo por el factor biológico, la especie humana se hubiese extinguido. Comparativamente con toda especie animal, estamos biológicamente mal equipados para la supervivencia. No tenemos colmillos, carecemos de garras y, peor aun, nuestra piel es incapaz de protegernos frente a la mayoría de ambientes naturales. Nuestra capacidad simbólica y de aplicar lo aprendido en situaciones nuevas nos permitió generar una cultura que nos organizó e incluso nos permitió cubrir nuestras limitaciones mediante el diseño de instrumentos, de vestido y de instituciones.
Nuestra carga instintiva no es tan vasta y se puede decir que nacemos como una pizarra casi en blanco. La mayor parte de las cosas las aprendemos al asimilar una cultura que ya nos está esperando en la sociedad en que nacemos. Si los instintos fueran suficiente, no habría necesidad de desarrollar programas educativos en cuanto a educación sexual, agricultura, alimentación saludable, crianza de niños.
En general, muchas cosas que creemos dadas por la naturaleza son creaciones culturales, y la mejor forma de entender esto es ver cómo distintas culturas humanas han entendido de forma diferente qué es ‘familia’, ‘salud’ y ‘enfermedad’, y cómo estos conceptos han variado a lo largo del tiempo. Con ello no niego el aspecto biológico, que claramente nos marca, busco encontrar cómo la cultura negocia fuertemente con esta característica.
Si bien las diferencias biológicas entre mujeres y hombres son evidentes, las identidades no lo son y las distintas culturas humanas han construido una enorme cantidad de definiciones, rituales y reglas que hacen imposible universalizar lo que es ‘hombre’ o ‘mujer’.
Una de las características de la cultura occidental es que intenta entender las cosas desde un punto de vista científico (por sus principios y causas). Es precisamente por este aspecto analítico que se generan distintas teorías que facilitan entender la cultura. Estas perspectivas son una suerte de “lentes” a través de los cuales podemos comprender e interpretar mejor las cosas. El género es una perspectiva de estudio, donde podemos ver cómo se construyen culturalmente los roles asociados a cada sexo. ¡Interesante!, porque nos permite descubrir los guiones sociales que se nos imponen en cada sociedad.
El segundo aspecto tiene que ver con nuestra historia colonial. Cojamos el lente de la perspectiva de género como una de las tantas maneras de aproximarnos a la historia del Perú. Si evaluamos la situación previa a la conquista, podríamos apreciar cómo el hoy territorio peruano estaba habitado por una pluralidad étnica de grupos que incluso estaban enfrentados entre sí. La perspectiva de la conquista buscó homogeneizar a todos bajo la categoría de indios y alcanzar una dominación ideológica en la que los españoles podrían garantizar no solo su éxito político, sino su supervivencia en un territorio cuya población era en su mayoría conquistada y hostil para los europeos.
Es en ese contexto que la conquista no solo adquirió características militares, sino que impuso una dominación ideológica (es decir, un conjunto de ideas que se imponían como regla), a través del poder político y la religión católica (usada como medio de control social). El uso político de la religión la convirtió en un sistema de vigilancia y castigo que se apropió de la idea de cielo e infierno de forma –literalmente– inquisitorial.
Uno de los elementos claves en el dominio colonial fue someter estrictamente al cuerpo de la mujer. Piénsenlo por un rato, es una medida política hábil. Con ello, se controla la reproducción biológica (cada grupo social creciendo de manera separada) y la reproducción social (el rol de los monasterios y las monjas como profesoras).
Además, parte de estas políticas coloniales fue confinar a la mujer al espacio doméstico (la casa), una suerte de reino y cárcel. ¿Suficiente? ¡No! La mujer estaba bastante vigilada en su pensamiento a través de la confesión y, por si fuera poco, se le atribuyó ser la encarnación del “honor” en el hogar. Es decir, había que cuidar su reputación bajo peligro de generar deshonra en la familia.
Todas estas características coloniales fueron impuestas como ideas que debían seguirse so pena de ser sancionado por transgresor. En pocas palabras, esta sí fue una ideología de las más radicales conocidas en la historia.
Emplear la perspectiva de género en la historia permite descubrir que gran parte de las de-sigualdades impuestas entre hombres y mujeres tiene origen colonial y que, junto con el racismo, el machismo y el sistema patriarcal, no han cambiado mucho pese a que hace casi dos siglos somos una república. Nos alerta de las prácticas discriminatorias, la represión y el dominio, ya no como órdenes dadas, sino como categorías impuestas que deben cambiarse.
El comentario final es, creo, fundamental. La perspectiva de género nos ha enseñado a observar cómo las identidades son mucho más flexibles, variadas y diversas que solo la dualidad ‘hombre’ o ‘mujer’ que se nos impone.
Hay también lesbianas, gays, transexuales, intersexuales, bisexuales y muchas más identidades que solo son juzgadas porque los criterios de “normalidad” de nuestra sociedad parecen estar enquistados en el Virreinato. El detalle es que estas son identidades y no algo que se elija, se finja o se contagie. Son identidades, tan simple como eso. Y ahora estamos siendo testigos de discriminación y condena como alguna vez se vio cuando se luchaba contra la esclavitud o por los derechos de las mujeres.
Si hay algo que hemos aprendido en la historia es que hay más de una perspectiva y es momento de dejar de juzgar y entender, acercarnos y aprender. Debemos oír a quienes pueden enseñarnos porque viven en el centro de una absurda lapidación.
¿Cómo se sienten de ser agredidos, percibidos como contaminantes o peligrosos? ¿Cómo sentirse si, algo tan propio como la identidad, es vista como enfermedad o pecado? ¿Cómo se sienten al no tener la libertad de vivir su propia identidad en el espacio público o incluso en el hogar y ser constantemente humillados? ¿Cómo sentirse si se les asocia permanentemente con todo estigma social? La homofobia, la transfobia y todo tipo de odio ya no se sostienen. Es hora de escuchar, de aprender juntos, de integrar, no de tolerar (porque se tolera aquello que en el fondo no se aguanta) sino de respetar y vivir nuestras diferencias.
Un proverbio atribuido a los cherokees es el no juzgar a nadie sin caminar antes una milla en sus zapatos. En nuestro caso, y con amor, como dice una célebre canción de Los Mojarras, “muchos zapatos vamos a gastar para llegar…”.
* Alexander Huertas-Mercado es antropólogo y profesor de la PUCP
Fuente: El Comercio / Lima, 28 de enero de 2017