Luis Guerrero Ortiz / EDUCACCIÓN
Hace varios años me tocó ser panelista en un evento de presentación de resultados de un proyecto denominado “Escuelas Productivas”, derivado de un convenio entre el Ministerio de Educación y el Ministerio de Trabajo. Estudiantes de diversas instituciones educativas públicas exhibían orgullosos en el patio del colegio donde tuvo lugar el evento, los productos de los diversos talleres vespertinos en los que venían participando: talleres de confección de prendas, de repostería, de crianza de cuyes, de elaboración de mermelada, etc. Cuando me tocó intervenir les pregunté qué aprendian del currículo escolar a través de esas experiencias. Los muchachos se miraron extrañados y me dijeron, no, nada de eso. ¿Y entonces dónde aprenden matemáticas, ciencias o comunicación?, repregunté. En las mañanas, me dijeron, en las clases normales. Es decir, la experiencia de hacer mermelada, por ejemplo, les resultaba sumamente útil… para aprender a hacer mermelada. Eso era todo. El currículo lo seguían aprendiendo en la pizarra y en un momento diferente. Pero sus profesores y los propios padres de familia estaban muy entusiasmados con el proyecto porque pensaban que les iba a generar ingresos extras producto de las ventas.
¿Era ese proyecto una oportunidad pedagógicamente valiosa para potenciar los aprendizajes curriculares? No me cabe la menor duda. Una buena oportunidad y, a la vez, una oportunidad desaprovechada. Eso no fue obstáculo para que la iniciativa fuera calificada como educativa e incluso innovadora y se le asignaran méritos.
El caso de FONDEP
¿Existe en el país una entidad especializada en detectar y promover innovaciones en educación? Claro que sí, el Fondo de Desarrollo de la Educación Peruana (FONDEP), creada por ley el año 2004 para apoyar el financiamiento de proyectos de inversión, innovación y desarrollo educativo de escuelas urbano marginales, rurales y de frontera. Aunque la ley le asigna 14 líneas posibles de financiamiento, entre ellas la de innovaciones educativas, ésta última es básicamente en la que se ha enfocado y la que ha promovido a través de concursos.
Lo que habría que admitir, sin embargo, es que, tres lustros después, todos los proyectos que han venido ganando concursos desde entonces no podrían llenar una lista corta de innovaciones destacables, de ideas originales que como país podríamos aportar al mundo. En general, los proyectos que suelen llegar e incluso ganar no se salen de la caja, metodológicamente hablando, su articulación con el currículo escolar es sumamente débil y, en el mejor de los casos, están en la perspectiva de una buena práctica.
En honor a la verdad, la responsabilidad no es exclusiva de FONDEP, cuyos equipos y directivos, como me consta, han trabajado siempre con esfuerzo, compromiso y honestidad en cumplimiento de la misión que les fue encomendada. ¿Qué ha pasado entonces?
Un factor que salta a la vista es la muy escasa o casi nula inversión presupuestal que ha hecho el Estado en esta institución, por lo que le ha venido quedando ancho –o mejor dicho vacío- el concepto de «Fondo», casi desde el principio. Pero si FONDEP ha sobrevivido hasta hoy ha sido por la habilidad de sus gestores para encontrar fuentes de financiamiento alternativas que le han permitido no solo seguir operando, sino también expandirse a once regiones del país, como en los últimos dos años. Naturalmente, aunque vivir al día siempre nos restringe, podríamos discutir si la mayor o menor disponibilidad de recursos financieros es lo que hace la diferencia en la detección de lo genuinamente innovador y en su clara diferenciación con las buenas prácticas.
El factor más estructural, me parece, está en su mismo origen. La Ley 28332 define al FONDEP como un programa presupuestal del Ministerio de Educación y dice que su finalidad es apoyar el financiamiento de proyectos de inversión, innovación y desarrollo educativo. Es decir, hace girar toda su identidad en la función de la donación de recursos, poniendo en segundo plano lo más importante: el objeto de su intervención. Tan es así que la ley no define la innovación educativa y su reglamento la formula en términos muy generales como «Proyectos orientados a desarrollar o perfeccionar nuevos métodos de transmitir y asimilar conocimientos y a mejorar la calidad de los procesos enseñanza-aprendizaje». Una definicion muy amplia donde la clave está en la interpretación de la palabra “nuevo”. Lo paradójico es que la identificación, selección y acompañamiento de potenciales innovaciones en educación, no es una tarea financiera, sino eminentemente pedagógica y es la naturaleza de su objeto lo que, en los hechos, imprime el carácter a una institución como FONDEP. La canalización de recursos es, más bien, una tarea subordinada.
Asumirse como una entidad básicamente financiera, ha llevado a FONDEP a poner su preocupación –como es comprensible- en cómo ampliar su número de beneficiarios, antes que en los filtros que garanticen una selección más rigurosa de lo estrictamente innovador. La falta de una definición más clara por parte del Ministerio de Educación, a quien por función le tocaría poner las reglas de juego en esta materia, los ha llevado a utilizar el concepto de innovación en su sentido amplio, es decir, como sinónimo de «novedoso» en relación a las prácticas rutinarias no deseadas; no en su sentido más estricto, es decir, como «original» en relación a las prácticas normalmente más recomendables para lograr determinados resultados.
Es verdad que FONDEP desde el 2013, ha venido haciendo esfuerzos encomiables por delimitar su campo y ha propuesto siete criterios para reconocer una innovación. Pero el único que, a mi modesto entender, podría acercarse más a dividir las aguas respecto a las buenas prácticas, que es el de creatividad, no enfatiza precisamente la originalidad de las propuestas como rasgo básico. Así, cualquier proyecto pedagógico –por ejemplo, un biohuerto- podría cumplirlos si su intención está clara, es pertinente al contexto, involucra la participación del estudiante y eventualmente de otros actores, parte de una reflexión, demuestra algún impacto en los aprendizajes y puede sostenerse en el tiempo. No es casual que uno de los “proyectos innovadores” que más abunda es, justamente, el de huertos escolares, una idea que cualquier búsqueda simple en google nos arroja 950 mil entradas.
Confusiones peligrosas
Una característica básica entre los innovadores en otros campos de la acción humana, es que el innovador está actualizado en su área de conocimiento y domina los estándares de los procesos que conducen a los objetivos que se persiguen. Eso exigiría a un docente con pretensiones innovadoras tener pleno conocimientos del tipo de resultados que le demanda el sistema educativo aquí y ahora, y dominar el tipo de procedimientos que aseguran esos resultados. Y es allí donde los proyectos que suelen ganar concursos muestran debilidades, pues su relación con las competencias curriculares y las metodologías que permiten su desarrollo tiende a ser, por decir lo menos, muy relativa.
Como ocurría con los proyectos productivos que mencioné al inicio de este artículo, en general, los proyectos innovadores tienden a abundar en la descripción de la actividad que pretenden realizar, pero no se detienen a explicar cuál es el procedimiento mediante el cual van a asegurar que esa experiencia permita aprender mejor lo que suele aprenderse bien con métodos regulares. De este modo, el cultivo de cebollas o la crianza de aves, es decir, los medios, más aún si transmiten entusiasmo y creatividad, terminan convertidos en fines y valorados en sí mismos.
La consecuencia es preocupante: proyectos que hacen uso de metodologías activas –algunos con más acierto que otros- pero que carecen de originalidad y de relevancia curricular, ganan concursos, pasan como innovadores y acceden a financiamiento. La pregunta es: ¿poner en práctica métodos activos y participativos en el aula, requiere recursos públicos extraordinarios? Porque ese es el mensaje que estaríamos dando al maestro, creando una condición económica no para innovar, sino para mejorar.
Las buenas prácticas pedagógicas, que todo docente tiene la responsabilidad profesional de exhibir para poder cumplir con los aprendizajes que demanda el currículo, podrían nombrarse, sin ninguna objeción, como «innovadoras» en el sentido amplio y popular del término, si es que esa denominación no fuera la llave para acceder a un financiamiento estatal. Lamentablemente, esa condición convierte a tales experiencias, digamos, a las mejores, en no replicables, pues cualquier docente podrá argumentar que semejantes proyectos –por ejemplo, un proyecto de indagación sobre la historia de la comunidad basada en entrevistas a sus adultos mayores- se han podido hacer solo porque recibieron financiamiento.
Si FONDEP logra superar esta falla de origen y apuesta por convertirse en una instancia especializada en detectar, incubar, validar y promover innovaciones educativas, algo en lo que sí se requiere invertir, puede aportar mucho a la educación del país. En el mundo de la producción, donde los estándares para innovar son, como no podría ser menos en educación, exigentes, hay servicios de incubación y pre-incubación. Este último sirve para analizar previamente la idea, poner a prueba su carácter innovador con ayuda de expertos, y decidir si cumple o no los requisitos para entrar a una fase de incubación propiamente dicha. En esa etapa, los servicios que se ofrecen son sobre todo de capacitación, consultorías especializadas, mentorías, asesorías ad hoc, red de contactos, apoyo tecnológico (equipos, laboratorios, pruebas, etc.), y también ayuda para acceder a fuentes de financiamiento. No tengo dudas de que la mayor parte de los proyectos supuestamente innovadores que llegan a los concursos se quedarían en la primera etapa, como proyectos de buenas prácticas.
Aclaremos algo. Los proyectos de buenas prácticas no carecen de mérito ni son menos dignos de aliento y de reconocimiento público. De hecho, el Ministerio de Educación tiene en ciernes una política nacional al respecto, porque es lo justo, porque merecen promoverse a gran escala y porque ya le corresponde empezar a ejercer rectoría en esto. Pero eso no tiene nada que ver con movilizar recursos presupuestales extraordinarios para hacerlos posibles. Es por eso que el programa de innovaciones de FONDEP necesitaría ubicarse en el marco de las políticas nacionales, pues no puede haber dos órganos del mismo sector haciendo lo mismo con enfoques, criterios y objetivos distintos, como ha venido ocurriendo hasta ahora. Sin mencionar otras iniciativas similares también del Estado o del sector privado que se rigen cada una por criterios propios.
Necesitamos persuadirnos que la innovación no es, ni aquí ni en ningún lugar del mundo, un fenómeno masivo y no podríamos, por lo tanto, aspirar a tener resultados a un nivel multitudinario, a menos que insistamos en llamar innovadora a una buena práctica. Al docente no le podemos exigir que sea un innovador, pero sí que se esfuerce por exhibir buenas prácticas. Un saxofonista destacado no está profesionalmente obligado a componer una ópera ni a dirigir la sinfónica. Lo que no puede dejar de hacer es tocar su instrumento con la mayor excelencia posible y saber armonizar con sus compañeros una y muchas melodías.
Desde esta perspectiva, las convocatorias a concursos de innovación no pueden ser masivas. La idea de poder tener por ese medio a una legión de innovadores en todo el territorio nacional, es una ilusión. El terreno fértil para la innovación son las buenas prácticas y las prácticas pedagógicas que merecen esa denominación están aún bastante lejos de ser hegemónicas en el país. Lo que debe ser incentivado a gran escala, con la legítima expectativas de una gran movilización nacional, son las buenas prácticas, algo para lo que no se requieren incentivos monetarios ni recursos financieros especiales. Hacer lo contrario significa, sin pretenderlo, crear privilegios que el Estado no podrá extender jamás al conjunto de escuelas del país.
¿Solo los concursos salvarán la educación?
Fue en las afueras de Huaraz, en la cima de un cerro equivalente a un edificio de 50 pisos al que había que subir sin ascensor, donde tuve la fortuna de encontrarme con Rufina. Ella era una maestra joven, sencilla y muy cordial, que atendía a unos 15 niños de edades y grados diferentes sin ayuda, en una construcción de adobe de un solo ambiente. Llegué justo en el momento en que había pedido a sus pequeños alumnos que recorran el terreno para construir después una maqueta de la escuelita con unas piezas de madera. Tocaba clase de matemática. Luego de terminar su inspección y hacer diversos bocetos en sus cuadernos, los niños empezaron a hacer su maqueta en grupos. Lo fascinante para mí fue presenciar después a la maestra desplazarse por los grupos colocando preguntas diversas que invitaban a los niños a reflexionar sobre su obra para poder explicarla y asociarla a nociones matemáticas, así como su sensibilidad con los más callados, animándolos siempre a participar. Después de haber visitado varias escuelas urbanas sin haber encontrado nada fuera de lo usual –profesores parados delante de clase hablando y hablando- Rufina me devolvió la esperanza.
Esta maestra no participó en ningún concurso de buenas prácticas, pero sin duda, lo que hizo esa mañana delante de mis ojos era el ejemplo perfecto de una buena práctica. No sé si Rufina lo hacía tan bien con otras áreas del currículo o qué deficiencia mostraba en su forma de evaluar diferenciando grados y edades, pero lo que vi, lo hizo muy bien y merecía ponerse en la vitrina. ¿Cuánta consciencia tenía esta maestra del valor pedagógico de su metodología? Después de conversar con ella, puedo decir que ninguna. Simplemente, le nacía actuar así. Estaba convencida de que aprender exigía pensar y a eso se enfocaba con naturalidad. No imaginaba otra forma de hacerlo.
Esa es otra vía para detectar buenas prácticas, más allá de los concursos, que tampoco hemos ensayado en el país. No tenemos una política de headhunting en educación y allá afuera, en el vasto océano de escuelas, hay profesores y maestras, solitarias como Rufina, que pueden ser detectadas y fortalecidas en sus talentos naturales, mostradas como ejemplo de superación profesional y demostración palpable que podemos mejorar con buena voluntad, compromiso genuino con los niños y pasión por lo que hacemos.
Otra vía en la que sí puede invertirse a gran escala es en la promoción de innovaciones destacadas. Hay una vitrina de innovaciones pedagógicas muy importantes a nivel internacional que los docentes merecen conocer y ensayar, sin tener que volver a inventar la rueda. Ponerlas en práctica no desmerece a nadie y, por el contrario, podría convertirse en una oportunidad para aprender nuevos roles y nuevas metodologías, para desarrollar nuevas habilidades y para tener la experiencia de pensar pedagógicamente fuera de la caja. Hasta hoy, nadie ha hecho ese esfuerzo y FONDEP puede destacar en este campo, haciendo gestión del conocimiento producido y aportando significativamente, tanto a la política de formación a docentes en ejercicio como a su misma formación inicial.
Si vamos a iniciar una nueva era en el ámbito de la promoción de buenas prácticas e innovaciones en educación, en muy buena hora, pero esforcémonos por dar el salto hacia delante.
Lima, 20 de mayo de 2019